¡A los leones! (41 page)

Read ¡A los leones! Online

Authors: Lindsey Davis

Tags: #Historico, Intriga

BOOK: ¡A los leones!
6.02Mb size Format: txt, pdf, ePub

La última vez que la vi fue en Roma. Para ser exacto, en el patio de entrenamiento del establecimiento de Calíopo en la calle de los Portuenses. En aquella ocasión, también estaba en plena discusión con un atractivo muchacho que yo había tomado por su amante. Pero la hermana de Hanno debía de ser también la mujer que poco después pagó a Calíopo por la liberación de ese gladiador; el joven bestiario de Sabrata al que Calíopo había acusado de la muerte de Leónidas.

Me volví hacia el esclavo.

—El sobrino de que Mirra habla… ¿como se llama?

—Idíbal —me respondió, mientras la mujer de la que en una ocasión me había negado a creer que fuese la tía de Idíbal seguía mirándome y sonreía.

—¿Y es hijo de Hanno?

—Sí, claro.

Comenté que, en vista de que su padre había tenido tantos detalles amables conmigo, me encantaría conocer en alguna ocasión al hijo de Hanno, y su tía respondió por su despreocupado intérprete que si navegábamos a Leptis con ella tendríamos ocasión de hacerlo, porque Idíbal ya se había encaminado hacia allí para reunirse con su padre.

LII

El barco de Mirra era una nave de transporte tan grande como antigua que, según nos enteramos, fue utilizada tiempo atrás para el traslado de animales salvajes a Roma. Igual que su hermano y, a veces, en sociedad con él, Mirra participaba en la exportación de animales para el anfiteatro… Pero, según ella misma, no era más que una tímida provinciana que nunca dejaba Sabrata. Debido a la barrera del idioma, las conversaciones entre nosotros eran escasas y, en una ocasión en que casualmente teníamos a mano al intérprete, le pregunté si el circo era una ocupación familiar y si su sobrino también ayudaba a Hanno en el negocio de los animales salvajes.

Su respuesta fue afirmativa. Idíbal tenía veintitantos años, era un gran cazador y trabajaba en el negocio familiar.

—Entonces, ¿no pensáis enviarlo a Roma para que se pula? —inquirí con una sonrisa.

Su tía Mirra mintió rotundamente y dijo que no; que Idíbal era un chico casero, a lo que todos sonreímos y comentamos lo maravilloso que resultaba que, en nuestros agitados días, un joven estuviera satisfecho con su herencia.

Todo resultaba sumamente amistoso, aunque temí que no durase mucho. Al llegar a Leptis, Mirra empezaría a hablar con Hanno e Idíbal, y todos descubrirían mi calidad de agente censal y caerían en la cuenta de que yo sabía que Idíbal había trabajado para Calíopo. La única explicación posible era que lo hubieran infiltrado de incógnito en el establecimiento de su rival… y que estuviera allí para causar problemas. Una vez que hubiera charlado con ellos, la poderosa familia comprendería que yo conocía más de lo que les gustaría a ellos haber revelado acerca de sus actividades comerciales secretas. Probablemente Mirra se enfurecería y Hanno, pensé, resultaría sumamente peligroso.

Decidí relajarme mientras navegábamos a bordo de la nave de Mirra. Cuando desembarcáramos, volvería a moverme libremente y por mi cuenta. Al zarpar de Sabrata obligué a Famia a que me prometiera que, tan pronto se cansara de comprar caballos, volvería a Leptis a recogernos. De todos modos, aunque no apareciese, una vez que yo hubiera resuelto el asunto que Scilla me había encargado, Helena y yo estaríamos en condiciones de pagarnos nuestro pasaje de vuelta a casa.

La resolución del encargo de Scilla había adquirido de pronto una nueva dimensión. Era preciso tener en cuenta la influencia de Hanno (sobre todo si, como había dicho Calíopo, Idíbal estaba involucrado en lo que había sucedido a Leónidas), pero, en cualquier caso, me consideré capaz de manejar la situación.

