A barlovento (26 page)

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Authors: Iain M. Banks

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: A barlovento
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–¿No conoces esta forma de comunicación? –preguntó la intérprete. En la pared de tejido vivo agonizante, la criatura puso de pronto los ojos en blanco.

–No –contestó Uagen–. No significa absolutamente nada para mí, me temo.
Mmm.
Por favor, ¿podemos salir de aquí de una buena vez?

–Tú. Tú... –murmuró la criatura de la pared, en un marain con acento pero reconocible. Miraba fijamente a Uagen, que le devolvía la mirada–. Ayúdame –susurró.

–¿C-c-cómo? –dijo Uagen, casi de forma involuntaria.

–Por favor –prosiguió la criatura–. Cultura. Agente. –Tragó saliva con evidentes síntomas de dolor–. Trama. Asesino. Informe. Por favor. Urgente. Muy urgente.

Uagen intentó hablar, pero no pudo pronunciar palabra. Un olor a quemado impregnaba la corriente de aire de la estancia.

Praf 974 intentó mantenerse en pie cuando un nuevo temblor sacudió el lugar e hizo tambalearse el suelo. Miraba alternativamente a Uagen y a la criatura colgada de la pared.

–¿Conoces esta forma de comunicación? –preguntó.

Uagen asintió.

El recuerdo del movimiento

L
a silueta parecía haberse formado desde la nada, desde el propio aire. Cualquier criatura o máquina que hubiera estado mirando había necesitado algo más que los sentidos naturales para percatarse de la lenta caída de polvo que se extendió a lo largo de más de una hora y de un kilómetro radial de las praderas; el hecho de que estaba ocurriendo algo fuera de la normalidad solo habría resultado obvio algo más tarde, cuando un extraño viento pareció surgir de la suave brisa, molestando a la hierba de la gran llanura y produciendo lo que, aparentemente, era una polvareda del mal, que revoloteaba muy despacio y formaba un torbellino en el aire, encogiendo y creciendo gradualmente, y aumentando la velocidad hasta desaparecer de pronto, remplazada por lo que parecía una alta y grácil hembra chelgriana, ataviada con las ropas de campaña de la casta de los Entregados.

Lo primero que hizo al sentirse completa fue ponerse en cuclillas y escarbar en la tierra bajo la hierba con los dedos. Sus garras se deslizaron hacia fuera, perforando el suelo. Cogió un puñado de tierra y hierba, lo levantó y se lo acercó a la amplia y oscura nariz. Aspiró su aroma lentamente.

Estaba esperando. No tenía nada mejor que hacer por el momento, y pensó en contemplar y oler el suelo sobre el que pisaba.

En aquel perfume había muchos tonos y sabores. La hierba contenía un espectro de olores propios, todos más frescos y vivos que los pesados matices de la tierra, que le otorgaban la esencia del aire y los vientos más que la del suelo.

Levantó la cabeza, dejando que la brisa removiera el pelo de su cabeza. Contempló las vistas. El paisaje era de una sencillez casi perfecta; una gran extensión de hierba, a la altura de sus tobillos, que se desplegaba en todas direcciones. También había una pequeña nube lejana al noroeste, donde se encontraban las montañas de Xhesseli. Las había visto cuando descendía. Arriba, y por todo el resto del cielo, solo había una claridad aguamarina. Ni una señal de estelas. Aquello era bueno. El sol se encontraba a media altura del cielo del sur. Hacia el norte, las dos lunas llenas resplandecían, y una única estrella de día titilaba junto al horizonte del este.

Fue consciente de que una parte de su mente utilizaba la información del cielo par calcular su posición, la hora y la dirección precisa a la que se dirigía. Los conocimientos resultantes hicieron que sintiese su existencia, pero no la forzaron sobre ella; era como la presencia de alguien en una antesala, señalada por una educada llamada a la puerta. Solicitó otra capa de datos y un revestimiento se desplegó ante ella; de pronto, vio una cuadrícula superpuesta a los cielos, con las trayectorias de numerosos satélites y de algunas naves de transporte suborbital, con sus identidades junto a ellas, así como estratos suplementarios de informaciones más detalladas de cada uno de los puntos. Los satélites cuyas imágenes parpadeaban lentamente eran aquellos con los que había interferido.

Entonces, vio un par de puntos en el horizonte del este, y se volvió hacia ellos, entornando los ojos para enfocar la imagen. Dentro de ella, algo exactamente igual que un corazón sufrió un vuelco y latió rápidamente durante un instante antes de que pudiera controlarlo de nuevo. Parte de la tierra que sostenía en su mano cayó al suelo.

Los puntos eran aves, y volaban a pocos cientos de metros de distancia.

Se relajó.

