Authors: Ellen Kushner
—¡Olivia, no sigas!
—Tú... ¿de dónde va a salir tu heredero? ¿De Michael Godwin? ¡Supongo que tendrá que salir de Michael Godwin porque está claro que no va a salir de ningún otro sitio!
Oh, Dios, pensó Michael, con las manos pegadas a la boca:
Y él está ahí afuera, en el balcón...
Contempló el suelo con añoranza, en absoluto seguro de poder bajar de nuevo por la tubería. Estaba agarrotado y helado por el tiempo que llevaba en cuclillas sin cambiar de postura. Pero tenía que salir de allí. No quería seguir escuchando aquello.
Por tercera vez esa noche enganchó las piernas a la cañería de desagüe de la residencia urbana de los Rossillion y empezó a descolgarse. La tubería parecía más resbaladiza esta vez, pulida quizá por sus anteriores pasadas. Sintió que perdía asidero, se imaginó cayendo los tres metros hasta los arbustos... Le cosquilleaba el labio superior a causa del sudor cuando soltó una mano para buscar un agarre más firme... y una bota se columpió violentamente y chocó con el postigo de una ventana en un desesperado tabaleo y un golpazo final, truncando el silencio de la noche invernal.
Pensó en exclamar: «¡Es sólo un conejo!». Sus pies tocaron el suelo dolorosamente planos, y se arrodilló tambaleándose en medio de los arbustos bajos. Un perro ladraba enloquecido dentro de la casa. Se preguntó si conseguiría llegar a la puerta delantera a tiempo de fingir que justo pasaba por allí y había oído el escándalo... pero la puerta delantera ya estaría cerrada a esta hora, recordaron sus pies, que corrían a toda velocidad hacia el muro del huerto, que según había mencionado Bertram precisaba de algunos arreglos.
Los ladridos del perro repicaban cristalinos en el aire helado. Al otro lado de los esqueletos de los perales Michael vio una depresión en el muro, coronada por mortero desmenuzado. No estaba muy alto, más o menos a la altura de los ojos. Se abalanzó sobre ella con los brazos por delante, dispuesto a impulsar su cuerpo hacia arriba... y el mortero cedió, haciéndose migas bajo él mientras lo salvaba limpiamente como un salmón por encima de un dique.
El muro era considerablemente más alto al otro lado; tuvo el tiempo justo para preguntarse cuándo iba a dejar de caer antes de tocar el suelo y rodar el resto del camino terraplén abajo hasta la calle, donde a punto estuvo de atrepellarlo un carruaje.
El vehículo se detuvo entre los relinchos de protesta de sus caballos. Desde el interior una voz airada, masculina, profirió feroces improperios exigiendo saber qué ocurría. Michael se puso de pie, buscando una moneda que lanzar al cochero para que ambos pudieran seguir su camino. Pero el ocupante del carruaje, demasiado impaciente como para aguardar una respuesta, escogió ese momento para salir a investigar.
Michael hizo una marcada reverencia, tanto por cortesía como por la vana esperanza de esconder la cara. Era el viejo amigo de su madre, lord Horn, que había celebrado Año Nuevo con ellos en la campiña hacía casi diez años, cuando Michael contaba sólo quince de edad. Ajeno a las tartamudeantes explicaciones de su conductor, Horn espetó:
—¿Quién es ése?
Por encima del creciente escándalo de los ladridos de perro y las voces de personas al otro lado del muro, Michael dijo con toda la claridad que pudo:
—Soy Michael Godwin. Me dirigía a casa y me caí en la calle. —Se balanceó ligeramente—. Podría...
—Sube —ordenó Horn. Se apresuró a obedecer con las piernas temblorosas—. Te llevaré a mi casa —dijo Horn, cerrando la puerta de golpe—, está más cerca. ¡John... arranca!
El interior del carruaje de lord Horn era pequeño y oscuro. Por un momento sus alientos siguieron condensándose en blancos penachos. Michael observó el suyo con curioso desapego mientras emergía en rápidas volutas de su boca, como un niño que imita el tiro de una chimenea. Cuando lo abandonó el frío, por algún motivo empezó a tiritar.
—No es la noche más adecuada para decidir ir a casa andando —dijo Horn. Pasó a Michael una botellita de brandy de un bolsillo en la pared. El ejercicio de abrirla y beber de ella lo serenó un poco. El carruaje avanzaba a buen ritmo por las calles empedradas; tenía buenas ballestas, como bue—nos eran sus caballos. Los ojos de Michael se acostumbraron a la oscuridad, pero aun así lo único que podía ver del hombre sentado junto a él era un pálido perfil recortado contra la ventana. Recordaba a Horn de su visita a Amberleigh, un rubio atractivo de lánguidos ojos azules y pálidas manos. Y ahí estaba su envidia de adolescente de un abrigo verde de terciopelo con galones de oro...
—Espero que tu madre esté bien —dijo lord Horn—. Lamenté perderme su visita a la ciudad.
