A por el oro (33 page)

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Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

BOOK: A por el oro
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—De acuerdo.

Kate se guardó el móvil y abrazó a Sophie.

—¿Estás bien? —le preguntó.

Sophie parecía hinchada de tanto dormir. Se soltó de su abrazo y la miró como si estuviera intentando ubicarla en la taxonomía general de las especies.

—Disculpa —dijo con voz ronca—, pero ¿en qué planeta estamos?

—Es la hora del desayuno en el planeta Tierra. ¿Rice Krispies o un plátano cortado a rodajitas?

—Rice Krispies. ¿Estás con el Imperio o con los rebeldes?

—Con los rebeldes. ¿Zumo o chocolate caliente?

—Zumo. ¿Dónde está papá?

—Entrenando.

Sophie gruñó y se sentó en la mesa de la cocina con la cabeza entre las manos.

—¿Te encuentras bien, cariño?

—Sí.

—¿Seguro?

Sophie se hizo un ovillo, con las rodillas en la barbilla, y miró por la ventana de la cocina sin responder.

Kate sintió un pinchazo en el pecho. Abrazó con fuerza a Sophie, notando lo poco que pesaba. Parecía que día tras día había menos y menos de ella. Cerró los ojos y aspiró el aroma de su hija.

Kate se prendó de Sophie desde aquella primera semana en el hospital. Se sintió cautivada por completo, la adoró desde el momento en que la vio por primera vez en la incubadora. Resultaba evidente para ella que alguien tan pequeñito no podía sobrevivir solo. Después de pasar semanas junto al bebé en el hospital, notando cómo se aceleraba su corazón cada vez que aquel cuerpecito tan extrañamente quieto movía un brazo o abría un ojo, empezó a sentirla como suya. Había asumido de un modo natural la tarea de ocuparse de ella, de meter las manos en la incubadora para ajustarle los tubos, o de asearla con cuidado con un trapito húmedo y templado.

Fue la que más tiempo dedicó a cuidar a Sophie. Jack no tenía problemas en hacer sus turnos, pero a Kate le costaba alejarse del bebé cuando le tocaba ir a entrenar. Siempre consideraba que podía hacer algo más. Cuanto más tiempo pasaba con la pequeña, más se ajustaba a sus sutiles ritmos de sueño y alimentación, y más aprendía a trabajar con esos ritmos para cuidarla y darle salud.

Cuando se la llevaron a casa, Kate y Jack reafirmaron su compromiso de compartir de modo equitativo el cuidado de la chiquitina, pero cada vez que Kate veía los intentos torpones de su marido por ocuparse de ella, encontraba un nuevo motivo para quedarse y ayudar. Podía llevar a cabo cualquier tarea de esa nueva rutina, excepto coger su mochila y alejarse de su hija, aunque fuese por el breve lapso de cinco horas.

Al final, Jack terminó entrenando mucho más que ella. Un mes antes de los Juegos de Atenas, Jack se había ganado su plaza en el equipo, en tanto que Kate perdió en las rondas de clasificación. Recibió esa circunstancia como un golpe que enterró bajo la rutina de cuidar de la niña. Después vino la doble decepción, cuando el pediatra les dijo que el sistema inmunitario de Sophie estaba aún poco desarrollado y no le convenía viajar. Era algo natural en los bebés prematuros. «Nada que el tiempo no se encargue de arreglar convenientemente», dijo el médico, pero mientras, Kate tendría que ver las Olimpíadas por la tele.

Hizo un trato con Jack, cuando llegaron los billetes de avión de este y la realidad de verse excluida empezó por fin a dolerle. Después de Atenas, harían turnos equitativos para cuidar de Sophie, y ambos participarían en los Juegos de Beijing. Ese fue su acuerdo.