Partí de la base de que Calíopo no supo en ningún momento que Idíbal era hijo de uno de sus rivales. De lo contrario, Idíbal no habría salido vivo del establecimiento del lanista. En vista de lo sucedido, empecé a sospechar que el joven quizás hubiera sido enviado a Roma por su familia con el objeto concreto de fomentar una guerra entre Calíopo y Saturnino. Un enfrentamiento público entre los dos les crearía una mala reputación y, cuando se invitara a presentar ofertas para abastecer el nuevo anfiteatro, Hanno tendría ocasión de quedarse con el grueso de las licitaciones. Aunque Pomponio Urtica hubiera seguido con vida y hubiera estado dispuesto a respaldar a Saturnino con su patrocinio especial, la guerra de artimañas lo habría disuadido. Pomponio no habría estado dispuesto a manchar su propia reputación relacionándose con tales sucesos.

Enviar a su hijo a causar provocaciones habría sido un buen plan por parte de Hanno, aunque para Idíbal en persona habría resultado arriesgado. Además de tener que participar en las cacerías bufas de las
venationes
, ser descubierto lo dejaría a merced de Calíopo. Y una vez firmado el contrato, estaba atado de pies y manos, atrapado de por vida a menos que alguien pagara su rescate. Tan pronto como hubiera provocado suficientes celos entre los dos rivales (suscitando incidentes como la fuga del leopardo o el envenenamiento del avestruz, si no algo peor) su padre querría sacarlo de allí lo antes posible. Pero, en teoría, tal cosa no tenía ni pies ni cabeza.

Idíbal habría podido escapar, sin más. Se habría podido arreglar, con ayuda del exterior. Anácrites y yo habíamos demostrado que su tía, en Roma, llevaba con ella dinero y un esclavo, por lo menos (el mismo que ahora le servía de intérprete, supuse), además de tener una embarcación rapidísima preparada en la costa. Pero dado que Idíbal se había hecho gladiador, también era un esclavo. Ésta era una situación legal a la que uno podía acceder; pero de la cual, después, no podía aspirar a salir. Solamente Calíopo podía liberarlo. Si huía, Idíbal sería un proscrito toda su vida.

Su tía debía de resultarle desconocida a Calíopo (ella misma me había dicho que no era amante de los viajes), mientras que a Hanno, sin duda, lo conocería perfectamente. Así pues, Mirra se había ofrecido para ir a Roma a ayudar al joven. La cuestión, sobre todo a la vista de que, sin duda, tendría que pagar un ojo de la cara por aquella liberación tan poco ortodoxa, era cuánto creía su familia que Idíbal había conseguido hasta el momento.

Yo no tenía la menor duda de que Hanno deseaba que los otros dos lanistas se hicieran trizas mutuamente mientras él observaba desde la barrera y terminaba apoderándose de sus restos. Así pues, contra todo lo que cabía esperar, mi viaje forzoso a Sabrata me había proporcionado una buena pista. Fuera lo que fuese lo sucedido en Roma el invierno anterior, deduje que la maniobra de agitación de Hanno explicaba en parte cómo había estallado todo.

Aquello me decidió a interrogar al joven Idíbal.

LIII

Por la seguridad de mi familia, decidí que debía esconder a Mirra y distanciarme de Hanno lo antes posible. La ocasión de hacerlo se presentó inesperadamente; una fuerte marejada nos obligó a buscar refugio en el puerto de Oea y a esperar allí medio día.

Aquel retraso me proporcionaba la posibilidad de ver a Calíopo. Me dirigí a toda prisa a la ciudad y, tras horas de búsqueda, encontré su casa, pero allí me dijeron que también andaba lejos. Los exportadores de fieras tripolitanos pasaban mucho tiempo de viaje, al parecer.

—Un romano llevó al amo bordeando la costa por motivo de un negocio —explicó un esclavo.

—¿Está la dueña? Se llama Artemisa, ¿verdad?

—Ha ido con él.

—¿Dónde han ido?

