¡A los leones! (32 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: ¡A los leones!
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Encontramos un nuevo mensaje. En esta ocasión nos llevó a los barrios bajos de la ciudad, porque incluso las florecientes ciudades portuarias de origen griego tenían sus zonas para los marineros de paso y las rameras que los atendían. Encontramos a Claudia Rufina en una miserable habitación de una bulliciosa posada.

—Yo me he quedado aquí por si veníais.

Como nunca habíamos asegurado del todo que iríamos, aquello me pareció algo extraño.

Claudia era una chica alta, de poco más de veinte años, y la encontré mucho más delgada y solemne de lo que la recordaba. Había adquirido un intenso bronceado que estaría mal visto en la buena sociedad. Nos recibió melosamente y parecía triste y pensativa. Cuando la conocimos en su casa, en la provincia de la Bética; y en Roma, iba bien vestida, llevaba la manicura perfilada, unos peinados muy caros y abundantes pulseras y collares. En estos instantes vestía una sencilla túnica marrón y una estola, y llevaba el pelo recogido en la nuca. En ella quedaba poco de la criatura nerviosa y un tanto seca que llegara a Roma para casarse con Eliano o de la coqueta descarada que enseguida aprendió a reír con el hermano pequeño, mucho más expansivo y sociable que Eliano, y decidió echar una cana al aire y correr una aventura. Todo aquello parecía haber palidecido.

Sin mediar palabra, pagamos a su mugrienta posadera y nos llevamos a la chica a las habitaciones que habíamos alquilado en un albergue mejor. Claudia cogió a Julia Junila de los brazos de mi sobrino Gayo y se concentró por completo en la niña. Gayo me miró enfadado y se marchó con la perra. Le grité que buscase a Famia, que había desaparecido de nuevo.

—¿Y dónde está Quinto? —le preguntó Helena a Claudia con curiosidad.

—Ha ido hasta Tolemaida, a continuar su búsqueda.

—¿No ha habido suerte hasta ahora? —le pregunté con una sonrisa.

—No —respondió Claudia, sin devolverme ni el más ligero asomo de una sonrisa.

Helena y yo intercambiamos una mirada discreta y luego se llevó a la chica a los baños locales con abundantes provisiones de aceites, esencias y jabón para el cabello con la esperanza de que aquellos cuidados le devolvieran el buen humor. Regresaron horas más tarde, apestando a bálsamo. Claudia siguió comportándose con una fría cortesía, pero se mostró muy poco comunicativa.

Le dimos las cartas de los Camilos y de sus abuelos en Hispania. Cogió los pergaminos para leerlos a solas y, cuando reapareció, preguntó con voz tensa:

—¿Y cómo está Camilo Eliano?

—¿Y cómo quieres que esté? —Tener respeto por una mujer que se escapa unas semanas antes de su compromiso formal no era mi estilo—. Es muy amable por tu parte querer saber de él, pero perdió a su novia de una forma muy repentina. Primero pensamos que habías sido secuestrada por un asesino y aquello le produjo una gran conmoción. Y lo peor de todo es que perdió tu atractiva fortuna. No es feliz. Ha sido muy brusco conmigo, aunque Helena todavía piensa que tengo que ser amable con él.

—¿Y tú qué opinas, Marco Didio?

—Como de costumbre, acepto todas las culpas con una sonrisa tolerante.

—Me parece que he oído mal —terció Helena.

—Yo no quería hacerle daño —dijo Claudia con pesar.

—¿No? Entonces, ¿sólo querías humillarlo? —Si mi tono de voz sonó airado fue porque me descubrí defendiendo a Eliano, al cual odiaba—. Como no puede casarse de una manera respetable, este año no se presentará a las elecciones del Senado. Va un año por detrás que sus coetáneos. En el futuro, cada vez que miren con lupa su carrera política, tendrá que dar cuenta de esto. Le sobran motivos para recordarte, Claudia.

—Dudo que ese matrimonio hubiese funcionado —intervino Helena mirando a la chica con suspicacia—. No te culpes de lo ocurrido, Claudia —añadió. La chica, como era de esperar, no reaccionó.

Por unos instantes me pregunté si podríamos devolverla a su prometido y fingir que la aventura con Justino no había existido. No, yo no podía ser tan cruel con ninguno. Si se casaba con Eliano, éste jamás olvidaría lo que le había hecho. El escándalo público acabaría por acallarse, pero ese tipo era de los que solían albergar profundos resentimientos. Cada vez que quisieran discutir, sólo tendrían que recurrir al pasado, mientras que Claudia habría perdido la santurronería que le permitiría soportar haberse casado con un hijo de puta como Eliano. Claudia había cruzado el puente y estaba en terreno enemigo, siendo imposible la retirada. Los bárbaros estaban a punto de caer sobre ella.

Cambiamos de tema y planificamos el viaje a Tolemaida para encontrarnos con Quinto. Si no era estrictamente necesario, yo no estaba dispuesto a embarcarme de nuevo. Tolemaida estaba a unas veinticinco millas bordeando la costa hacia el este, así que alquilamos un par de carros, aunque Claudia había sugerido débilmente ir por mar, pero la hice callar al instante.