Al final, quedarse fuera no fue tan duro como había imaginado. Jack y ella siempre habían planeado tener hijos algún día, a la conclusión de sus respectivas carreras en la pista. Si se permitía pensar en lo sucedido como en un accidente corriente —como si se le hubiese olvidado tomar la píldora—, resultaba más sencillo de asimilar. Se decía que Sophie no era distinta a uno de cada tres niños: no planificado, pero deseado. Se sentía feliz con los éxitos de Zoe, y al día siguiente no experimentó nada más allá de la alegría mientras veía a Jack ganar el oro. Y después, cuando Jack pidió su mano desde el escalón más alto del podio, gritó un fuerte «¡Sí!» en mitad del salón, a tres mil kilómetros de distancia, sola con Sophie ante su pequeño televisor. A los veinte minutos tenía una docena de fotógrafos a su puerta, y un equipo de televisión le permitió hablar con Jack en directo.

—Sí —repitió, en tono más bajo esta vez—. Sí, quiero.

Sophie sonrió entre sus brazos, en la puerta de su casa, y esa fue la foto de portada de todos los periódicos al día siguiente. Alguien envolvió a madre e hija en una bandera nacional antes de sacar la instantánea.

Después de Atenas, a Jack le ofrecieron un contrato de patrocinio. En Nike fueron muy generosos, de modo que podrían haberse mudado a una casa más espaciosa en un sitio tranquilo y bonito, como las urbanizaciones del sur, pero decidieron no dejar esa calle normal cerca del velódromo. Preferían seguir en el mundo real. Llenaron su pequeño patio con un tractor de plástico, un cajón de arena y una camita elástica. Celebraron el primer cumpleaños de Sophie en marzo de 2005, no en la fecha de su nacimiento sino en el aniversario del día en que la trajeron a casa del hospital. El padre de Jack se emborrachó, se quitó la mascarilla de oxígeno de la que ya dependía para vivir, y confesó a Kate entre jadeos: «Para serte sincero, ahora que eres de la familia, es mejor que dejes todas esas tonterías de la bici. El único motivo por el que el ciclismo femenino sale en los periódicos es para veros el contorno de las tetas con esos trajes de licra, y no nos hace gracia que traten así a la madre de nuestra nieta».

Kate se rio, y le agradó oír de labios de Robert que era la madre de Sophie, pero al día siguiente se dio un palizón de doscientos veinticinco kilómetros. Dejó a la niña al cuidado de Jack y salió antes del amanecer en su bici de entrenamiento. Giró a la derecha al final de Barrington Street, recorrió ciento doce kilómetros hasta Colwyn Bay, se compró una bolsa de patatas fritas y se las comió mientras miraba el mar de Irlanda. Era la única persona en el paseo marítimo, bajo la lluvia. Después, regresó a casa a toda pastilla. Se dio una ducha, preparó el té de Sophie, vio cómo los padres de Jack subían al autobús que los llevaría de vuelta a Edimburgo y luego llamó a Tom para decirle que estaba lista para reanudar los entrenamientos.

Tom y Dave los ayudaron a dividir cada nuevo día en cuatro tandas de cuatro horas cada una: de seis a diez, de diez a dos, de dos a seis y de seis a diez. Tanto él como ella efectuaban dos bloques de entrenamiento y dos bloques de cuidado de la niña. Luego, dormían seis horas, se despertaban y comenzaban de nuevo, así todos los días durante tres meses, sin discusión.

Cuando el padre de Jack falleció, la rutina se rompió durante una semana. En el cementerio, permanecieron cogidos de la mano bajo un paraguas, contemplando cómo bajaban el ataúd. Un arreglo de claveles blancos decía «PAPÁ». Los empleados de la funeraria lo quitaron de la tapa del ataúd y lo dejaron sobre la hierba artificial, donde fue empapándose de lluvia. Kate se preguntó si se suponía que tenían que llevárselo a Manchester con ellos. No había ninguna posibilidad de combinar las letras para formar otra palabra, y no tenía ninguna utilidad en tiempos de paz. ¿Quizá deberían descomponerlo y quitar los claveles uno a uno para ponerlos en un jarrón? ¿O se suponía que había que dejar el arreglo intacto, en la repisa de la ventana de la cocina, hasta que llegase el momento en que se pudiera tirar a la basura dignamente? Cuando murió el padre de Kate, a ella no se le ocurrió deletrear nada con flores, y ahora se preguntaba si eso significaba que lo quería demasiado, o lo contrario, que no lo quería lo suficiente.