—A Leptis.

Magnífico. Scilla me pagaba para que le concertara citas con Calíopo y con Saturnino. Esperábamos tratar con cada uno por separado, pero Calíopo me facilitaba las cosas por propia iniciativa. Si estaba en Leptis, trataríamos con ambos a la vez. Ojalá todos los trabajos fueran tan fáciles. (Por otra parte, si Scilla se encontraba con ellos en Leptis antes de que yo llegara, lo más seguro es que me quedara sin cobrar.)

—¿Quién es ese hombre con el que se ha marchado tu amo?

—No lo sé.

—Tendrá un nombre, digo yo.

—Romano.

De acuerdo. No había sacado nada más en claro, salvo sentirme más irritado.

—¿Qué dijo?

—El antiguo socio de mi amo tiene que responder de una acusación ante un tribunal; mi amo va a declarar.

Aquello resultaba sospechosamente parecido a lo que yo tenía que arreglar. Cruzó por mi mente la idea aventurada de que «Romano» podía ser la propia Scilla, disfrazada de hombre. Valor no le faltaba para ello, desde luego, pero también le gustaba declararse una mujer respetable.

—¿Cómo, Calíopo también está acusado?

—Sólo es testigo. —Claro que podía tratarse de una treta para conducirlo allí.

—¿De la acusación o de la defensa?

El esclavo torció el gesto malhumorado.

—¡De la acusación, claro! Se detestan mutuamente. De lo contrario, mi amo no habría ido bajo ningún pretexto.

«Qué maravilloso escenario», me dije. Si buscaba una manera de reunir a los dos hombres, aquella era la trama perfecta: decirle a Calíopo que podía ayudarle a condenar en juicio a Saturnino. Ojalá se me hubiera ocurrido a mí.

Entonces, ¿a quién? ¿Quién era aquel personaje misterioso de las citaciones y cuál era su interés, si tenía alguno?

Volví al pueblo. Ya había oscurecido. El viento que nos había empujado a la costa acariciaba mi rostro, fresco, pero ya empezaba a amainar. Necesitaba reflexionar sobre mi repentina sensación de incertidumbre. El puerto tenía un malecón largo y atractivo; di un paseo por él. En dirección contraria, acercándose a mí, apareció un hombre con evidente porte de romano. Igual que yo, paseaba pensativo y ocioso junto al mar con aire concentrado.

No había nadie más en las inmediaciones. Los dos estábamos en condiciones de saber que nuestros pensamientos privados no nos conducían a ninguna parte. Los dos nos detuvimos. Él me miró. Yo lo miré. Tenía un porte erguido, un leve exceso de carnes, un corte de pelo severo, un afeitado apurado y un aire de soldado, curtido en cien batallas aunque con demasiados años fuera de acción como para ser profesional de la milicia.

—Buenas tardes —me saludó.

Hablaba con inconfundible acento de la basílica Julia. Por el mero saludo comprendí que era un hombre libre, patricio, educado con tutores, con formación militar, protegido imperial y el porte de una estatua. La riqueza, los antepasados y la confianza en sí mismo propia de un senador se manifestaban en él claramente.

—Buenas tardes, señor. —Hice un discreto saludo legionario.

Éramos dos romanos lejos de nuestra ciudad; el protocolo nos permitía aprovechar aquella oportunidad de intercambiar noticias de casa.

Eran de rigor las presentaciones.

—Díscúlpeme, señor. Parece usted el proverbial «uno de nosotros»… ¿Su nombre no será Romano, por casualidad?

—Soy Rutilio Gálico. —Parecía alarmado. Debía tener cuidado; los títulos son una cuestión delicada. Acababa de acusar a un patricio de clase alta de ser una rata de alcantarilla con un único nombre. Con todo, el patricio había salido a pasear por un puerto sin sus escoltas o sus lacayos. Siempre podía alegar que él se lo había buscado.

