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Authors: Chris Cleave

Tags: #Relato

A por el oro (38 page)

BOOK: A por el oro
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Sintió que la sangre inundaba su cabeza. No era capaz de pensar. Soltó una mano, se sacó del bolsillo el teléfono móvil y marcó el número de emergencias. Una voz le preguntó qué servicio necesitaba, y no supo qué responder. Era una voz fría y profesional, que aclaró: «¿Policía, bomberos o ambulancia?». En el interior del coche, los De Rosa deshilaban la triste tela plateada de un sueño. En su interior, lo único que Jack podía oír era un grito alto y agudo. La voz del teléfono le preguntó cuál era la naturaleza de su emergencia. Reunió las energías suficientes para gritar que necesitaba una ambulancia, aunque en realidad la naturaleza de la emergencia era que Kate y él se habían estado engañando acerca de lo que ocurría; la naturaleza de la emergencia era que habían corrido un tupido velo entre el progresivo deterioro de su hija y sus sueños de oro, y no existía ningún vehículo con equipo de especialistas ni sirenas suficientes que pudiera ser enviado al punto en que se hallaba para solucionar aquello.

Centro Nacional de Ciclismo, Stuart Street, Manchester, 09:00

Tom había reservado el velódromo durante cuatro horas a partir de las diez en punto. A las nueve, volvió a comprobar las bicicletas de las chicas con el mecánico, mientras los juveniles entrenaban en la pista. En la cocina situada al lado de su despacho, en el laberinto de cuartos que había bajo la pista, mezcló una tanda de bebidas isotónicas, las metió en botellines y los guardó en una nevera portátil. Sacó más botellines limpios y preparó las bebidas de recuperación. A Zoe le gustaba un batido de proteínas en polvo preparado a base de exquisiteces liofilizadas, que se vendía en un envase dorado y negro con extravagantes promesas nutritivas. Su olor le producía arcadas, pero la verdad era que estaba perfectamente optimizado en lo referente al aporte de minerales y aminoácidos esenciales. En cambio, Kate prefería tomar leche desnatada mezclada en la batidora con frutas y miel. Tom le compraba leche y frutas una vez a la semana y las guardaba en el frigorífico de su despacho, en una bandeja colocada por encima de las muestras de sangre y orina.

Vertió las bebidas de las dos en sus botellines y las guardó en la nevera. Eran las diez menos veinte, y le temblaban las manos de nerviosismo. Cargó con la nevera hasta la pista y observó a los juveniles mientras hacían sus ejercicios de enfriamiento. Tenían las caras radiantes y no paraban de hacer el tonto. Eran los sub 16, y aún se sentían unos afortunados por estar allí.

Cuando dieron las diez, ordenó a los empleados de mantenimiento que barriesen la pista y pasaran la máquina para eliminar cualquier rastro de sudor, aceite o grasa. Llamó a la sala de control y les pidió que encendieran todos los focos, como si se tratara de una competición nocturna. Les mandó conectar la cámara Lynx de
foto-finish
en la línea de meta y salida. A las diez y media llegó el fisio y preparó dos bicicletas estáticas, ajustando los sillines a las alturas de Kate y Zoe, en extremos opuestos de la zona de calentamiento.

Cuando todo estuvo listo, Tom ocupó una silla junto a la pista, desde donde podía ver la entrada principal. Esperaba que Zoe llegase la primera, como siempre.

Kate se presentó a las once menos diez, bajó a saltitos las escaleras y lanzó la mochila junto a la pista, con un golpe que resonó en el vasto espacio. Besó a Tom en ambas mejillas.

—No hace falta que te pregunte si estás preparada —comentó él.

—Me siento genial. Ha sido una buena idea.

—¿Has dormido bien?

—Ya dormiré cuando se acabe esto —respondió Kate con una sonrisa—. ¿Zoe ya se está cambiando?

—Todavía no ha llegado.