Apretó la mano de Jack y le susurró:

—¿Cómo te sientes?

—No lo sé. Pregúntame después de Beijing.

—Para eso faltan aún tres años…

—Tres años y dos meses —especificó su marido tras sorberse la nariz—. Ya hablaremos de ello cuando los dos tengamos unas medallas de oro colgadas al cuello.

Entrenaron a tope hasta alcanzar un impulso imparable. El frigorífico estaba repleto de bebidas isotónicas y
tupperwares
con comida infantil. La rutina era constante. El plato de la ducha nunca estaba seco: cuidar de la niña, entrenamiento, ducha, cuidar de la niña, entrenamiento, ducha; dormir; repetir. El domingo era el día de recuperación. Lavaban sus ropas de licra y congelaban salsa de tomate en bolsitas a propósito, con etiquetas para los días de la semana.

Regresó a las pistas en los Campeonatos Nacionales Británicos, en el otoño de 2005. La logística resultó más complicada que la competición en sí misma. Jack y ella tuvieron que cuadrar sus calentamientos, períodos de enfriamiento, hidratación, nutrición, finales y ceremonias de entrega de medallas con los horarios de Sophie. El personal de la Federación Británica de Ciclismo se portó de maravilla. Una chica se quedó cuidando de la pequeña el último día, cuando la competición llegó a su punto culminante. Paseaba por el área técnica del velódromo con Sophie en brazos. A Kate le hizo mucha gracia, y contó a los reporteros que su hija era el único bebé del Reino Unido con entrenador personal. Dio un beso a Jack. Era completamente feliz.

Kate ganó la persecución individual, los 500 metros contrarreloj y la velocidad. Se impuso a Zoe en las finales de todas esas disciplinas. Jack también venció en todas sus pruebas, pero al día siguiente fue Kate quien copó las portadas de los periódicos: «El regreso de oro de Kate» era el titular común, con su foto en el podio, un ramo de flores en un brazo y Sophie en el otro. La pequeña parpadeaba ante los
flashes
de las cámaras como un murciélago al que hubieran despertado de su sueño. Se empeñó en coger las medallas de mamá, quien acabó por ponérselas al cuello a la niña. La alegre sonrisa de Sophie encandiló a las cámaras. Kate se convirtió en el rostro de Mothercare. Pudieron pagar la hipoteca de la casa y alquilar para la madre de Jack un bonito chalé nuevo en su pueblo, donde insistió en quedarse.

A medida que Sophie crecía, Tom adaptaba los bloques de entrenamiento de Kate a los horarios de la guardería de la pequeña. La primera palabra que articuló con claridad fue: «¡Adiós!».

Tardó en empezar a hablar, pero no le dieron mucha importancia. Era feliz y hermosa. Lo segundo que dijo fue «
mátenando
», es decir: «Mamá está entrenando». Dormía en su cama, entre los dos. A Kate le encantaba que estuvieran los tres bajo el cálido edredón, con los ojos de Sophie moviéndose bajo sus párpados cerrados. No había podido darle el pecho, pero sentía que podía alimentar a su hija con sueño. Durante el día la ayudaba a poner en fila sus peluches. Sophie los regañaba, imitando a Tom. Les decía: «¡Igre, no-tenes-tanto!», que significaba: «¡Tigre, no entrenes tanto!».

En 2006, Kate y Jack arrasaron en los Campeonatos del Mundo. En 2007, cuando cumplió los tres años, Sophie continuaba siendo más pequeña de lo que debería. Kate marcaba sus medidas en las tablas de altura y peso: la niña se estaba hundiendo en las proporciones. A Kate le preocupaba el tema, pero Jack decía: «¿Sabes cuál es el problema? ¡Que la niña es medio inglesa!». Todavía bromeaban con aquello a finales de aquel año. Era fácil: seguían ganando.

