¡A los leones! (43 page)

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Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: ¡A los leones!
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—No.

—Calíopo siempre ha dicho que sí.

—No.

—Será mejor que me cuentes qué sucedió.

—Buxo le contó a Calíopo que Saturnino había intentado pedir prestado un león. Calíopo, por su parte, pensó en darle el cambiazo. A todos se nos indicó que nos retirásemos temprano y que no nos moviéramos de nuestras celdas.

—¡Apuesto a que todos echasteis un vistazo! ¿Qué sucedió esa noche, exactamente?

Idíbal, con una sonrisa, confesó:

—Buxo tenía que fingir que no había oído nada. Sobornado por Saturnino debía seguir acostado. Buxo y Calíopo se repartieron el dinero, según dicen. Saturnino, por su parte, envió a sus hombres, que sabían dónde encontrar la llave de acceso a la casa de fieras.

—¿Bajo el sombrero de Mercurio?

Idíbal enarcó las cejas.

—¿Cómo sabes eso?

—No importa. Los que venían a llevarse al león creyeron que tomaban prestado a Draco, la fiera salvaje, pero en su jaula se encontraron con Leónidas. Así, todo salió mal y el león resultó muerto. ¿Lo comprobaste después, cuando devolvieron el cuerpo muerto de la fiera?

—En absoluto. Lo oí cuando lo hacían, horas más tarde, cuando yo ya estaba en cama. De hecho, me despertaron. Los hombres de Saturnino eran torpes y hacían demasiado ruido. Si no hubiéramos sabido ya lo que sucedía, se habría dado la alarma. Al día siguiente, al saber que el león había muerto y que aquella gente se había dejado llevar por el pánico, entendimos su torpeza. En aquel momento, todos nos reímos en secreto de su ineptitud, dimos media vuelta y continuamos durmiendo.

—Supongo que Saturnino y su gente no tendrían mucho descanso —comenté.

—Calíopo pensó que Saturnino había matado a Leónidas deliberadamente, ¿verdad? —preguntó Idíbal.

—Casi seguro que no… Aunque supongo que no le importó mucho que los hechos sucedieran así. Su principal preocupación era qué le pasaría si corría la voz de que había preparado un espectáculo privado. Tenía que silenciar el asunto, sobre todo en vistas de que un pretor había resultado herido. Y Pomponio estaba muy malherido. De hecho, ha muerto.

—Entonces, ¿estás aquí para investigar el asunto oficialmente? —preguntó Idíbal con gesto preocupado. Sin duda se daba cuenta de que la muerte del ex pretor no pasaría desapercibida.

—Personas cercanas al pretor han apelado al emperador. Quieren una compensación. Quien sea declarado responsable podría enfrentarse a una severa pena económica. —Esto hizo que Idíbal torciera el gesto—. ¿Por qué Calíopo siguió acusándote más tarde? —añadí.

—Era una trama —respondió con un encogimiento de hombros.

—¿Cómo?

—En parte, para dar la impresión de que era un asunto interno, cuando insistías en meter las narices en el tema.

—Prueba otra excusa… y que sea mejor.

—También, para explicar a los demás por qué había permitido que mi tía me manumitiera.

—¿Y por qué accedió a esto?

Idíbal se agitó, molesto. O era un actor extraordinario, o la reacción era auténtica.

—Mi tía pagó una suma elevadísima. ¿Por qué accedería, si no?

Indiqué a un camarero que nos trajera más vino. Idíbal estuvo de acuerdo en tomar el primer trago; era evidente que creía necesitarlo. Cuando el camarero desapareció, pregunté en voz baja:

—¿Por qué no me dices la verdad de una vez por todas? Que Calíopo quería aumentar la escalada de la guerra con Saturnino y que te pidió que mataras a Rúmex.

—Sí, me lo pidió.

Me asombró que lo reconociese.

—Continúa.

—Me negué. No estoy loco.

