A punta de espada (21 page)

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Authors: Ellen Kushner

BOOK: A punta de espada
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Richard observó a la mujer, diminuta y elegante, rodeada por su bien construido edificio de ropas y modales.

—Me pregunto —dijo—si debería ir a verla.

—Puedes verla perfectamente desde aquí, ya se ha encargado ella de eso.

—Me refiero a hablar con ella. Ferris se ha ido, no hace falta que sepa que lo he hecho. Tienes razón, sabes; debería averiguar qué piensa ella.

Esperaba que Alec estuviera complacido; al fin y al cabo, eran sus recelos los que intentaba aquietar Richard. Pero la alta figura se limitó a encogerse de hombros.

—No te ha invitado, Richard. Y no va a admitir nada.

—¿Si lo convirtiera en una condición del trabajo...?

—Oh, por supuesto —se burló enfadada la voz ligera—. Si pusieras condiciones... ¿Por qué no le pides que te haga la colada, además? Te lo estoy diciendo, mantente apartado...

Lo interrumpió una llamada a la puerta. La abrió de golpe, de suerte que chocó con la pared. Un lacayo con la librea del cisne de Tremontaine ocupaba el umbral. Alec soltó la manilla de la puerta como si le quemara.

—Saludos de parte de la duquesa —dijo el sirviente a De Vier—, que os invita a tomar chocolate.

Alec gimió. Richard tuvo que morderse el labio para no reírse. Miró a Alec de soslayo, pero el erudito volvía a intentar encogerse hasta la nulidad.

—Será un placer. —Miró a su alrededor, a la acumulación de plantas—. ¿Debería llevarle flores?

—Es un insulto —dijo con voz falsa Alec—para los que te las han mandado. Guárdalas para tirárselas a los actores.

—Está bien. ¿Vienes?

—No. Quédate allí para el último acto, si te deja; estarás lo bastante cerca para ver si Jasperino lleva peluca de verdad.

Richard empezó a seguir al lacayo.

—Espera —dijo Alec. Estaba retorciendo el anillo en su índice.

—¿Debería llevar el rubí? —preguntó De Vier.

—No. —Alec meneó ferozmente la cabeza.

Richard se apartó por un momento de la presencia del lacayo.

—¿Qué ocurre? —El nerviosismo de Alec le resultaba físicamente palpable. Algo había socavado la arrogancia de Alec; ni siquiera negó la acusación. Retenía únicamente la cantidad suficiente de su acostumbrada petulancia para llevarse los dedos a la frente burlándose de la farsa.

—Me duele la cabeza. Me voy a casa.

—Te acompaño.

—¿Y dejar a la duquesa esperando? Seguramente quiere preguntarte quién es tu sastre. Date prisa o te perderás el chocolate. Oh, y si hay pastelitos glaseados, guárdame uno. Di que es para tu periquito o algo. Me encantan los pastelitos glaseados.

***

No mucho después de salir del teatro Alec se dio cuenta de que probablemente estaban siguiéndolo. Al menos, los mismos dos hombres parecían llevar ya varias esquinas detrás de él. Eran los espadachines de exhibición del exterior del teatro. No eran ribereños, no podían seguir este camino para ir al Puente. Su corazón repiqueteaba como el yunque de un herrero, pero Alec se negó a alterar el paso. Si querían los anillos, supuso que podían quedárselos. Richard o sus amigos probablemente los recuperarían.

Todavía estaba a tiempo de regresar al teatro; conducirlos hasta allí siguiendo otra ruta y buscar a Richard. Descartó la idea en cuanto se le ocurrió. No iba a volver. Las tiendas y las casas desfilaban como imágenes de otra vida. Dejaba atrás posadas y tabernas mientras se le secaba inexorablemente la boca. Era parecido a los efectos del zumo de amapola.

Si conseguía llegar hasta el Puente, quizá viera a otros ribereños que podrían ayudarlo, o contarle al menos a Richard lo que le había pasado. ¿Qué iba a pasarle? Estaban permitiendo que se alejara del centro de la ciudad, que se adentrara en la zona despoblada que había que cruzar antes de llegar al Puente. Sería algo violento, y sumamente doloroso; todo lo que se hubiera podido imaginar, y probablemente algo que se le hubiera podido pasar por alto. Llevaba mucho tiempo esperándolo y ahora por fin iba a ocurrir.

Ahora, decía el suelo, cada vez que lo golpeaba la suela de su bota. Ahora. Intentó variar el ritmo de sus pasos para acallarlo. Consiguió reducir la voz a un susurro, y a la sombra de un zaguán lo atraparon.

Le dio tiempo a decir:

—Sabéis, hasta un gato se reiría de vuestro talento con la espada —y luego descubrió que era imposible no debatirse.

—Todos están celosos —dijo la duquesa, indicando graciosamente con la cabeza a sus pares al otro lado del teatro—, porque son todos unos cobardes.

Richard de Vier y la duquesa estaban solos en el palco, con unos quinientos espectadores haciéndoles de carabinas. Eso no le molestaba; estaba intrigado con el juego de chocolate portátil de plata de la duquesa. Una llama azul calentaba el agua bajo una tetera con fondo de acero que colgaba de una cadena. Había un batidor de plata, y tazas de porcelana con su escudo de armas.

