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Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

A por el oro (42 page)

BOOK: A por el oro
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Aquí, el silencio y la tranquilidad lo desestabilizaron. Las enfermeras se marcharon por el momento, dejándolo a solas con su hija. Los monitores estaban conectados en modo silencio. Formuló la pregunta con los ojos, pero la respiración de Sophie era tan leve que no encontró respuesta en el movimiento de su pecho, cuyas subidas y bajadas eran el único péndulo, sin el cual aquella estancia habría sido una habitación fuera del tiempo. Cogió la mano de su hija. A través del panel de cristal de la puerta podía ver cómo la gente se movía por el pasillo, llegaba a su turno y se quejaba por los horarios de visita, oscilando según sus frecuencias naturales.

—¿Sophie? —susurró.

Acarició la cara de la pequeña. Había una quietud en ella que iba más allá de la simple ausencia de movimiento. Aquello era lo que más lo asustaba. El rostro se parecía al de Sophie, pero la anestesia había congelado hasta los ecos de carácter que mostraba su carita durante el sueño. Eran los rasgos de la niña, sí, fielmente reproducidos en su aspecto superficial, pero desligados de su espíritu animado. «Muy logrado, como si estuviera viva», fue la frase que se abrió camino en su mente. Intentó desecharla, borrarla de su pensamiento, pero eso era algo que no se podía hacer.

El ambiente estaba neutralizado para controlar la humedad, y la temperatura se mantenía a 19,5 grados. Era un aire reciclado procedente de conductos con gruesas bocas de acero inoxidable y que olía a las tragedias de otra gente. Jack cerró los ojos y rezó.

«Por favor, no te la lleves», musitó.

Esperó. Después, cuando no hubo respuesta ni en las vocalizaciones de su mente ni en la presión neutra de la mano de la pequeña en la suya, y dado que los rasgos de su hija seguían tan inmóviles como un charco dejado por la marea, dijo: «Si permites que Sophie salga de esta, en adelante viviré solo para ella. Colgaré la bici. Haré que su vida sea mi único oro».

Ese era el trato que estaba intentando hacer con el universo. Tenía treinta y dos años. Fue consciente de que aquel momento, con la mano de Sophie entre la suya en ese cuartito, había estado con él desde el principio. Lo acompañó, carcomiendo sus conversaciones, mientras estaba en calzoncillos y el sastre le tomaba las medidas para acudir a la cita de sus primeras Olimpíadas en Atenas. Estuvo junto a él, creciendo en definición en su imaginación, mientras tenía la cabeza hundida entre las manos en el hotel de Beijing.

Siempre había estado en esta habitación.

Abrió los ojos, con la esperanza de ver algún movimiento, pero la niña continuaba completamente inerte.

Centro Nacional de Ciclismo, Stuart Street, Manchester, 13:17

El entrenador subió a la sala de control con los tres jueces para ver la imagen de la cámara de foto-finish. Los jueces se apiñaron alrededor de la pantalla mientras el técnico de la sala descargaba la foto. Tom no se sentía preparado para mirar. Se sentó en el otro extremo de la pequeña estancia y miró hacia la pista a través de los ventanales de cristal de seguridad. Los focos estaban apagados y Zoe y Kate, cogidas del brazo, caminaban en la penumbra sobre la pista, con las zapatillas deportivas y los calcetines quitados, enfriando músculos. Mientras las observaba, ellas miraron a su vez hacia la sala de control. Las saludó agitando el brazo, pero no podían verlo. Los cristales de aquellos ventanales estaban tintados.

Llamó a Jack y saltó el contestador. Se disponía a dejar un mensaje cuando el técnico anunció que ya se podía ver la imagen. Se levantó, recorrió los cinco pasos que lo separaban de la pantalla y se obligó a mirar.

La cámara había efectuado diez mil capturas por segundo de la sección más ajustada del cruce de la línea de meta, lo cual originó diez mil líneas verticales microscópicas. El
software
ordenó las líneas una tras otra, de izquierda a derecha, en el orden en que fueron tomadas. El entrenador de ambas competidoras miró con atención la pantalla. Tenías que recordarte que lo que estabas viendo era lo contrario a una foto normal, en la que el espacio se congelaba en el tiempo. Aquello era una imagen creada para uso de los profesionales de las fracciones de segundo. Mostraba el tiempo congelado en el espacio y permitía las distorsiones más extrañas de los cuerpos de las dos deportistas que tan bien conocía. La cualidad de la inmovilidad relativa se traducía bien del espacio al tiempo, por eso sus brazos y sus rostros aparecían fielmente reflejados, pero las piernas, que giraban a gran velocidad, se afinaban lo alto del golpe de pedal, cuando se desplazaban más rápido que la propia máquina, para engrosarse en la pedalada de regreso. Mientras las ruedas de las bicis eran círculos perfectos, los radios describían inquietantes parábolas desde los bujes hasta las llantas.