Me incliné a creerle. Si hubiera aceptado el trabajo y hubiera llevado a cabo el asesinato del gladiador, Idíbal no me habría confesado ni siquiera que se lo habían propuesto.

—Alguien lo hizo…

—Yo, no.

—Tendrás que demostrarlo, Idíbal.

—¿Cómo? No tenía idea de que Rúmex hubiera muerto hasta que tú me lo has referido hace un instante. ¿Dices que fue la noche antes de que yo me marchara de Roma? Estuve en el establecimiento toda la tarde, hasta que llegó mi tía con la manumisión; inmediatamente, me encaminé con apremio a Ostia, en compañía de Mirra. A toda prisa —explicó con tono insistente—, por si había alguna reticencia por parte de Calíopo. Hasta que se presentó mi tía, yo hacía allí cosas normales, nada que llamara la atención. Me verían allí otras personas, pero todas trabajaban para Calíopo. Si ahora empiezas a remover las cosas y mi ex amo se entera de que yo trabajaba para mi padre, se pondrá hecho una furia; por consiguiente, nadie de su personal me proporcionará una coartada.

El pánico lo atenazaba, pero, como era inteligente, Idíbal empezó al instante a elaborar una defensa.

—¿Puedes demostrar que fui yo? Claro que no. No pudo verme nadie porque no fui yo quien lo mató. ¿Puede haber alguna otra prueba? ¿Qué arma se utilizó?

—Un puñal.

—¿Un cuchillo de caza?

—Debo decir que no, realmente.

—¿No lo tienes?

—Cuando vi el cadáver, faltaba el puñal. —Era posible que Saturnino lo hubiera hecho desaparecer, aunque no había razón alguna patente para hacerlo. Anácrites y yo lo habíamos interrogado y Saturnino nos había asegurado que el arma no aparecería nunca. No vimos ninguna razón para no creerle—. La opinión general es que el asesino se llevó el puñal.

—¿Alguna prueba más? —Idíbal iba animándose.

—No.

—Entonces, estoy libre de sospechas.

—No. Sigues siendo sospechoso. Estabas trabajando de incógnito y reconoces que lo hacías con la intención de causar problemas. Abandonaste Roma a toda prisa después del asesinato. Acabas de contarme que Calíopo, en efecto, te pidió que mataras a Rúmex. Desde luego, todo eso es más que suficiente como para qué te entregue a un juez instructor.

Idíbal hizo una profunda inspiración.

—Esto tiene mal aspecto —murmuró. Me gustó su franqueza—. ¿Vas a detenerme?

—Todavía no.

—Quiero hablar con mi padre.

—Me han comentado que esperan su llegada. ¿Para qué viene?

—Para una reunión.

—¿Con quién?

—Con Saturnino, principalmente.

—¿Sobre qué tema?

—Un mero intercambio de comentarios. Charlan y ya esta.

—¿Lo hacen con regularidad?

—No muy a menudo.

—¿Saturnino es muy sociable?

—Le gusta tener en marcha un montón de tratos con un montón de gente.

—¿Es capaz de mantener buenas relaciones con sus rivales?

—Es capaz de vivir con cualquiera.

—¿A diferencia de Calíopo?

—Exacto. Calíopo prefiere quedarse en un rincón y darle vueltas a las cosas en la cabeza.

—¡Si descubre quién eres, sus cavilaciones no serán muy apacibles!

—Se supone que no debe descubrirlo.

—Si hubieras sabido que Calíopo vendría…

—… no estaría aquí.

—¿Y ahora, qué?

—Cuando llegue el barco de mi padre, subiré a bordo a escondidas y no me dejaré ver hasta que zarpemos.

—¿De vuelta a Sabrata?

—Ahí es dónde vivimos.

—No te pases de listo conmigo. ¿Cuánto pagó tu tía para liberarte de la esclavitud?