—Estupendamente —dijo Michael—. Gracias. —Había dejado de temblar. El carruaje entró en un camino de acceso y se detuvo junto a una escalinata baja. Horn le ayudó a apearse del carruaje y entrar en la casa. No tuvo ocasión de echar un vistazo a los célebres jardines de invierno de la parte de atrás.
La chimenea ya estaba encendida en la biblioteca. Michael se sentó en una pesada silla tapizada, mientras su anfitrión tocaba la campanilla y pedía algo caliente para beber. La luz de las llamas hacía que el cabello bermejo de Michael brillara como el cobre bruñido. Tenía los ojos grandes, la piel pálida aún a causa de la impresión. Lord Horn se sentó a su vez y colocó una mesita entre ambos. Estaba de espaldas al fuego. Los rasgos de Horn estaban en penumbra, pero Michael pudo discernir una nariz de puente elevado, ojos muy separados bajo una amplia frente. Su pelo rubio y ligero como el fustán formaba una aureola alrededor de la cabeza de Horn. Un elaborado reloj encima de la repisa de la chimenea desgranaba sonoramente los segundos, como si estuviera orgulloso de su lugar. Si uno no reparaba en él de inmediato a causa de sus doradas curvas y figuritas, le resultaría imposible pasar por alto el ruido que hacía. Michael se preguntó si sería apropiado hacer algún comentario al respecto.
—Has ocupado el asiento de tu familia en el Consejo, ¿estoy en lo cierto? —preguntó lord Horn.
—Sí. —A fin de eludir la siguiente pregunta, Michael explicó—: No voy por allí a menudo. Es aburrido. Sólo voy si hay alguna cuestión que ataña a Amberleigh directamente.
Para su alivio, el mayor de los dos hombres sonrió.
—Siempre he sido de la misma opinión. Aburrido. Tantos caballeros reunidos, y ni siquiera entre todos consiguen juntar un mazo de cartas. —Michael sonrió—. Tienes otras cosas que hacer con tu tiempo, creo.
El joven se envaró ante la insinuación.
—Alguien ha estado contando historias.
—En absoluto. —Horn extendió una mano enjoyada sobre la mesa en—tre ellos—. Tengo ojos.
Michael se preguntó si debería dejar que Horn creyera que lo había encontrado dando tumbos de borracho en la calle. Se convertiría en un hazmerreír si se corriera la voz: ese tipo de conducta era para los bisoños.
—Espero —dijo al tiempo que sorbía convincente y sentidamente por la nariz—que no vaya a enfermar.
—También yo —repuso suavemente Horn—, aunque la palidez te favorece. Veo que has heredado el fino cutis de tu madre.
Con una sacudida, Michael comprendió lo que intentaba Horn desde hacía rato. Ahora que lo sabía, reparó en los ojos que se clavaban abrasadores en él desde las sombras. Imprimieron una nota de color a su rostro.
—Entiendo —dijo Horn—que debes de estar sumamente ocupado. Pero uno siempre encuentra tiempo para las cosas importantes, ¿no te parece? —Sin abrir la boca, Michael asintió, consciente de que la traicionera luz de las llamas se hacía fuerte en sus rasgos. Por suerte Horn bajó las manos por los brazos de su silla y se incorporó para situarse frente al fuego, de espaldas a Michael. Ahora, por vez primera desde que se cayera del tubo de desagüe, se permitió pensar en Olivia.
Siempre había sentido lástima por la esposa de Bertram. Era una mujer hermosa. Bertram era un estúpido por ignorarla como lo hacía. A Michael le gustaba Bertram, con sus extrañas ideas y su feroz posesividad. Pero no creía que le gustara estar casado con él. Cuando Olivia se le había acercado con su torpe e ingenua coquetería, Michael se había sentido halagado, pues la mujer tenía fama de casta. Había creído entonces que había captado la simpatía y atracción que sentía por ella, y que lo correspondía. Había creído, mientras la tocaba con sus manos expertas, besando su blanca garganta y tomándose tantas molestias para no ponerla en peligro, mientras ella imposibilitaba casi toda precaución con sus gemidos y sus dedos engarriados, había creído que ella lo quería.
No era él lo que quería. Su simpatía y su deseo, toda su ternura, experiencia y encanto, no eran nada para ella, tan sólo le facilitaban el trabajo. No lo había querido, lo había utilizado para conseguir el sexo con que vengarse de su marido y engendrar un heredero.
Horn lo quería: por su juventud, su belleza, su talento para agradar y sentirse agradado. Horn debería tenerlo.
Se situó detrás de lord Horn, apoyando las manos en sus hombros. Horn se las tomó y pareció esperar. Conmovido por la formalidad de sus movimientos, Michael le dio la vuelta y le dio un beso en la boca. Sabía a especias. El hombre había estado masticando semillas de hinojo para mejorar su aliento. La lengua experta asomó con avidez. Michael se apretó con más fuerza.
—El primogénito de Lydia —murmuró Horn—. Cómo has crecido. —Sin nada que se interpusiera entre ellos salvo el caro tejido de sus ropas, Michael sintió la necesidad del hombre, gemela de la suya. Por encima del tronar de la sangre se oía el tictac del reloj.
