A punta de espada (10 page)

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Authors: Ellen Kushner

BOOK: A punta de espada
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Richard le soltó el brazo y lo vio masajearse el nervio. El ladronzuelo era menudo como un niño y su cara, aunque pálida, era todo candor. Su especialidad eran los allanamientos de morada. Richard lamentaba haberle lastimado la mano importante, pero Willie se lo tomó con filosofía.

—Me has engañado, maese De Vier —dijo—, con esos perifollos. Pensé que serías un banquero. Pero da igual; me alegro de haberte encontrado. Tengo noticias que quizá te interesen.

—Está bien —dijo Richard—. Puedes ver los fuegos artificiales, ya que estás aquí.

Willie miró hacia arriba y se encogió de hombros.

—¿Para qué? Sólo son luces de colores.

Richard esperó a que terminara la ronda siguiente antes de contestar:

—Son endiabladamente caros, Willie; para algo deben de servir.

Era una causa perdida. Los fuegos artificiales ya casi debían de estar terminando y Michael vio que a bordo de la barca con forma de cisne no iba a ser nada más que uno más entre tantos amigos. La duquesa no le prodigaba un trato distinto que a los demás; si acaso, se mostraba más alejada del, puesto que era al que menos conocía. Trasegó malhumorado un vaso de burdeos y picoteó su pato. Por lo menos ella no se había burlado de él como el idiota de Horn, que no había parado de hablar de los fuegos artificiales que había presenciado en días mejores. Horn carecía del ingenio necesario para captar los dobles sentidos de la duquesa. Michael sí, aunque no le estaba sirviendo de nada. Se había reído con sus salidas, pero ella había desviado la mirada hacia lord Ferris.

¿Por qué Ferris? ¿Estaría mejor vestido que Michael? Era más poderoso, eso sin duda; pero a la duquesa no le interesaba la política. Su dinero, su ingenio y su belleza eran cuanto poder necesitaba, pensó Michael. Ferris era moreno mientras que él era rubio. Ferris ni siquiera estaba entero. Había perdido un ojo de pequeño, y lo que era por lo demás un rostro atractivo quedaba descompensado por un llamativo parche negro. Una afectación: al menos podría haber encargado varios de ellos para que hicieran juego con su atuendo. En fin, Ferris tampoco era el único con alguna excentricidad interesante. El propio Michael estaba ya lo bastante implicado en las aventuras de la espada como para provocar un pequeño escándalo. Sólo porque lo ocultara bajo una fachada atildada... Debía encontrar la manera de decirle a la duquesa lo que había hecho siguiendo su sugerencia; alguna forma de quedarse a solas con ella, lejos de los demás...

Se produjo un repentino silencio. Los fuegos artificiales parecían haber terminado. Los demás lanzaban exclamaciones de desilusión, mientras los criados se llevaban el quinto plato y volvían a bajar los laterales del pabellón. La duquesa hizo una seña a un lacayo, que asintió y se dirigió a la popa.

—Si a nadie le importa —explicó a sus invitados—, creo que deberíamos zafarnos de este apiñamiento antes de que intenten irse todos los demás. Sé que lord Ferris tiene otro compromiso esta noche, pero los demás quizá queráis entrar en la casa luego para sacudiros el frío de encima.

—¿Oh? —Lord Horn se arrimó al canciller—. ¿No estaréis invitado a la partidita de cartas de lord Ormsley, por casualidad?

—No. —Ferris sonrió—. Negocios, me temo.

La duquesa se levantó, indicando a sus invitados que no la imitaran.

—Por favor, poneos cómodos. Sólo quiero ir adelante para respirar un poco.

Michael sintió un cosquilleo en la piel. Era como si le hubiera leído la mente. Le daría un momento y después iría tras ella.

***

La traca final fue una carrera de luz y sonido. Los colores se sucedían en arcos extáticos, a cada cual más alto y brillante, hasta que el esplendor se volvió casi insoportable.