—Si nos ponemos en camino temprano y nos lo proponemos, podemos hacer el trayecto en una jornada —le aseguré—. Lo único que se necesita es suerte y disciplina militar. —Su aire seguía siendo triste—. Confía en mí— le grité. Era evidente que la pobre chica necesitaba que la animasen—. Todas tus preocupaciones han terminado, Claudia. Ahora me encargo yo de todo.

Entonces me pareció que Claudia Rufina, entre dientes, se decía a sí misma. «¡Oh, no, por Juno, otro no!»

XLI

Las cosas iban cada vez peor. En Tolemaida soplaba el viento con más violencia; todo tenía una apariencia aún más griega. Si Tocra estaba situada en un cabo que se adentraba en el Mediterráneo, Tolemaida, en cambio, tenía el mar por dos de sus lados. Su puerto estaba más protegido; gracias a eso, cuando nos acercamos hacia él procedentes del oeste, no se hacía notar en exceso el oleaje furioso y el viento que llevaba arena del desierto. El viaje nos llevó dos días y eso que yo había presionado al dueño de los carros para que fuéramos lo más rápido posible. La carretera de la costa era deprimente. No encontramos ninguna posada y nos vimos obligados a dormir al aire libre. Advertí que Claudia se encogía de hombros y no decía nada, como si ya hubiera pasado antes por situaciones parecidas.

Las onduladas colinas verdes y marrones del jebel se extendían hasta la población, apretujada entre el mar y las montañas. Se trataba de un ramal de Cirene, todavía más al este. La ciudad estaba vinculada históricamente con la Tolemaida egipcia, de la que tomaba el nombre y en cuyas tierras todavía pastaba el ganado. Allí engordaban sus rebaños los egipcios ricos, por carecer en su tierra de dehesas para sus animales.

No se comprendía por qué habían edificado la ciudad en un sitio tan seco. El suministro de agua llegaba a través de un acueducto y se almacenaba en cinco grandes cisternas que se encontraban bajo el foro. Milagrosamente, sin embargo, Justino había dejado otro mensaje, por lo que después de haber entrado en el centro de la ciudad, después de encontrar el templo correcto y hablar con el sacerdote encargado de los mensajes para extranjeros, sólo tardamos una hora en convencer a unos desinteresados ciudadanos que sólo hablaban griego de que nos dieran la dirección del lugar donde se encontraba. Como era de esperar, todo esto no sucedió entre las lujosas casas de los magnates locales de la lana y la miel sino en un barrio que olía a pescado en escabeche, en el que los callejones eran sórdidos y estrechos, soplando el furibundo viento en nuestros oídos al doblar las esquinas. Y como también era de esperar, cuando encontramos su alojamiento, Justino se había marchado.

Le dejamos una nota y nos fuimos a nuestro albergue a esperar que el héroe se pusiera en contacto con nosotros. Para animarnos, gasté un poco más del dinero del padre de Helena en una buena cena a base de pescado. Todos estábamos cansados y desanimados y comimos con ánimo deprimido. Yo sabía que me había tocado desempeñar el papel de líder del grupo, el que irrita a todo el mundo y no complace a nadie cuando intenta organizar algo.

—Y bien, Claudia, ¿has llegado a ver el maravilloso jardín de las Hespérides?

—No —respondió Claudia.

—¿A qué se debe? —intervino Helena para echarle una mano.

—No lo encontramos.

—Pensaba que habíais estado cerca de Berenice.

—Eso parecía.

La permanente pose de indiferencia de Claudia había desaparecido durante unos instantes y tras ella vimos un verdadero rencor. Helena abordó a la chica abiertamente.

—Se te ve muy deprimida. ¿Algo va mal?

—No, en absoluto —confesó Claudia, dejando en el suelo su salmonete a medio comer para que
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se lo terminara. ¡Por todos los dioses! Nunca había soportado a las chicas melindrosas que jugueteaban con la comida y no se la terminaban, sobre todo si era yo quien pagaba una fortuna por ella. Tampoco me gustaban las mujeres incapaces de pasarlo bien. En el caso de Claudia, era aún peor: había protagonizado un escándalo y parecía arrepentida. ¡Qué terrible desperdicio!

Bueno, sólo tuvimos que esperar diez días en la elegante Tolemaida a que llegase un mensaje de Justino para Claudia en el que decía que estaba viviendo en Cirene, por lo que todavía quedaba otra ciudad griega esperando menospreciarnos si decidíamos ir a visitarla.

En esta ocasión, sin embargo, creímos que merecía la pena hacer los equipajes y viajar hasta allí. Famia estaba muy excitado porque pensaba que Cirene era un buen lugar para encontrar caballos y Helena y yo queríamos ver a los fugitivos juntos de nuevo para descubrir qué iba mal entre ellos. Además, la nota de Justino terminaba con un garabato que desciframos como: «¡Es posible que haya encontrado lo que andaba buscando!».