Las pájaros surgieron en el aire, frente a frente, batiendo las alas con furia. Parecían hallarse entre la exhibición y la lucha. Habría alguna hembra agazapada en la hierba observando a los dos machos. Los nombres científicos y comunes de las especies, su orden, sus hábitos de alimentación y apareamiento, y otra información diversa pareció flotar en un rincón de su mente. Las dos aves cayeron de nuevo sobre la hierba. Sus llamadas se dejaron escuchar débilmente en el aire. Ella no había oído antes sus voces, pero supo que sonaban como si lo hubiera hecho.

Por supuesto, cabía la posibilidad de que los pájaros no resultasen tan inocentes e inofensivos como aparentaban ser. Podían ser animales reales pero alterados, o ni tan siquiera biológicos. En cualquiera de los casos, podían formar parte de un sistema de vigilancia. En realidad, tampoco podía hacer nada. Seguiría esperando un poco más.

Volvió a centrar su atención en el puñado de tierra que había arrancado. Lo alzó a la altura de sus ojos y lo absorbió con la mirada. Había muchas clases de hierbas y minúsculas plantas, la mayor parte de un color verde amarillento. Vio semillas, raíces, zarcillos, pétalos, cortezas, hojas y tallos. La información relevante que describía cada especie diferente apareció debidamente en aquel rincón de su mente.

En aquellos momentos, también fue consciente de que los datos que se presentaban ante ella ya habían sido evaluados por alguna otra parte de su mente. Si algo le hubiera parecido mal, o fuera de contexto –si, por ejemplo, aquellas aves se hubieran movido de una forma que sugiriese que su peso era mayor de lo que debía ser–, su atención se habría centrado directamente en la anomalía. Hasta entonces, todo le había resultado tranquilizadoramente normal. Los datos suponían una consciencia distante, pero reconfortante, que perduraba pacientemente en las afueras de su percepción.

Algunos minúsculos animales transitaban por el puñado de tierra y sobre la superficie de la vegetación. También conocía sus nombres y sus datos más relevantes. Vio un delgado gusano pálido deambulando a ciegas por el mantillo.

Volvió a dejar el pedazo de tierra en el suelo, cubriendo el agujero que había dejado y moldeando el conjunto para devolverle su forma original. Se sacudió el polvo de las manos mientras echaba otro vistazo a su alrededor. Seguía sin haber señales de nada incorrecto. Los pájaros emprendieron el vuelo otra vez y volvieron a descender. Una oleada de aire cálido se desplegó a través de la llanura y fluyó en torno a ella, removiendo su pelo en las zonas donde no estaba cubierto por su chaleco y sus pantalones de camuflaje. Cogió su capa y se la ajustó en los hombros. Se convirtió en parte de ella, lo mismo que el resto de la ropa.

El viento procedía del oeste. Era refrescante y arrastraba los gritos de las aves a lo lejos, de forma que, cuando empezaron a volar una tercera vez, parecía que lo hacían en un completo silencio.

Tan solo había una nota, un ínfimo matiz de sal en el viento, pero fue suficiente para que tomase la decisión. Ya había esperado bastante.

Rodeó su cola leonada con la cola de la capa, y volvió el rostro hacia el viento.

Deseaba haber escogido un nombre. Si lo hubiera hecho, ahora lo pronunciaría en voz alta y fuerte en el aire, como si fuera una declaración de intenciones. Pero no tenía nombre, porque no era lo que aparentaba ser; no era una hembra chelgriana, ni un miembro de la especie de Chel, ni siquiera una criatura biológica.
Soy un arma terrorista de la Cultura,
pensó, diseñada para horrorizar, advertir e instruir al mayor de los niveles. Un nombre habría sido una mentira.

Comprobó sus órdenes, para asegurarse. Era cierto. Tenía una total discreción. La falta de instrucciones podía interpretarse como una instrucción bastante específica. Podía hacer cualquier cosa; no tenía ataduras.

Perfecto.

Se inclinó hacia atrás sobre las piernas traseras y levantó los brazos para enfundar las manos en los guantes fijados en la parte superior de su chaleco y, con un salto inicial, emprendió la marcha con simples zancadas, que la impelieron a través del verde prado en una serie de largos y sinuosos saltos que estiraban y contraían su potente espalda, y desplazaban sus musculosas piernas traseras y su extremidad media casi al unísono, y luego las separaban con cada uno de los largos pasos.

Sintió la alegría de correr libremente y comprendió la antigua rectitud del viento en su rostro y en su pelo. Correr, perseguir, cazar, capturar y matar.

La capa ondeaba al viento a su espalda. Su cola se balanceaba de un lado al otro.

IX. La tierra de las torres

IX

La tierra de las torres

–C
asi había olvidado la existencia de este lugar.

Kabe miró al avatar de piel plateada.

–¿En serio?

–En doscientos años, apenas ha ocurrido nada aquí, excepto una lenta decadencia.

–¿Y eso mismo no podría decirse de todo el orbital? –preguntó Ziller, con un tono de falsa inocencia.

El avatar fingió sentirse herido por sus palabras.