—Desconozco la cantidad. Ella me dijo que había sido un precio muy alto y no la molesté pidiéndole explicaciones. Me sentía responsable.

—¿Por qué? ¿El plan había sido idea tuya?

—No. Todos estábamos en el ajo. Según el primer plan, yo debía asumir una identidad falsa, pero al final preferí que me compraran como es debido. Y no puedo ser un fugitivo, porque ello me convertiría en proscrito para el resto de mi vida.

—¿Por qué Calíopo te escogió a ti para matar a Rúmex?

—Fue una especie de soborno. Mi tía ya había acudido a verlo y Calíopo sabía que deseaba marcharme. Me dijo que, si mataba a Rúmex, quizá me concediera la manumisión. —Idíbal parecía algo apurado—. Tengo que reconocer que incluso mi tía opinaba que debía hacerlo. Está claro que eso le ahorraba un buen montón de dinero.

—¡Eso, dando por supuesto que no te cogieran! Mientras auditaba a Calíopo, una noche, os vi a ti y a Mirra en plena discusión. ¿Tenía algo que ver con lo de matar a Rúmex?

—Sí.

—Así pues, tu tía te pidió que hicieras lo que quería Calíopo y, según tu versión, te negaste a ello.

Idíbal intentó una protesta, pero al final se dio cuenta de que sólo estaba acosándolo como a una pieza de caza. Y la caza era una actividad que el joven conocía bien.

—Sí, me negué —reiteró con parsimonia, sin perder la frialdad.

—Luego, la encantadora tía Mirra accedió, a pesar de todo, a buscar el dinero y encontró tanto que Calíopo te liberó sin más. ¿Esta situación te ha creado problemas con la familia desde que volviste a casa?

—No. Mi tía y mi padre se han portado muy bien en este aspecto. Somos una familia unida y feliz. —Idíbal bajó la vista. De pronto, se sentía cohibido—. Ojalá no me hubiera metido nunca en todo esto.

—En algún momento te parecería una aventura brillante.

—Es cierto.

— ¿No te dabas cuenta de lo complicada y oscura que se haría una aventura de esa clase?

—Aciertas de nuevo.

El muchacho me caía muy bien. No sabía si podía fiarme de él pero no se le veía marrullero ni fingía indignación cuando le hacía preguntas directas. Y no había intentado escapar.

Por supuesto, salir huyendo no era el estilo de Idíbal. Habíamos determinado que prefería que pagasen su rescate. Sin duda, si alguna vez encontraba motivos y pruebas para conducirlo ante un magistrado, la familia unida y feliz se pondría en acción otra vez y lo sacaría del nuevo enredo, a base de dinero. Tuve la sensación implacable de que perdía el tiempo intentando seguir actuando contra aquellos tipos.

Le conté a Idíbal que me alojaba en casa del enviado especial que se encargaba de la medición de fincas. Aquello me envolvía en un acogedor halo de oficialidad. Dirigí una prolongada y severa mirada al joven y, a continuación, le hice la habitual advertencia maravillosa de que no abandonara la ciudad sin decírmelo.

Idíbal era lo bastante joven como para asegurarme de buena fe que no lo haría, por supuesto. Y era lo bastante inocente como para aparentar que lo decía en serio realmente.

LV

El aire era cálido y seco. Me dirigí a pie a la costa norte y subí al foro. Si en la Cirenaica los principales materiales de construcción tenían tonos rojizos, las ciudades de la Tripolitania las piedras eran doradas y grises. Leptis Magna estaba tan pegada a la costa que, cuando entré en el foro, aún podía oír a mi espalda el batir de las olas contra las dunas de arena, blancas y onduladas. El bullicio del foro debería sofocar el ruido del mar, pero el lugar estaba desierto.

