Authors: Ellen Kushner
Una de las esquinas de encaje se hizo a un lado para permitirle la entrada al pabellón; las personas que estaban sentadas a la mesa jadearon y se estremecieron con la ráfaga de aire frío que lo acompañó adentro. Los invitados de Diane estaban cenando ya rodajas de ganso ahumado, regadas con un fuerte vino tinto que mitigaba el frío de la noche y el río. Michael ocupó la única silla vacía; se había entretenido demasiado eligiendo chaqueta y pagaba el precio siendo el último en llegar. Y eso que su atuendo ni siquiera tendría importancia, como comprendía ahora: ninguno de los comensales iba a renunciar a sus capas de pieles, pese al brasero que les calentaba los pies debajo de la mesa. Parecían una partida de caza campestre, envueltos en pesados grises, pardos y negros que refulgían y ondulaban como pelajes vivos a la luz de las velas.
La duquesa levantó una copa en su dirección. La curva de su muñeca era dolorosamente blanca incluso recortada contra el pelaje blanco de su puño. La copa de Michael estaba llena de un vino del color de los rubíes. La bebida, aunque estaba fría, seguía siendo más cálida que el aire de la calle; le pareció que la sentía fluir directamente por sus venas.
Allí estaban todos: el joven Chris Nevilleson y su hermana, lady Helena, cuyos rizos Michael recordaba haber tironeado en las fiestas de su niñez; Mary, lady Halliday, sin su señor, el Canciller de la Creciente, al que reclamaba algún asunto en la ciudad; Anthony Deverin, lord Ferris, la brillante y joven esperanza del Consejo de los Lores, Canciller del Dragón ya a los treinta y dos años; y lord Horn. El calor sonrojaba la tez pálida de Horn. Se vestía con una espléndida piel de zorro gris de pelo largo. La luz atenuada lo favorecía y le prestaba una elegancia enjuta y exagerada. Lucía anillos de plata, lo que atraía la atención hacia sus esbeltas manos cuando buscaba algo en la mesa.
Miró a Michael con fría deliberación. Era una mirada que implicaba una intimidad añadida e hizo que a Michael se le pusiera la piel de gallina. La sonrisa que se insinuaba en las comisuras de sus labios hacía que Michael sintiera deseos de agredirlo.
Se llevaron el ganso y el vino tinto y se sirvieron pequeños cuencos de sopa de almendras caliente cuyo contenido se mecía suavemente con la corriente.
—Oh, cielos —dijo la duquesa—. Me lo temía. Estamos a punto de zozobrar. Espero que el río no esté agitado.
—No lo está —dijo Michael—. El cielo está despejado, hace un tiempo excelente para los fuegos artificiales.
—Si exceptuamos el frío. —Helena Nevilleson tiritó de manera teatral.
—Bah —dijo su hermano—, de pequeña te escapabas por la ventana en invierno para ir a ver a tu pony. —Lady Helena le pegó con su pompón perfumado.
—Milord —advirtió la duquesa—, a ninguna mujer le gusta que le recuerden su pasado. Empero, no todas están tan bien armadas como lady Helena.
—Si intenta demostrar lo señorita que es ahora —dijo remilgadamente Horn—, haría mejor en guardar eso.
—¿Quién me protegerá en ese caso? —preguntó Helena. Los ojos de la joven chispeaban con la alegría de ser el centro de atención.
—¿De qué? —preguntó inocentemente su hermano.
—Cómo, de los insultos, evidentemente —la defendió la duquesa.
—Con el debido respeto, señora duquesa —respondió lord Christopher—, la verdad no se puede considerar un insulto.
—Idealismo —murmuró lord Ferris, mientras Diane contestaba:
—¿No se puede? Eso depende del momento, milord.
—Una vez tuve un pony —acotó en voz baja lady Halliday—. Me mordió.
—Tiene gracia —dijo Christopher Nevilleson—; el de Helena siempre tuvo miedo de que ella le pegara un bocado a él.
—¿Del momento? —preguntó Michael, emergiendo de un trago helado de glacial vino blanco. Poco le importaban los ponis y los pompones perfumados. Diane casi no se había fijado en él tras su saludo inicial. Empezaba a esforzarse por distinguir los crípticos mensajes que le había enviado el otro día. La fiesta parecía tan normal que le hacía sentir incómodo. Para encontrarla de nuevo tenía la impresión de que debería cruzar un laberinto de significados ocultos.
Ahora, por fin, sus ojos grises se clavaron en él.
—¿Es el vino de vuestro agrado? —preguntó la duquesa.
—El momento de la verdad —dijo lord Horn con exagerada presuntuosidad—. Eso queda para los políticos como Ferris, y no para los meros adornos como tú y yo.
Los mensajes, que Dios se apiadara de él, provenían de Horn. Michael rechinó los dientes frente a los aires de superioridad de aquel hombre.
—El vino para el pescado —continuó la duquesa con implacable e impersonal cortesía—creo que es aún mejor.
—¿Pescado? —exclamó lady Halliday—. Querida, pensaba que habías dicho que sólo sería un picnic.