—Ellos no están tan bien equipados —respondió él.

—Podrían haberlo estado. Además de cobardes, estúpidos. —Todo esto dicho de forma íntima y agradable que limaba las asperezas de sus palabras, como si no estuvieran destinadas tanto a denigrar a los demás como a establecer los límites de un círculo encantado que sólo los incluía a la duquesa y a él. Alec hacía lo mismo; con mucha más acritud, desde luego, y más sinceridad; pero la sensación que le daba a Richard de pertenecer a una élite era la misma.

—Podrías haber traído a tu criado, habría sido bienvenido. A lo mejor no supe hacérselo entender a Grayson.

Richard sonrió, comprendiendo que se refería a Alec.

—No es mi criado —dijo—. No tengo ninguno.

—¿No? —La duquesa frunció el ceño delicadamente. Con sus posturas y sus calculadas expresiones, era como una serie de figuritas de porcelana expuestas en un estante cronológico—. ¿Cómo os las apañáis entonces en esas casas tan grandes de la ciudad?

Quizá estuviera provocándolo; pero Richard le habló de todos modos de las mansiones que se habían convertido en pensiones, o burdeles, o tabernas, o esas madrigueras para familias numerosas cuyas generaciones bajaban lentamente los pisos, con los más jóvenes siempre en lo alto.

A la duquesa le entusiasmó la idea.

—Eso te sitúa dónde, ahora... —observándolo con ojo crítico—... en la sala de baile de arriba, quizá, con sitio para ensayar... ¿o la habrán convertido en una guardería?

Richard sonrió.

—No tengo familia. Sólo habitaciones: un viejo dormitorio y creo que una sala de música, encima de una... lavandera.

—Debe de estar muy contenta por tener semejante inquilino. Llevo algún tiempo queriendo decirte cómo admiré tu pelea con Lynch... y el pobre De Maris, naturalmente. Aunque supongo que se llevó su merecido, por saltar a desafiarte cuando el combate ya era de Lynch. Me imagino que maese De Maris se había cansado de servir a lord Horn y quería una oportunidad para demostrar su disponibilidad a los invitados a la fiesta.

Richard consideró a la bella dama con renovado respeto. Ésta era exactamente su estimación del peculiar comportamiento de De Maris en el jardín de invierno. El espadachín de la casa de Horn seguramente pensaba que su señor no le daba suficientes oportunidades de lucirse, y sus servicios como guardia no eran realmente necesarios; ¿quién querría asesinar a Horn? Al matar a De Vier se habría ganado inmediatamente un lugar entre los primeros puestos del listado de espadachines. Nunca debería haberlo intentado.

—Milord Karleigh estará fuera de circulación una temporada, me parece.

En la superficie, era una continuación de su cumplido, asumiendo que Karleigh había huido porque De Vier había matado a su campeón. Era lo que pensaba todo el mundo. Pero ella parecía estar esperando una respuesta... algo en la colocación de sus manos, la taza sostenida sin llegar a tocar el platillo... como si supiera que él podía contarle algo más sobre el duque. Lo cierto era que no: había cobrado su paga y ése había sido el fin de la historia para él; pero eso implicaba que la duquesa sabía quién lo había contratado.

—Nunca he preguntado —dijo evasivamente—porqué insistieron el duque y su oponente en tanto secretismo para luego decidir que el combate se celebrara en público. Por supuesto, he atendido los deseos de mi patrono.

—Era una pelea importante, de las que conviene que tengan muchos testigos. Y el duque es un hombre vanidoso, además de pendenciero. ¿Así que no te dijo nunca a qué se debía el duelo?

Le dejaba poco espacio para respuestas ambiguas.

—Nunca me dijo nada —contestó, fiel a la verdad.

—Pero quizá ahora esté más claro. Un asunto político, digno de la vida de dos espadachines pero no de la de sus patronos. Infundió una generosa cantidad de miedo en Karleigh, pero se podría estar disipando. Lord Ferris sabrá a su regreso de su viaje al sur si el duque necesita otra dosis soberana.

¿Querría ver muerto a Halliday y a Karleigh fuera de circulación? Eso implicaba la destrucción de dos rivales y dejaba el terreno despejado para un tercer hombre... ¿Ferris? La duquesa no había mentado a Halliday; si acaso, parecía estar defendiéndolo. Richard se dio por vencido: no sabía lo suficiente sobre los nobles y sus planes este año para resolver el problema. Pero todavía lo preocupaba una cosa.

Miró directamente a la duquesa.

—Ya estoy a vuestro servicio.

—Qué galante —se rió ella por lo bajo—. ¿De veras lo estás, ahora?

Le hacía sentir joven... joven, pero seguro en las manos de alguien que sabía lo que quería. Dijo ampulosamente, para cerciorarse:

—Ya sabéis cómo encontrarme.

—¿Sí? —dijo ella, con la misma gracia.

—Bueno, vuestros amigos lo saben —se corrigió Richard.