El antiguo teleférico chirriaba en torno a ellos mientras avanzaba entre balanceos desde una torre alta. Rugía y chirriaba al atravesar un sistema de puntos altos suspendidos de un aro alrededor de la cima de la torre, y se hilvanaba en otro cable hacia una torre más lejana, situada sobre una pequeña colina de la maltrecha llanura.

–¿Olvidas algo alguna vez, Centro? –preguntó Kabe al avatar.

–Solo si decido hacerlo –respondió este, con su profunda voz. Se encontraba medio sentado, medio tumbado sobre uno de los asientos rojos acolchados, con los pies levantados y apoyados sobre la barandilla que separaba el compartimento trasero de pasajeros del panel de control del piloto, donde se hallaba Ziller, contemplando los distintos instrumentos, nivelando palancas y manejando una serie de cuerdas que salían de una hendidura del suelo del teleférico y se ataban en unos listones de la mampara delantera.

–¿Y lo has decidido alguna vez? –preguntó Kabe, que estaba agachado sobre sus tres piernas, dado el escaso espacio del que disponía en aquella cabina. El teleférico estaba diseñado para transportar una docena de pasajeros y dos pilotos.

–No, que yo recuerde –repuso el avatar, tras reflexionar unos instantes con el ceño fruncido.

–Entonces, ¿puedes elegir olvidar algo, y luego olvidar que lo has olvidado? –dijo Kabe, riendo.

–Sí, pero entonces tendría que olvidar el haberme olvidado del olvido original.

–Supongo que sí.

–Esta conversación, ¿va a alguna parte? –gritó Ziller, por encima de su hombro.

–No –contestó el avatar–. Es como este viaje; a la deriva.

–No vamos a la deriva –observó Ziller–. Estamos explorando.

–Ustedes tal vez –dijo el avatar–. Yo no. Puedo ver exactamente donde estamos desde la central. ¿Qué es lo que quieren ver? Yo les puedo proporcionar mapas detallados del lugar que deseen.

–El espíritu aventurero y de exploración es evidentemente ajeno a su alma computerizada –le respondió Ziller.

El avatar dio un capirotazo a una mota de polvo de una de sus botas.

–¿Tengo alma? ¿Se supone que eso era un cumplido?

–Claro que no tienes alma –dijo Ziller, tirando de una cuerda con todas sus fuerzas y desatándola. El teleférico aumentó su velocidad, balanceándose suavemente mientras atravesaba la llanura de matorrales. Kabe contempló la sombra que proyectaba el vehículo al ondularse sobre el suelo de color rojo y arena. El oscuro perfil del vehículo se deslizaba y se alargaba mientras cruzaban el lecho seco y trenzado de gravilla de un río. Una ráfaga de viento levantó varios remolinos de polvo y golpeó la cabina, inclinándola ligeramente y provocando el repiqueteo de los cristales de las ventanas en sus marcos de madera.

–Bien –prosiguió el avatar–. Porque no creo que haya tenido nunca un alma y, de ser así, debo de haberlo olvidado.

–Claro –repuso Kabe.

Ziller emitió un suspiro de exasperación.

Los tres estaban en un teleférico propulsado por el viento, cruzando las grietas de Epsizyr, una extensa área semidesértica de la plataforma de Canthropa, casi a un cuarto de la distancia del giro galáctico en el orbital de los hogares de Ziller y Kabe, en Xaravve y Osinorsi, respectivamente. Las grietas eran un sistema de ríos ya secos, de mil kilómetros de ancho y tres veces la misma distancia de largo. Desde el espacio, parecían un millón de hilos grises y ocres lanzados sobre la tierra yerma.

Era raro que las grietas transportasen agua. Sobre la zona caían lluvias ocasionales, pero nunca dejaba de ser semiárida. Cada cien años, aproximadamente, una gran tormenta lograba cruzar los Canthrops, la cordillera de montañas situada entre las llanuras y el océano Calcedónico, que ocupaba toda la superficie de la plataforma en la dirección del giro galáctico, y solo entonces el sistema de ríos hacía honor a su nombre, transportando el agua de lluvia desde las montañas hasta las ollas de Epsizyr, que se llenaban y rielaban durante unos días, y sustentaban una mínima profusión de vida animal y vegetal antes de volver secarse en superficies fangosas y saladas.

Las grietas estaban diseñadas para ser así. Masaq se había modelado y planeado con la misma minuciosidad que cualquier otro orbital, pero siempre se había previsto como un mundo grande y lleno de diversidad. Contenía casi cualquier forma geográfica posible, dada su aparente gravedad y su atmósfera adecuada para los humanos, y gran parte de dicha geografía también era apta para ellos, pero no era habitual que un Centro de orbital que se preciase estuviera contento sin un mínimo de zona desértica a su alrededor. Los humanos solían quejarse al cabo del tiempo.

Llenar cada rincón de todas y cada una de las plataformas con pequeñas colinas y limpios arroyos, o incluso espectaculares montañas y extensos océanos no era un hecho considerado producente para la creación de un medio ambiente equilibrado para un orbital. También debía haber pasajes inhóspitos.

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