Al oírlo, parpadeó sorprendida.

—Vale.

—Sí, sí, ya sé. Piensas que se trata de una nueva artimaña para desconcentrarte, ¿no es así?

—Oh, vamos —contestó ella riéndose—. Ya hemos superado eso.

—De todos modos, prefiero que me des tu teléfono —solicitó el entrenador alargando una mano.

Kate suspiró y se lo entregó.

—En serio, no es necesario.

—Son las normas de la carrera —concretó Tom mientras se guardaba el teléfono en el bolsillo—. Os mantendremos separadas a las dos hasta el momento de la salida. Lo haremos como si fuera una gran competición. Ningún contacto. Ninguna estratagema psicológica. Usaréis el vestuario por separado, y luego os aislaré y calentaréis cada una en un extremo del velódromo.

—De acuerdo.

—Por una vez —finalizó él, posando la mano en el codo de su corredora—, dejémoslo todo a lo que pase en la pista, ¿vale?

La envió a cambiarse y se sentó a seguir esperando. Kate volvió de los vestuarios a las once y le ordenó que realizara ejercicios de calentamiento en la bicicleta estática con el fisioterapeuta. A las once y diez telefoneó a Zoe, pero saltó el contestador automático. Dejó un escueto mensaje:

—Oye, Zoe, son las once pasadas; ya tendrías que estar aquí.

A las once y veinte se presentaron tres tipos trajeados; eran miembros de la Federación Británica de Ciclismo, e iban a ser los jueces de la carrera. Fuera estaba cayendo un chaparrón. Cuando aparecieron por la puerta, sacudieron los paraguas y no se contuvieron en cuanto a echar pestes porque los hubieran convocado. Tom les resumió las normas de la carrera: al mejor de tres
sprints
; la vencedora quedaría sujeta al nuevo proceso de selección para las Olimpíadas, y la derrotada anunciaría oficialmente que no se presentaba. Se correría sin periodistas, amigos ni familia en las gradas; sin rueda de prensa ni equipo de grabación, aparte de la cámara de foto-finish. Entregó a cada miembro una copia de las normas reguladoras, y las firmaron los tres, incluido el propio Tom, quien acto seguido les explicó cómo se organizarían las carreras: uno de ellos haría de juez de salida, mientras que los otros dos sujetarían las bicicletas de las competidoras sobre la línea de salida. Después, los tres hombres de la federación ejercerían de jueces de las carreras; él se excluía voluntariamente del proceso.

Acompañó a los jueces a sus asientos y se encargó de que les proporcionaran café y galletas. A las once y media, Zoe seguía sin aparecer. Para tranquilizarse, volvió a comprobar las bicicletas de una y otra. Eliminó motas invisibles de polvo de la pista. Probó el equipo de foto-finish, para lo cual cruzó la meta a pie y llamó a la sala de control para asegurarse de que la cámara se disparaba y las imágenes aparecían en las pantallas.

Llamó otra vez a Zoe y de nuevo saltó el contestador. Dejó otro mensaje, esforzándose a fin de que su tono de voz sonara indiferente. Subió a la recepción del velódromo y miró a la calle. El cielo estaba de un gris grafito, la lluvia no remitía y no se veía ni rastro de Zoe.

Kate había terminado ya de calentar. El entrenador se acercó a la colchoneta en la que realizaba suaves estiramientos según las instrucciones del fisio.

—¿Todo bien? —preguntó alegremente—. ¿Esas piernas siguen en su sitio?

Ella lo miró.

—¿Alguna noticia?

La respuesta fue un gesto negativo.

—¿Y si no se presenta?

—Todavía tiene veinte minutos —dijo Tom, tras consultar su reloj—. Ya la conoces. Está jugando contigo. Estará escondida a la vuelta de la esquina, realizando su calentamiento.

Mientras pronunciaba aquellas palabras era consciente de la intensa lluvia que percutía con fuerza contra las claraboyas por encima de sus cabezas.