Manchester estaba bien, y decidieron quedarse allí. Los niños de la guardería venían a casa para jugar, y Kate hacía sus estiramientos mientras ellos daban volteretas. A Sophie le gustaba jugar con los chicos: peleaba y daba patadas, y solía ganar. Kate y Jack preferirían haber pasado sin las toses y los resfriados que traían los niños consigo, pero era agradable tener aquel torrente de visitas de pequeñajos. Sophie era la única de la familia que disfrutaba de vida social.

Cuando sopló las velas de su cuarta tarta de cumpleaños, pesaba lo mismo que el año anterior. Estaba más alta, pero se le podían contar todas las costillas. Lo mismo ocurría con las de Kate, y eso era el resultado de una maternidad sana, le aseguraba Jack. Convinieron en que las curvas con las medias de altura y peso incluían un montón de niños que comían demasiadas patatas fritas. Eso convertía su gordura en algo preocupante, pero la delgadez de Sophie no lo era.

Por otra parte, casi no tenían tiempo para hablar de ello. Apenas coincidían durante cinco minutos entre sus bloques de entrenamiento, y solo al final de la jornada charlaban un poco, si conseguían mantener los ojos abiertos. El despertador sonaba cada mañana a las seis, y Sophie saltaba sobre ellos, ya vestida con sus vaqueros, su camiseta y su gorra de béisbol. Les hacía cosquillas hasta que ya no podían seguir fingiendo que dormían, y gritaba: «¡Mami! ¡Papi! ¡Hora de CORRER!».

Tom volvió a apretar a Kate en los entrenamientos con el fin de darle el empujón final para Beijing. En los duelos mano a mano, en dos de cada tres ocasiones derrotaba a Zoe. Unas veces la vencía por una rueda de ventaja, y otras, por escasos milímetros. Trabajaba con una intensidad tan peligrosa que podía caer enferma. Tom controlaba cada sesión de entrenamiento y comprobaba sus hemogramas para mantenerla en el lado bueno del sobreesfuerzo. Los fisios la visitaban en su casa para trabajar con sus dolores. Un nutricionista planificaba sus comidas. La Federación Británica de Ciclismo pagaba a una persona que se ocupaba de lavar la ropa y limpiar la casa. Ningún deportista británico había tenido nunca el control y el apoyo que Kate y Jack recibieron en su preparación para Beijing. Ella se entregó al máximo. Empezó a imponerse a Zoe en tres de cada cuatro carreras. Llegó al límite de lo humanamente posible y cuando ya todo el trabajo duro estuvo hecho, volaron a China para cumplir con el trámite de recoger sus medallas. Zoe había viajado un mes antes; aspiraba con realismo a la plata en velocidad y persecución individual, pero pensó que una semana extra de entrenamiento en la humedad de Beijing podría devolverle algo de ventaja. Kate y Jack volaron lo más tarde que pudieron, puesto que ahora su programa familiar era más difícil de adaptar a un nuevo escenario. Remataron su entrenamiento con una última explosión sobrehumana en Manchester y luego viajaron a Beijing para relajarse y recuperar fuerzas antes de la competición.

El vuelo duró once horas. La tripulación los trató como si fueran estrellas de rock. Sophie estaba acatarrada, así que Kate y Jack se sentaron con las cabezas apartadas de la pequeña y respiraron despacito, como si así los gérmenes no pudieran encontrar el camino hasta sus pulmones. La peque iba entre los dos, viendo dibujos animados. Kate miró a Jack por encima de la cabeza de su hija. Hacía meses que no pasaba tanto tiempo despierta con su marido, y se fijó en que ahora era aún más guapo que cuando se conocieron. Estaba más fuerte, con la musculatura reducida al mínimo necesario para alcanzar su propósito. Tranquilo y silencioso, se cubría con una capucha azul celeste. Empezaba a tener canas en las sienes. Jack le sonrió, y sintió un escalofrío. Estiró el brazo y le cogió la mano.

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