El centro cívico dataría de los primerísimos tiempos del imperio, puesto que el templo principal estaba dedicado a Roma y a Augusto. El edificio se alzaba encajado entre los templos de Liber Pater y de Hércules, formando un conjunto anticuado y muy provinciano para ocupar un emplazamiento tan destacado. Aunque tal vez aquél no era el auténtico corazón de Leptis, el foro parecía haber sido ubicado en un lugar donde quienes conocieran la ciudad pudieran esquivarlo. Miré al otro lado de la plaza enlosada y contemplé la Basílica y la Curia. No pasaba nada. Para tratarse de uno de los mayores puertos comerciales del mundo, aquel lugar era un rincón soñoliento. A continuación, crucé el espacio abierto, bañado por el sol, y pregunté en la Basílica si tenía algún caso reciente en el que estuviese involucrado Saturnino. La respuesta fue que no. ¿Y Calíopo, de Oea? Tampoco. ¿Conocían allí a un agente judicial llamado Romano? De nuevo, una negativa.

El templo principal, que quedaba enfrente según se sale del foro, me resultó tranquilizador y familiar a un tiempo, con unas columnas jónicas lisas, aunque les habían añadido unos extraños ramitos florales entre las volutas. Avancé hasta el edificio y pregunté si había algún mensaje para mí. La respuesta fue que no. Dejé dicho dónde me alojaba, por si aparecían Scilla o Justino. También quería dejar un mensaje para otra persona, pero no allí precisamente.

Volví sobre mis pasos por la silenciosa callejuela entre templos y edificios públicos y tomé el camino de la ciudad. Allí había más animación. Caminé entre sombras, por el lado izquierdo del camino que hacía una ligera subida desde la costa, y avancé acompañado de varias mulas cargadas hasta los topes y de unos chiquillos revoltosos que empujaban unas carretillas con mercancías muy voluminosas. Tiendas cerradas y viviendas modestas bordeaban las calles, que se extendían en una cuadrícula bastante proporcionada. Cuanto más caminaba, más actividad encontré por las calles. Finalmente llegué al teatro y, en sus proximidades, la zona de mercado donde, por fin, reinaba el bullicio que había esperado encontrar en una de las grandes ciudades de los emporios.

El mercado central de abastos tenía dos elegantes pabellones llenos a rebosar, uno redondo, en forma de tambor con arcos, el otro octogonal con una columnata corintia, construidos probablemente por diferentes benefactores con conceptos diferentes del urbanismo. Sin embargo, en una pedante inscripción, un tal Tapepio Rufo reclamaba la responsabilidad del edificio entero. Quizá se había peleado con su arquitecto, antes de acabar el trabajo.

Bajo los toldos de los quioscos se llevaba a cabo toda clase de ventas sobre mesas de piedra planas; el comercio principal era la venta de productos domésticos. Guisantes, lentejas y demás legumbres apilados en grandes montones; higos y dátiles expuestos en los puestos de fruta y en otros tenderetes, al alcance de la mano, tentadores, almendras y pasteles, pescado y cereales. No era época de uva, pero encontré hojas de parra; las había ya rellenas o solas, en salmuera, para llevar a casa y rellenarlas como uno quisiera. Los carniceros, que se anunciaban con toscos dibujos de vacas, cerdos, camellos y cabras, afilaban los cuchillos en un banco de patas de león en la esquina donde se levantaba el edificio de pesas y medidas, mientras los inspectores estiraban el cuello para seguir una disputada partida de damas que tenía lugar en el suelo.

A dos calles de distancia, otro millonario de Leptis había construido un recinto comercial dedicado a la Venus de Calcis, donde parecía que negociadores perversos, desdentados y de piel coriácea que no tenían tiempo para comer ni gusto por el afeitado, organizaban grandes contratos de exportación. Sin duda, aquella era la lonja de los grandes negocios: aceite de oliva, salazones de pescado, alfarería y animales salvajes, más los productos exóticos que llegaban de los nómadas: pesados fardos de marfiles, esclavos negros, gemas, aves y otros animales salvajes.

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