Quedé horrorizado al ver que Anácrites me tendía la mano. Al cabo de unos minutos lo matarían y yo no podía hacer nada para impedirlo. Le estreché la mano como si le deseara suerte, aunque sabía que no había ninguna suerte en el mundo capaz de ayudarlo.
Saturnino se había preparado con la eficiencia de un profesional. Sobre su taparrabos bordado llevaba un ancho cinturón de campeón. Lucía una espinillera, un protector en el brazo y un cóncavo escudo rectangular. El casco era idéntico al que llevaba Anácrites. Su torso desnudo y sus piernas brillaban relucientes con la capa de aceite. Caminó a grandes pasos por la arena, visiblemente reanimado. Era un experto, era el ídolo local. Invencible.
Miré las caras del público. Más de veinticinco filas atestadas de gente. La multitud gritaba enfervorizada. De pronto calló.
Yo esperaba que fuese un combate corto y resultó tan corto que mucha gente se lo perdió. Saturnino levantó su guardia. Anácrites estaba frente a él, pero todavía no estaba concentrado. Con un sonoro grito, un fuerte paso al frente y un poderoso golpe con la espada, Saturnino hizo caer la de Anácrites, dejándolo desarmado.
Anácrites se abalanzó contra él. Hasta Saturnino debió de sorprenderse. Mi socio se precipitó hacia adelante y empujó a su oponente, escudo contra escudo. Un buen intento. Fue casi un movimiento de soldado bien curtido. Era probable que Saturnino no se lo esperase, pero alargó el brazo e intentó clavarle la espada. Anácrites se hizo a un lado para esquivar el arma, pero sin alejarse demasiado. Llevados por el impulso y todavía entrelazados, continuaron empujándose uno a otro describiendo un círculo enloquecido mientras Saturnino seguía dando golpes con la espada. Anácrites se había manchado de la sangre de Scilla, pero también tenía algunas heridas propias. Yo apenas podía mirar.
Anácrites cayó y levantó el dedo suplicando clemencia. Saturnino retrocedió con aire despectivo. Vi algunos pulgares alzados entre la multitud y muchos pañuelos blancos llenando el aire. No me atreví a mirar a Rutilio. Saturnino tomó su propia decision: en un movimiento tradicional, se inclinó para alzar el casco de su oponente por la barbilla, dejando al descubierto su garganta. Estaba a punto de asestar el golpe mortal a Anácrites.
De repente, Saturnino retrocedió. Su espada cayó al suelo. Se había separado de Anácrites y se doblaba hacia adelante, con la mano en el estómago. Entre sus dedos corría la sangre. Yo no veía el arma pero reconocí la acción, conocida por todos los que habían visto una pelea en una taberna. Le había clavado un cuchillo en el vientre.
Anácrites era el jefe del Servicio Secreto. De él no podía esperarse que jugase limpio.
Saturnino hizo un esfuerzo desesperado. Se tambaleó hacia adelante, recuperó la espada y se lanzó sobre Anácrites. Pareció que el arma se clavaba, pero el cuchillo también encontró otro objetivo. Ambos quedaron tendidos en el suelo.
Los espectadores rugieron como un solo hombre, pero incluso el público ya había visto demasiado. Justino y yo caminamos hacia los cadáveres haciendo todo lo posible por mantenernos serenos. No había señales de vida. Encontré el cuchillo que había utilizado Anácrites y me lo metí en la manga para que nadie lo viera. Fingimos realizar una inspección formal, luego golpeé ambos cadáveres con la maza e hice una seña a los porteadores. Saturnino tuvo el honor de ser llevado en camilla. «Romano» era un extranjero y se lo llevaron a rastras cogido por los pies, con la parte trasera del casco dejando marcas en la ensangrentada arena. De la única manera que podía salir de allí era como cadáver. De haber vencido a Saturnino, la multitud lo habría despedazado.
Después de los saludos de rigor al presidente, me dirigí hacia la puerta principal, seguido de Quinto. Mientras salíamos, la multitud seguía gritando.
Examinamos la lamentable hilera de cuerpos ensangrentados. Me despojé de la máscara de pájaro y noté que las piernas me temblaban.
Quinto me miró con aire sombrío.
—Tu sociedad ha terminado de una manera muy desagradable, no ha podido ser peor.
—Él se lo ha buscado. Consulta siempre a tu socio, éste te disuadirá de cometer estupideces.
Me obligué a acercarme a la hilera de cadáveres. Gimiendo por el esfuerzo, me arrodillé. Con más ternura de la esperada, le quité el casco a Anácrites y lo deposité en el suelo. Su cara estaba tan pálida como cuando lo encontré con la cabeza partida, muy cerca de la muerte y, sin embargo, sobrevivió.
—Tendré que contarle todo esto a mi madre. Debemos asegurarnos de que esta vez ha muerto de verdad, Hermes. —Quinto dio un paso con el caduceo en la mano—. Exacto, dale un toque con ese caduceo ardiente.
Anácrites abrió unos ojos como platos. Mientras Quinto se arrodillaba para tocar el «cadáver», un espeluznante grito de horror se elevó en el cielo de la Tripolitania.
Sonreí con resignación. Anácrites aún estaba vivo.
FIN