A Tom le asustó ver a sus chicas distorsionadas de ese modo en el tiempo. Así fue como él perdió una medalla en 1968. En aquel entonces se usaban películas de verdad, de exposición continua, como si fueran arrastradas sobre una hendidura vertical. La vieja máquina impresionó líneas en la imagen a intervalos de una décima de segundo. Por esa fracción fue derrotado: por una décima de segundo, es decir, menos de tres milímetros, en conversión del tiempo en distancia. Eso era lo más fino que se podía hilar en aquel tiempo, y algo más ajustado era considerado un empate. En aquella época todavía dejaban una fracción de segundo para la idea de que lo que Dios ha unido, que el hombre no lo separe.

Observó el rostro de Zoe, totalmente en paz mientras cruzaba la línea, y se sintió orgulloso de ella. Le pareció que, con independencia de lo que pasara en la línea de meta, Zoe había ganado la carrera de su vida. Era un síntoma de esta época desquiciada el que los tres jueces pidiesen al técnico que superpusiera una línea roja vertical que cortase el borde de la rueda delantera de Kate y, tras aumentar el tamaño de la imagen, indicaran con alborozo el finísimo espacio de pálida luz que había entre la estrecha línea roja y la parte más avanzada de la rueda delantera de Zoe.

—No… —refunfuñó Tom entre dientes.

El jefe del jurado se volvió hacia él y quiso saber:

—¿Hay algún problema?

Primero abrió la boca para hablar, pero luego meneó la cabeza. De nada servía explicar que durante la mayor parte de su vida no había existido tecnología en el mundo capaz de separar a sus dos chicas en un día como el de hoy. Era imposible de expresar la indignación que sentía por el hecho de que hubiesen atomizado el segundo hasta el punto de que Zoe pudiera perder por una milésima.

—No pasa nada.

—Lo siento —agregó el federativo—. ¿Quiere que se lo comunique yo?

—No —respondió, meneando la cabeza—. Eso es cosa mía.

El descenso por las escaleras hacia la pista se le hizo largo. Sus rodillas protestaban a cada movimiento. Zoe y Kate esperaban a pie de grada, viendo cómo se acercaba. Se esforzó por mantener un gesto neutro, y cuando llegó junto a ellas cogió la mano de Kate en su mano derecha y la de Zoe, en la izquierda.

—Ha ganado Kate, por una milésima de segundo.

Apretó con fuerza sus manos por un instante, y luego las soltó. Ellas se miraron y permanecieron en silencio mientras comenzaba la lenta metamorfosis de convertir la información en comprensión.

—Podéis ver la foto, si queréis.

—No, está bien —aceptó Zoe, y sin apartar los ojos de Kate; le dijo—: ¡Bien hecho!

Las lágrimas se agolparon en los ojos de Kate. Meneó la cabeza y se llevó las manos a la boca, al tiempo que ofrecía:

—Hagamos una carrera más.

Zoe se encogió de hombros con impotencia.

—¿Podemos repetirlo? —preguntó la vencedora a Tom—. Solo la última carrera.

—Sabes que no podemos.

—Lo siento —murmuró Kate—. Lo siento muchísimo, Zoe.

La aludida no reaccionó. Al viejo entrenador le preocupó el aspecto de su corredora, con las manos caídas a los costados y los ojos desenfocados.

—Venga —dijo, posando una mano en su brazo—. Vamos a hablar.

Zoe le apartó la mano.

—No hay nada que hablar, ¿vale? Para eso pintan una línea de meta en la pista, para que sepas cuándo se termina todo.

Tom suspiró y agachó la cabeza. Tenía que reunir fuerzas para ser su entrenador en ese momento; ofrecerle minuto a minuto las sencillas instrucciones que necesitaría para superar la próxima hora y los terribles días que tenía por delante.

—Ve a la ducha. Luego, cámbiate y pasa a verme por mi despacho, ¿vale?

Zoe se sorbió la nariz y miró el tatuaje olímpico todavía fresco en su antebrazo.

—De acuerdo —respondió al fin. Luego, se giró hacia su amiga y, ladeando un poco la cabeza, le confesó—: Te voy a echar de menos, ¿sabes?

Kate le cogió las manos.

—Zoe…

Se abrazaron con fuerza, casi haciéndose daño, hasta que Zoe se separó y se dirigió hacia los vestuarios. Tom la vio alejarse, y luego bajó el respaldo de un asiento, se sentó y le indicó a Kate que hiciera lo mismo a su lado.

—¿Cómo te sientes? —le preguntó.

—Como una mierda —respondió Kate, mirando al suelo.

—Es normal, la verdad. Eres una buena chica, Kate, pero Zoe no te ha dejado ganar. Solo te ha dejado competir.

—No debería haberme vuelto a subir en la bici. No tendría que haberle permitido que me esperara.

—Entonces, ¿por qué lo hiciste?

La frente de Kate se arrugó y su voz salió en un susurro fino y ahogado:

—Porque me he esforzado tanto, Tom… Quería ganar, quería ir a los Juegos Olímpicos.

—E irás. A no ser que pierdas tres mangas de clasificación, lo que no parece probable, o que en los próximos tres meses surja de la nada otra corredora tan rápida como tú, vas a ir a Londres. Piensa en ello por un instante, ¿vale?