—Ah. —Parecía satisfecha; y él también, por ahora. Esperaba que Alec también lo estuviera. Las trompetas indicaron la reanudación de la obra—. Quédate —dijo la duquesa—; desde aquí se aprecian perfectamente los trajes. Algunas de las pelucas son increíbles.

***

El espadachín cuya tragedia daba título a la obra duró hasta el final. Su venganza contra el malvado duque consistió en una serie de cartas de amor de una dama desconocida con las mismas iniciales de la madre de Filio, de la que el duque se enamoró. Las cartas exigían que el duque acometiera empresas cada vez más odiosas para demostrar su devoción. Tras una colorida serie de violaciones, decapitaciones, y un descuartizamiento, hasta el más leal de los cortesanos del duque Filio había acumulado varias razones para matarlo. La única persona agradable que quedaba sobre el escenario, un médico del manicomio cantarín, expuso la opinión de que el pronóstico de la salud mental del duque no era bueno.

En el último acto, la escalera gigante volvió a adueñarse del escenario. El duque, porfiando con la promesa de que la dama de sus desvelos se mostraría por fin ante él a medianoche, llegó al pie de los escalones. Cuando la campana volvió a dar la hora, la figura de su hermana, embozada en su capa ensangrentada, apareció sobre él. Demasiado desconcertado para estar adecuadamente asustado, el duque balbució,

No, no escaparé, sino que ascenderé la torre del ríelo,
¡y de tus labios castos, dulcemente sonrientes,
extraeré el secreto de la vida eterna!

El duque corrió escaleras arriba, pero de repente la figura se apartó la capucha. Sin que nadie salvo el duque se sorprendiera, era el espadachín:

No la vida, sino los fríos secretos de la muerte besarás...
Complace ahora a tu amante, permite que te dé
su placer. Ven, ven, y despídete de todos
los placeres de la tierra con un último aullido extasiado.

Su resplandeciente espada cayó desde lo alto sobre el corazón de Filio (dejando su torso completamente desprotegido, pero exhibiendo generosamente su cruento atuendo), y el duque exclamó: «¡Por fin! ¡El fin!».

No era el fin, evidentemente. El duque no tenía discurso final, pero acudió a la carrera una hueste de cortesanos. Al encontrar al duque en los brazos de la figura encapotada, presumiblemente su misteriosa amante, gritaron: «¡Venganza! ¡Venganza!» y se cernieron sobre la pareja, cortando en pedazos al ya difunto duque, e infligiendo al espadachín su herida mortal. Le quedaron fuerzas para una última declamación:

Está ahora atrapado el trampero, y en mi sangre
choca el acero contra el acero, avivando una gran llama.
Ardo, rabio, y en breve daré la bienvenida a la muerte
que desde hace tiempo es mi prometida, ya mi esposa.
¿No hay lágrimas con las que sofocar este fuego?
Sólo las mías, que no habré de derramar
mientras él siga observándome con sus orbes enrojecidos.
También nosotros seremos pronto dos calaveras, y también sonrientes,
mas ni con todas nuestras muecas arrancaremos la risa
de unos pulmones que no han de volver a llenarse con suspiros.
No había planeado esto... pero tampoco había planeado
más allá de esto. Las cosas están innegablemente claras:
amaba a tu hermana, y a ti te odiaba,
a ambos os perseguí y a ti te he matado. Todo es uno ahora.
Escribid Nada en mi tumba, eso es todo... lo que he hecho.

El espadachín estaba a esas alturas en mitad de la escalera, donde murió. Mientras todo el mundo reaccionaba ante esto, entró un noble a la carrera para anunciar que un deshollinador había descubierto el diario secreto del duque, en el que refería prolijamente la totalidad de sus espantosos crímenes, empezando con el tratamiento de su hermana. La gente convino que el espadachín era, de hecho, un héroe, y el funeral de un héroe recibiría, enterrado junto a Gratiana, mientras que el duque sería arrojado a un foso sin fondo. El virtuoso y amigable anciano consejero, Yadso, sería recuperado del exilio para convertirse en el próximo duque de dondequiera que fuese. Y ése era el final.

El aplauso del público parecía dirigido tanto a la feliz resolución como a los actores. Mientras saludaban, la duquesa le comentó a De Vier:

—Al final, ya lo ves, todo se reduce una cuestión de buen gobierno. No puede haber un entierro digno de un hacendado para el héroe sin hacienda; y los verdaderos amantes no se pueden citar en una escalera que no esté bien cuidada. Estoy segura de que Yadso será un duque excelente.

Richard disfrutó de la vía libre que les consiguió el lacayo de la duquesa fuera del teatro. Sería agradable vivir en un mundo sin agolpamientos. Ante la puerta de su carruaje la duquesa se detuvo y tomó una cesta de manos de su doncella, rebuscó en ella y entregó a Richard un paquete envuelto en una servilleta de lino. El espadachín hizo una reverencia y oyó el frufrú de sus faldas cuando la ayudaron a subir a la carroza. Luego se alejó deprisa, antes de que cualquier otro de los nobles que se marchaban reclamara su compañía. Se percató de que el carruaje de Halliday, con su escudo del fénix, tenía una puerta que se cerraba desde dentro.

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