—Yo, Didio Falco —respondí. Acto seguido, me apresuré a confirmarle que sabía reconocer en él a un hombre de alto rango—. ¿Está usted relacionado con el gobernador provincial de algún modo, señor?

—Tengo el rango de enviado especial. Superviso los límites entre los territorios —añadió con una sonrisa, como si estuviera impaciente por deslumbrarme—. He oído hablar de ti. —El corazón me dio un vuelco—. Tengo un mensaje de Vespasiano. Se trata, evidentemente, de un asunto de gran importancia nacional; si te encontraba aquí, Didio Falco, debía darte instrucciones de regresar a Roma para una entrevista acerca de los gansos sagrados.

Cuando acabé de reírme, tuve que explicarle punto por punto para que entendiera el lío administrativo en que me había visto involucrado. Lo encajó bien. Era un administrador sensato, práctico, y eso debía de haber motivado que algún funcionario vengativo lo hubiese enviado allí con la ridícula misión de separar a los rebeldes terratenientes de Leptis y Oea.

—Acabo de estar en Oea para recibir a representantes de los dirigentes de la ciudad —bajó la voz—. Es inútil. Tengo que marcharme de aquí muy deprisa, mañana mismo, antes de que se den cuenta de que me inclino a favor de Leptis. Proyecto anunciar mi dictamen en Leptis, donde los ganadores, felices, se asegurarán de que no me sucede nada.

—¿Qué se discute?

—Las ciudades se alzaron en armas durante la guerra civil. Nada que ver con el ascenso al trono de Vespasiano; simplemente, aprovecharon el caos general para librar su batalla privada por el territorio. Oea pidió ayuda a los garamantes y Leptis sufrió un asedio. No hay duda de que Oea provocó el problema y, cuando trace las nuevas lindes oficiales, se llevará la peor parte.

—¿Leptis sacará provecho?

—Tiene que ser una ciudad o la otra y Leptis tiene el derecho moral.

—¡Es hora de huir de Oea! —asentí—. ¿Cómo lo hará, señor?

—Con mi barco —respondió Rutilio Gálico—. Si te diriges a Leptis, puedo llevarte.

Raramente uno encuentra un funcionario que sirve para algo. Algunos incluso colaboran sin tener que untarles la mano por anticipado.

Conseguí sacar a mi grupo, con el equipaje, del viejo barco de Mirra mientras ésta y su gente disfrutaba de una buena cena. Cuando todo estuvo dispuesto, le dije al intérprete que me había encontrado con un funcionario al que conocía y que me había detenido a charlar con él. Rutilio Gálico tenía un barco rápido que no tardaría en dejar atrás el casco pesado y abollado de la nave de Mirra. Y, para ponernos las cosas más fáciles, el intrépido capitán de ese barco izaría el ancla y zarparía durante la noche.

—Yo sé bien por qué escapo. ¿Qué prisa tienes tú, Falco? —me preguntó Rutilio con curiosidad. Le conté algunas cosas de la guerra que se llevaban entre manos los lanistas. El captó el meollo del asunto inmediatamente—. Una lucha por la hegemonía. Todo esto sucede en paralelo a los problemas que he venido a resolver… —Rutilio se disponía a dar una conferencia. Y no era que me molestara la idea. Me hallaba en el mar y me había concentrado en evitar el mareo. Por mí, podía hablar toda la noche, mientras me mantuviera distraído. Estábamos en cubierta, recibiendo el viento suave de la brisa marina inclinados sobre la borda—. Ninguna de las tres ciudades tiene acceso a una tierra fértil suficiente. Ocupan esta franja costera, con una montaña alta que las protege del desierto. El clima es bueno… en fin, mucho mejor que el del árido interior, pero se encuentran encajados entre las montañas y el mar, más las zonas que puedan irrigar en el interior.

Other books

Rumple What? by Nancy Springer
Pure Lust Vol. 3 by Parker, M. S., Wild, Cassie
Beyond the Hanging Wall by Sara Douglass
Yo Acuso by Emile Zola
Finding Chase (Chasing Nikki) by Weatherford, Lacey