La duquesa hizo un mohín.
—Iba a serlo. Pero mi cocinera se dejó entusiasmar por la idea de lo que podría hacer falta para alimentar a siete personas en el río en pleno invierno. Ni siquiera me atrevo a discutir con ella, por miedo a pasarme una semana entera a base de pollo con nata.
—Pobre Diane —dijo lord Ferris con una sonrisa—. Dejas que todo el mundo te intimide.
***
Sobre el río parecía que el cielo estuviera en llamas.
—¡Date prisa! —dijo Alec. Pero al doblar la esquina con Waterbourne vieron que la luz procedía de las antorchas colocadas en las barcazas de los nobles que ocupaban el centro del río. Unas diez o quince de ellas se arracimaban en medio de las oscuras aguas. Parecían elaborados broches prendidos de una seda negra veteada con ondulaciones de oro.
Alec soltó un suave silbido entre los labios agrietados.
—Los ricos —dijo—parecen especialmente ricos esta noche.
—Es impresionante —dijo Richard.
—Espero que no se estén muriendo de frío —dijo Alec, queriendo decir todo lo contrario.
Richard no respondió. Estaba absorto en el espectáculo de una nueva barcaza que remontaba el río para unirse a las demás. Una estela de llamas y humo negro surgía de las antorchas colocadas en su proa, rodeándola de gloria y peligro. El pabellón verde y dorado todavía estaba cerrado. Aunque era la barcaza en sí lo que lo intrigaba. Debía de haber hecho algún ruido; Alec giró sobre sus talones para ver qué estaba mirando.
—Por supuesto —dijo Alec con una sonrisa sarcástica—; qué fiesta estaría completa sin una.
La proa de la barcaza se elevaba en la grácil curva de un cuello de cisne. Una diadema ducal coronaba su cabeza. En perfecta proporción estaban hechas las alas, que se desplegaban hacia atrás para proteger los flancos del bote. Pese a las colgaduras, pese al fondo plano y la popa exagerada, la barcaza conseguía dar la impresión de ser un cisne gigante que nadara en el río. Sus remos se hundían y levantaban, goteando joyas a cada palada, tan suavemente que la embarcación parecía deslizarse sobre la superficie del agua.
—¿Quién es? —quiso saber De Vier.
—Tremontaine, claro —respondió bruscamente Alec—. Mira esa corona ducal que lo cubre todo. Pensaba que hasta tú reconocerías esas galas.
Richard las había tomado por adornos.
—No conozco a Tremontaine —dijo—; nunca he trabajado para él.
—Ella —dijo con acritud Alec—. ¿No ves el toque femenino?
Richard se encogió de hombros.
—No puedo tenerlos a todos en mente.
—Me sorprende que no hayas hecho ningún encargo para ella. Diane es una dama enamorada de la moda, y tú eres el favorito de moda...
—¿Diane? —Richard buscó la conexión y dio con ella—. Oh, ésa. Es la que organizó la muerte de su marido. Lo recuerdo. Fue antes de que me pusiera de moda.
—¿La muerte de su marido? —dijo Alec, arrastrando las palabras—. ¿Una dama tan agradable con una barca tan bonita? Qué cosas más terribles dices, Richard.
—Puede que no le gustara.
—Poco importa. De todos modos, estaba loco. Ella fue nombrada duquesa por derecho propio y a él lo encerraron. ¿Para qué matarlo?
—A lo mejor comía demasiado.
—Murió de un ataque.
De Vier sonrió mirando al suelo.
—Y tanto que sí.
Las barcazas se mecían y balanceaban conforme los amigos intentaban acercarse lo suficiente unos a otros para intercambiar cotilleos y piezas de fruta. También había varios conjuntos musicales compitiendo entre sí. Asaltó sus oídos una dramática andanada de viento, incómodamente enredada en los tendones de un arpa y una flauta y los anémicos brazos de un cuarteto de cuerda.
—En fin —dijo Alec mientras contemplaba el caos a sus pies—, al menos podemos estar seguros de que no nos vamos a morir de aburrimiento.
***
En las barcazas que los rodeaban la gente se lanzaba comida y saludos entre vítores imparciales. Recibieron un par de naranjazos, pero en la serena presencia de Diane los invitados a bordo del cisne rehusaron sumarse a la escaramuza, mientras las alas del cisne los protegían de los misiles.
Mary Halliday, que, algo que muy pocos sabían, tenía buen oído para la música, torció el gesto ante la mezcolanza de instrumentos y melodías. Diane, con una sonrisa de comprensión, dijo:
—Me pregunto si podríamos convencerlos para que colaboraran con "Nuestra ciudad de luz".
—No si me quieres —dijo Ferris, el Canciller del Dragón—. Sé poco de música, pero tengo claro qué es lo que estoy harto de escuchar. Abre todas las sesiones del consejo.
—Pero —le sonrió la duquesa—, ¿la has escuchado alguna vez en un trío para trompeta, arpa y viola de amor?