Un delicado golpe en la puerta los separó como una cascara de nuez. Un bramido mezcla de pasión y enojo brotó de las ventanas de la nariz de Horn.
—¡Adelante! —invitó a regañadientes. La puerta se abrió ante un criado de librea que portaba una bandeja con tazas humeantes; detrás de él entró otro con dos candelabros, completamente iluminados. Horn se adelantó irritado para acelerar los trámites, y la luz cayó de pleno sobre su rostro como un puño revestido de cota de malla.
Por un momento, Michael sólo pudo quedarse mirando. La flojedad había invadido aquella piel pulcramente cuidada, desdibujando la finura de los rasgos de lord Horn. Pequeños pliegues colgaban como una colada ajena de las marcadas líneas de su rostro. Lo que antes era uniforme piel marfileña estaba tornándose cetrina, salvo allí donde los vasos sanguíneos habían estallado en sus mejillas y los laterales de su nariz. Sus ojos azules habían perdido el color, y aun el lustre de su cabello se veía atenuado como la hierba vieja en verano.
Michael contuvo el aliento y se atragantó con él. El apuesto hombre del abrigo de terciopelo verde había desaparecido, devuelto al jardín de su madre en su juventud. Olivia lo había arrojado a los brazos de este repulsivo desconocido. La taza temblaba de tal manera entre las manos de Michael que el ponche caliente se derramó sobre sus nudillos y en la alfombra.
—Lo siento... lo siento mucho.
—No importa —gruñó Horn, molesto todavía por la interrupción—. Siéntate.
Así lo hizo Michael, estudiándose detenidamente las manos.
—He estado con la duquesa Tremontaine —estaba diciendo Horn en voz alta a los criados. Sería contraproducente que les diera largas a las claras—. Una mujer encantadora. Con qué cortesía me trata. Claro que el difunto duque y yo éramos íntimos amigos. Muy íntimos. Voy a cenar con ella en su barcaza la semana que viene, cuando Steele organice sus fuegos artificiales.
El licor, y la natural fatuidad de la conversación, estaban calmando a Michael.
—¿De veras? —replicó, y se sorprendió ante lo débil que sonaba su voz—. También yo.
Los sirvientes se despidieron por fin con sendas reverencias. Horn dijo:
—En tal caso, puede que estemos predestinados a conocernos mejor. —Su voz estaba cargada de insinuación.
Michael estornudó violentamente. Fue oportuno pero impremeditado. Sintió genuino alivio al darse cuenta de que en verdad se sentía como una piltrafa. Le dolía la cabeza y estaba a punto de estornudar de nuevo.
—Creo —dijo—que haría bien en irme a casa.
—Oh, en absoluto —dijo Horn—. Puedo ofrecerte mi hospitalidad por una noche.
—No, de verdad —dijo Michael, con todo el desconsuelo que supo reunir—. Está claro que esta noche no sería la compañía adecuada para nadie. —Tosió, rezando para que la tenacidad de Horn no fuera mayor que su cortesía.
—Lástima —dijo lord Horn, arrojando un hilo invisible de su abrigo al fuego—. ¿Quieres que te solicite un carruaje, en ese caso?
—Oh, por favor, no, no te molestes. Son sólo unas pocas calles.
—¿Un candelero, entonces? No sería de rigor que te volvieras a caer.
—Sí, gracias.
Le trajeron el abrigo humeando del fuego donde estaba secándose. Al menos el agua estaba caliente. Se dirigió andando a casa, dio propina al candelero y subió las escaleras hasta su dormitorio con una vela, dejando su ropa apilada en el suelo para que la encontraran sus criados. Michael se metió entre las frías sábanas vestido con un pesado camisón, con un pañuelo apretado en el puño, y esperó a que lo venciera el sueño.
El día siguiente amaneció frío y plomizo. Capas de nubes grises tapizaban el cielo. Desde la Ribera el efecto era opresivo: el río se enturbiaba gris y amarillo entre las orillas, arremolinándose oscuro en torno a los pilares del Puente. Sobre él se extendían los almacenes y los edificios comerciales de la ciudad, interrumpidos tan sólo por parches de nieve sucia. Richard de Vier se levantó temprano y se vistió con sus mejores galas: tenía una cita en la ciudad para recoger el segundo pago de la cantidad que le correspondía por el combate con Lynch. Era una suma considerable, que sólo él podía estar seguro de introducir en la Ribera sin incidentes. Debía reunirse con alguien, probablemente el criado del agente del banquero del noble que lo había contratado, en un punto neutral donde el dinero pudiera cambiar de manos. Tanto De Vier como sus patronos apreciaban las formalidades de la discreción en estos asuntos.
Desde la Colina la vista no tenía nada que ver. Los ríos rutilaban a lo lejos, y de las casas ascendían acogedores hilachos de humo. El cielo se extendía eternamente en ondulantes capas de plata, peltre y hierro, sobre las cúpulas de la Cámara del Consejo, los muros de la Universidad y las antiguas torres de la Catedral, seguía por la llanura oriental y se perdía en las diminutas montañas.