—Ya, pero ¿y si no se presenta? —repitió Kate, cubriéndose con una mano los ojos a causa del resplandor de los focos.

El entrenador suspiró antes de explicar:

—Los de la federación están aquí. Ya hemos firmado las actas. Si no se presenta por esa puerta antes de mediodía, tú irás a los Juegos Olímpicos y ella, no. Estaba enterada de las reglas para hoy. Las dos aceptasteis ateneros a los resultados.

Kate meneó la cabeza rápidamente.

—Si le ha pasado algo, no pienso atenerme a las reglas.

—Tú no, pero esos tipos sí —replicó Tom, e indicó con la cabeza a los miembros de la federación—. Por desgracia, un noventa por ciento de una carrera consiste en lograr llegar a tiempo a la maldita línea de salida. Y eso, tú deberías saberlo mejor que nadie.

Analizó el rostro de su pupila mientras asimilaba la información.

—Déjame llamarla, ¿vale?

—Ni hablar. ¿Lo ves? Así es como está consiguiendo meterse en tu cabeza. Vendrá. Tú solo preocúpate de concentrarte en tu carrera.

La ciclista cerró los ojos y respiró hondo.

—De acuerdo.

A las doce menos diez, Tom subió las escaleras hasta la recepción del velódromo y miró hacia la calle desde las puertas. Sentía una opresión en el pecho, náuseas y un enorme enfado. ¿Por qué Zoe tenía que ser así? ¿Por qué no usaba su talento para ganar en la pista, sin intentar desquiciar a todo el mundo de antemano?

Fuera, había dejado de llover, y el sol de abril relucía sobre el asfalto húmedo. Los coches proyectaban chorros de agua sobre las aceras.

Por fin apareció Zoe, rodando sobre los charcos, montada en su bicicleta de entrenamiento. Lanzó la máquina sobre el bordillo y atravesó la puerta como una exhalación a las doce menos ocho minutos. Estaba empapada por la lluvia, con el pelo mojado, y su mochila goteaba sobre el resistente suelo industrial de la zona de recepción.

Se detuvo a dos metros del entrenador y lo miró, con la respiración agitada. Sus vaqueros calados y su sudadera negra empapada despedían vapor.

El enfado de Tom se desvaneció al verla así y corrió para acercarse a ella.

—¿Qué demonios ha pasado?

Ella bajó la mirada al suelo y se sorbió la nariz.

—He estado a punto de caerme.

—¿De la bici?

—No; de mi torre —aclaró Zoe con un encogimiento de hombros.

No supo cómo reaccionar. Tras un largo silencio, murmuró:

—Por lo menos has calentado…

—Dime lo que tengo que hacer.

Tom miró su reloj y le preguntó:

—¿Puedes cambiarte en cuatro minutos?

—Sí.

—Hazlo. Tu bicicleta está lista. Te veo en la línea de salida. Luego hablaremos de esto, ¿vale? Tú y yo. Nos iremos a tomar un café. Pero, ahora mismo, solo quiero que te metas en ese rincón de tu cabeza en el que estás cuando compites. No existe nada más, ¿entendido? No mires a Kate cuando bajes a la pista. Ni a los jueces. Solo cámbiate, ve a toda pastilla a la línea de salida y mírame únicamente a mí. Me ocuparé de ti, Zoe, ¿entendido?

—Entendido.

Su voz se vio traicionada por un ligero temblor.

—Tu teléfono —le pidió con la mano extendida.

Zoe, obediente, lo sacó del bolsillo de sus vaqueros y se lo entregó. Él se lo guardó.

—Y ahora, ¿qué haces ahí parada?