—No; y si tengo suerte no la escucharé nunca. Lástima que no trajeras tu órgano portátil para poder enmudecerlos a todos con "Dios me ha calentado el corazón".
—Tendríamos que instalar los cañones en la parte de atrás, y la estampa sería poco afortunada. Si tenéis frío, milord, morded un grano de pimienta.
La sospecha comenzaba a anidar en el corazón de Michael. Diane y lord Ferris parecían conocerse tremendamente bien. ¿Podría haber una conexión íntima entre ellos? Michael intentó decirse que no debía ser tan estúpido. Lord Horn estaba aburriéndolos a Helena y él con una complicada historia sobre cierto banquete de gala al que había asistido, para lo que parecía necesario tocar una y otra vez la rodilla de Michael para enfatizar. Si fuera una mujer, reflexionó Michael, Horn jamás osaría tocarle la rodilla. Si era cierto lo de Diane y Ferris, quizá pudiera organizar la muerte de Ferris. O puede que incluso —desde luego, todavía era un principiante, pero Applethorpe parecía opinar que tenía madera de espadachín—retara al canciller él en persona, sin previo aviso para que Ferris no pudiera emplear a otro que se batiera en su lugar. Aunque el que uno librara sus propios duelos era algo inusitado. ¿Le parecería de mal gusto a la duquesa? ¿O sería la clase de temeraria originalidad que esperaba encontrar en él...?
—Con lo que lord Michael estará de acuerdo, no lo dudo —concluyó complacientemente Horn.
Lord Michael levantó la cabeza al oír su nombre.
—¿Qué? —dijo sin ninguna elegancia.
Riéndose, lady Helena le pegó un golpecito en el hombro con su pompón perfumado y la límpida mirada gris de Horn se clavó en él. Michael sintió una repentina repugnancia por la pescadilla hervida que estaba comiendo.
—Helena, ¿no puedes aprender a controlar tu mascota? —preguntó tentativamente Michael a la joven dama del pompón perfumado.
La risa argéntea de la duquesa era toda la recompensa que necesitaba a cambio de lo que consideraba un loable, magnánimo más bien, control de su temperamento.
***
A Alec le irritaba no ser capaz de conseguir que De Vier quisiera apostar a ver qué barcaza sería la primera en volcar. Tenía todas las probabilidades estudiadas, a juzgar por cómo se conducían esas personas.
—Mira —insistió pacientemente, aun a sabiendas de que De Vier jamás apostaba por nada ni nadie—, te lo pondré fácil. Si crees que...
Pero un toque de cornetas, bien coordinado por el encargado de los fuegos artificiales, ahogó las palabras de Alec. Los sirvientes se afanaban entre las barcazas para apagar todas sus antorchas a la vez. Las embarcaciones se mecían violentamente con sus acciones; los músicos, peor educados que sus señores, blasfemaron. El agua rechazada por los botes mecidos chapaleaba contra la orilla. Del agua surgían risas estremecidas. De repente, se hizo el silencio cuando el primero de los cohetes estalló contra el cielo.
Reventó sobre sus cabezas como una estrella azul, llenando el firmamento de pétalos flamígeros por un asombroso momento antes de comenzar su lánguida desintegración en punta tras punta de fuego abrasador. En ambas márgenes del río se produjo un siseo cuando cayeron las chispas a la negrura que las esperaba, dejando un espectral rastro de humo que se disipó ante sus ojos.
En la consiguiente pausa previa a la siguiente ronda, Richard se volvió hacia su amigo. Pero la mirada de Alec no se había apartado del cielo vacío. Su rostro era una máscara de deseo ciego.
Algunos vecinos se habían unido a ellos en el terraplén por encima del río: tenderos, no eruditos. Llegaron en parejas, cortejándose, quizá, apretados los unos a los otros con los brazos alrededor de la cintura. Alec no reparó en ellos. Tenía la cara bañada de verde y oro mientras se descolgaban guirnaldas de fuego del firmamento.
Un pitido estridente hendió el aire; algunas de las personas que tenían detrás dieron un respingo. En la brecha de silencio floreció un nudo de llamas escarlatas. Se abrió despacio, como despacio se disolvió en una hueste de hilachos, una flor como un árbol en flor, con un corazón dorado que emergía, latente, en su centro. Durante largos y lentos segundos el paisaje entero quedó inundado de escarlata. En esos momentos carmesíes Richard oyó que Alec soltaba un apasionado suspiro y le vio levantar las manos para hundirlas en el fulgor.
El estallido y el chasquido de los fuegos artificiales, resonando de una orilla a otra, dificultaban el percatarse de los pasos. Richard no reparó en la presencia del recién llegado hasta sentir la sutil ondulación de tela a su lado. Su mano descendió como una serpiente y atrapó la mano del intruso, en equilibrio donde la mayoría de los caballeros guardaban sus bolsas. Sin mirar abajo ejerció una presión feroz entre los huesos. Luego se giró despacio para descubrir a quién pertenecían los controlados gorgoritos de dolor.
—Oh —dijo Willie Dedosligeros, sonriéndole sin fuerza pero con encanto—. No sabía que eras tú.