Tuvimos una discusión satírica acerca de si se había vuelto tan intelectual que esa frase se refería a los secretos del universo; pero, aún sin saber que yo estaba en la provincia Áfricana, le pedía a Claudia que me mandara llamar. Como todo el mundo estuvo de acuerdo con que mi presencia no era en absoluto necesaria en un simposio de filosofía, supusieron que Justino me necesitaba para que identificara formalmente una rama de
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.

XLII

Encontrar a Camilo Justino fue un gran alivio. Al menos, tenía el mismo aspecto de siempre: figura alta y delgada, cabello corto, ojos oscuros y una impresionante sonrisa. Conseguía mezclar un aire aparentemente retraído y el indicio de una gran fuerza interior. Yo sabía que era un tipo confiado, un lingüista, una persona valiente y extrovertida en los momentos de crisis. Con veintidós años, tendría que haber estado empezando a asumir responsabilidades de adulto: casarse, tener hijos y consolidar su carrera como patricio, que tan prometedora se le ofrecía. En cambio, se había marchado al fin del mundo en una descabellada misión, con la esperanza truncada tras robar la novia a su hermano, ofender a su familia, a la de ella y al emperador, y todo eso, empezábamos a sospechar, a cambio ¿de qué? De nada.

El alcance de la infelicidad de Claudia se hizo patente cuando los vimos juntos. Helena y yo habíamos alquilado una casa en Apolonia, junto al mar. Cuando apareció el legendario Quinto, los saludos que nos dedicó a su hermana y a mí fueron mucho más alborozados que la contenida sonrisa que le dirigió a Claudia.

Antes de nuestra llegada habían vivido juntos cuatro meses. Compartían, eso era evidente, una visible rutina doméstica que hubiera bastado para engañar a más de uno. Ella sabía cuáles eran sus platos favoritos, él le tomaba el pelo, a menudo hablaban en voz baja de sus asuntos privados y cuando Helena los puso en el mismo dormitorio no opusieron resistencia, pero al asomar la cabeza por la puerta, vio que habían hecho dos camas. Parecían sólo amigos, pero no estaban enamorados en absoluto.

Claudia permaneció inexpresiva. Comía con nosotros, iba a los baños, venía al teatro, jugaba con la niña, todo como si viviera en un mundo que sólo le perteneciera a ella. Decidí hablar a solas con Justino.

—Creo entender que has cometido un gran error —le dije—. De ser así, podemos afrontarlo y solucionarlo, Quinto. De hecho, debemos hacerlo…

Me miró como si no supiera de qué le hablaba. Luego, con toda cortesía me advirtió que no le gustaba que otros se metieran en su vida. Helena también intentó sondear a Claudia y obtuvo la misma reacción.

Lo descubrimos todo casi por casualidad. Famia, que seguía vinculado a nosotros, se había marchado al interior en busca de caballos, como se suponía que tenía que hacer, por lo que nos habíamos quitado un peso de encima. Podría beber todo lo que quisiera ya que no sufriría mi presión de intentar evitarlo por el bien de mi hermana y de sus hijos.

Empecé a imaginar qué vida llevaba mi hermana Maya en Roma. Famia estaba siempre ausente o, si aparecía, estaba cansado; y la dejaba sin dinero porque lo necesitaba para beber. Famia intentaba que otros compartieran su adicción o los tachaba de puritanos si intentaban sacarlo de aquel infierno. Maya viviría mejor sin él, pero era el padre de sus hijos y no renunciaría a ellos.

Mi sobrino Gayo se había marchado solo a dar una vuelta. Siempre había manifestado poseer un espíritu libre y, aunque formar parte de un grupo como el nuestro le sentaba bien, fruncía el ceño con hostilidad si se sentía demasiado vigilado. Helena pensaba que necesitaba amor materno; Gayo era un chaval que opinaba de otro modo. Yo prefería no controlarlo demasiado. Nos habíamos instalado en Apolonia, él se había familiarizado con la zona y ya volvería a casa cuando le apeteciese. Había dejado a Julia en casa. La niña jugaba feliz con un taburete que había aprendido a arrastrar por el suelo y a golpearlo contra los otros muebles.

Finalmente se presentó la oportunidad de hablar del
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en privado. Las perspectivas de hacer dinero eran muchas si Justino había redescubierto la planta realmente y sacamos a relucir el tema de una manera indirecta, un delicado reconocimiento de los sueños que podían volverse realidad para todos nosotros. Sin embargo, y como es habitual en las familias, este enfoque indirecto sólo llevó a la acalorada discusión de un asunto totalmente distinto.

Helena, Claudia, Quinto y yo habíamos compartido un almuerzo sencillo. La conversación nos llevó a nuestra llegada a Berenice y, aunque tanto Helena como yo pasamos por alto la frustración de Claudia por no haber visitado el jardín de las Hespérides, al hablar de nuestro viaje en barco, les preguntamos si la travesía desde Oea les había resultado muy dura. Fue entonces cuando Justino hizo este sorprendente comentario:

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