Zoe corrió escaleras abajo y Tom la siguió. A pesar de su angustia, había cierta gracia en su físico. Mientras él renqueaba y sus destrozadas rodillas crepitaban, Zoe se movía con ligereza, con una soltura bien engrasada. Había una sensación natural de grandeza en sus movimientos, como si el espacio y el tiempo se apartasen para dejarla pasar, como gorilas de puerta de una discoteca fascinados ante el paso de una estrella.

—Maldita sea —musitó para sus adentros el entrenador.

Hasta ese momento no se había percatado de que deseaba con toda el alma que Zoe ganara.

Un teléfono vibró en su bolsillo. Era el de Kate, y en la pantalla aparecía el nombre de Jack.

Respondió:

—Hola, colega, soy yo. He prohibido a Kate recibir llamadas hasta después de la carrera.

No hubo ni una palabra de respuesta.

—Oye, Jack —dijo más alto—. Soy yo, Tom.

Cuando a Jack le salió la voz, sonó atragantada y poco natural.

—Tenemos un problema. Un gran problema. Estoy en urgencias. Se han llevado a Sophie, tengo que decirle a Kate que…

—A ver, a ver, tranquilo…

Tom llegó junto a la pista. De espaldas a Kate, la zona de calentamiento y los jueces, se cubrió la boca con la mano para hablar por el teléfono.

—¿Qué estás haciendo en urgencias? Kate no me ha dicho nada.

—No lo sabe. A la niña le ha aumentado la fiebre, la he traído para que la mirasen y de repente las cosas han empeorado. Está muy mal, en serio. No sé lo que está pasando. ¿Puedes decirle a Kate que tiene que venir? O no, mejor, déjame hablar con ella, por favor.

El entrenador titubeó.

—Sabes lo que se decide hoy aquí, ¿verdad?

—Sí, lo sé, Tom, pero esto es… mierda, esto es…

—Vale, vale. Espera, te la paso.

Miró hacia el área de calentamiento. Kate descansaba su peso en un pie y luego en el otro, tensa por la adrenalina, en espera de que Zoe saliera de los vestuarios. Tenía el casco puesto y los ojos ocultos tras las gafas.

Respiró hondo, para calmarse y luego dijo a Jack:

—Escucha, tú decides. Aquí estamos a cinco minutos de empezar a correr. Voy a serte sincero: en este momento, Kate tiene todas las de ganar. ¿La necesitas ahí, contigo, o necesitas que se ocupe de lo suyo aquí? Es tu familia, tienes que decidir lo mejor para vosotros.

Hubo un breve silencio al otro lado de la línea. Luego, Jack preguntó:

—¿Quieres decir que no se lo cuente?

—Digo que se lo cuentes después de la carrera. Si gana en dos mangas y no se ducha, podría estar fuera de aquí en cuarenta minutos. Mientras tanto, tú estás allí con Sophie y puedes manejar la situación. Kate se encuentra ante la carrera más importante que va a disputar en su vida, es lo único que te digo.

—Sí, pero si… ya sabes… si… pasa algo, y no la he avisado ¿qué?

—Vale, pero, ¿y si al final no pasa nada y la preocupas ahora? Serían los terceros Juegos Olímpicos que se pierde. Soy su entrenador, Jack. Igual tú no llevas la cuenta; yo, sí.

—Eso no es justo, Tom.

Tom suspiró.

—Lo sé. Estoy muy nervioso, y tú también. Mira, como te dije antes, tú decides.

—¿Puedo hablar con ella?

El entrenador miró hacia la zona de calentamiento. Zoe ya había salido de los vestuarios y estaba allí, cambiada, y se calzaba los guantes. La muchacha lo miró, con un gesto de desconsuelo.

—De acuerdo —asintió Tom en voz baja—. Te la paso.

Hizo un gesto con el dedo a Zoe para que se fuera a la otra punta de la zona de calentamiento, mientras le llevaba el teléfono a Kate. Al entregárselo, sintió que la estaba traicionando.

—¿Algo va mal?

—Es Jack —dijo Tom, con expresión neutra.

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