—Lo intento —respondió ella, con la cara hundida entre las manos—. Cuando llegue allí, lo único en lo que pensaré será: «Es Zoe quien debería estar aquí, no yo».

—Zoe está donde tiene que estar —aseveró Tom, y le pasó un brazo por encima del hombro—. Si no te hubiera esperado tras tu caída, habría perdido algo más que una carrera, y creo que lo sabe.

—Pues sigo sintiéndome como una mierda.

—Sabrás superarlo, Kate —dijo Tom, apretando su hombro—. Ya es hora de que te vayan bien las cosas.

Permanecieron sentados en silencio por unos instantes, contemplando al personal de mantenimiento mientras limpiaba la pista.

Tom aspiró hondo y exhaló el aire lentamente.

—¿Kate…? —empezó, con tacto.

Ella lo miró con recelo, al captar el cambio de registro.

—¿Sí?

—Deberías llamar a Jack. —Se fijó en que al oírlo abría mucho los ojos y levantó ambas manos para calmarla—. Estoy seguro de que no hay de qué preocuparse, pero ha tenido que llevar a Sophie al hospital.

Kate se puso en pie de un salto y el respaldo del asiento se levantó de golpe.

—¿Qué? —preguntó, mientras las aletas de su nariz temblaban—. ¿Cuándo ha sido?

Lo cierto es que había sucedido en otra vida, hora y media antes, cuando lo que ocurría en la pista aún parecía vital. Tom intentó mirarla a la cara, pero sus ojos no consiguieron pasar de sus pies.

—Lo siento, pero creo que deberías ir al hospital —concluyó.

Kate guardó un instante de silencio, asimilando la noticia, y luego la vio alejarse a todo correr por la zona de calentamiento y subir las escaleras hacia la entrada principal.

Tom se levantó, dobló el respaldo de su asiento lentamente e inició el largo camino de regreso hacia su despacho.

Pasarela de acceso sobre el eje central del reactor principal, Estación de Batalla Imperial vulgarmente conocida como la Estrella de la Muerte, 13:55

—Yo soy tu padre —dijo Vader.

—¡No lo eres! —gritó Sophie.

Se despertó gimiendo y confusa. Papá le cogía una mano y mamá, la otra. Había lágrimas en los ojos de mamá, que llevaba puesta su ropa de ciclismo con un chubasquero por encima. Oyó que le decía:

—No pasa nada, cariño. Todo va bien.

Algo le quemaba cerca del corazón, y se llevó la mano al punto familiar en el que el catéter salía de su pecho. No estaba allí. En su lugar había una herida abierta que le dolió mucho cuando la tocó.

—¡Me han dado! —gimió.

Su voz sonó ahogada porque una mascarilla le tapaba la boca. Intentó incorporarse, pero papá la frenó y la devolvió entre las almohadas.

—No te han dado, pequeña. Es la anestesia. Vas a estar un poco confundida durante un ratito.

Sophie parpadeó, miró a su padre y, luego, a su alrededor. Había un montón de instrumentos con cables que se dirigían hacia su cuerpo. Siguió los cables hasta los puntos en que se perdían bajo el borde de una sábana. La sábana que la tapaba. Miró por debajo y vio allí su propio cuerpo, el de siempre, vestido con una bata de hospital con un dinosaurio sonriente de color azul estampado.

Algo iba mal. La mano grande y fuerte de papá apretaba con fuerza la suya, pequeñita. La de mamá estaba muy caliente (había gotitas de sudor que resbalaban por su brazo). Y el catéter había desaparecido. Eso no era normal. No sentía que perteneciese a aquel mundo. Comprendió que todo era un sueño. Cerró los ojos e intentó despertarse cuanto antes. Había una batalla en marcha en la luna del bosque de Endor, y la necesitaban. No era momento de dormir.

—Sophie —dijo papá—, quédate con nosotros, ¿vale?

Abrió los ojos de nuevo, y respondió, molesta:

—Pero si ni siquiera eres real…

—Esta es mi chica —la jaleó papá con una sonrisa.

A pesar de la debilidad, intentó con todas sus fuerzas arrancarse la cosa que le tapaba la boca. La mano de mamá la asió por la muñeca y la detuvo.

—¡Me ahogo!

—Cariño, es tu mascarilla de oxígeno. Te ayuda a respirar.

La niña se resistió por un momento, pero luego volvió a hundirse entre las almohadas. Permaneció un rato tumbada, recobrando el aliento, y luego abrió mucho los ojos.

—¿Llego tarde al colegio? —preguntó.

Papá miró a mamá, mamá miró a papá, y los dos sonrieron.

—¿Qué pasa? —protestó, enfadada.

—Llegas un poco tarde al colegio, sí —explicó mamá, agachándose para besarla en la frente—. Unos dos meses tarde, pero estoy segura de que te pondrás al día muy pronto. Crucemos los dedos, pero los médicos piensan que te estás poniendo bien.

—No pienso ir a matemáticas para tontos con Barney —rezongó Sophie, frunciendo el ceño.

Mamá y papá se rieron, lo cual le resultó muy desagradable, porque todo lo que decía les parecía muy gracioso.

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