Un silencio reverencial y expectante sucedió a la caída de las últimas chispas al río. Pero el cielo permaneció vacío, un manto de estrellas pulcramente doblado sobre el lecho de la noche. Los espectadores se estremecieron y se encogieron de hombros.

Alec se giró por fin hacia Richard.

—¿No crees —preguntó con avidez—que la explosión de un cohete te podría matar?

—Podría —respondió Richard—. Aunque tendrías que estar sentado en la punta.

—Sería rápido —dijo Alec—, y espléndido, a su manera. A menos que uno impidiera la explosión. —Willie Dedosligeros cambió el peso del cuerpo de un pie a otro—. Eh. Hola, Willie. ¿Has venido a desplumar...? —Richard meneó la cabeza, indicando a los comerciantes que tenían detrás—. ¿Has venido a ver los fuegos?

Sonaron de nuevo las trompetas, si bien con menos entusiasmo que al principio. El gentío se dispersaba en la orilla de enfrente. Se estaban volviendo a encender las antorchas de las barcazas, y el cuarteto de cuerda había empezado a hacer un chirriante intento de alegrar el ambiente. En la embarcación con forma de cisne apareció una mujer sobre la proa y se quedó de cara al viento que alborotaba su capa de delicada piel blanca.

—Mira —dijo secamente Alec a Richard—. Ya puedes admirar a la dueña de tu barca preferida. Ésa es la duquesa.

—Es preciosa —dijo Richard, sorprendido.

—Cualquiera lo sería —dijo desdeñosamente Alec—a bordo de una gran barca blanca en medio del río. Tendrías que verla de cerca.

Costaba saber qué era lo que quería decir cuando se expresaba de esa forma, como si se estuviera burlando de sí mismo por hablar y de ti por escuchar. Richard había visto usar ese tono a otros nobles, aunque no, por lo general, con él. Willie Dedosligeros, que nunca había disfrutado de la conversación de ningún noble, carraspeó.

—Maese De Vier...

Les hizo señas, como un niño pequeño que quisiera enseñarles un nido de petirrojos. Los dos hombres lo siguieron hasta una esquina de la pared, a resguardo del viento y de casi todas las miradas.

El ladronzuelo se apartó el mechón de pelo que parecía colgarle siempre por encima de la nariz.

—Ah, a ver. Lo que quería decir es que alguien ha estado preguntando por De Vier las dos últimas noches en el local de Rosalie.

—¿Lo ves? —le dijo Alec a Richard—. Sabía que no deberíamos haber ido adonde Martha... —Aunque era él el que se había empeñado.

—Y este hombre —continuó Willie—tiene dinero, dicen.

—¿En la Ribera? —dijo Alec, alargando las palabras—. Debe de estar loco.

—¿Por qué no se me ha informado antes de esto? —dijo De Vier.

—Ah. —Willie asintió sabiamente—. Verás, está pagando. Está soltando un poco de plata para que la noticia llegue a tus oídos. Dos noches de paga, no está mal.

—¿Quieres que nos mantengamos al margen una noche más? —preguntó el espadachín.

—No. He tenido la suerte de encontrarte, pero seguramente a estas alturas ya habrá otros buscándote.

—Está bien. Gracias por las molestias. —Richard dio algunas monedas al bolsista. Willie sonrió, flexionó sus ágiles dedos y se perdió en la oscuridad.

—Cómo te adoran las gentes sencillas —dijo Alec, mirando en la dirección en que se había ido—. ¿Qué pasa cuando no tienes dinero?

—Confían —respondió Richard—en que me acordaré cuando lo tenga.

***

Se hizo el silencio por un momento cuando la duquesa se fue del pabellón. Todos sus invitados eran sociables por naturaleza, pero la marcha de su anfitriona exigía un hiato de reorganización.

Michael, martirizado, escuchó cómo Chris y lady Halliday hablaban de la revuelta de tejedores en Helmsleigh. Cada segundo era vital; pero no debía salir corriendo tras ella. Consideró al fin que había transcurrido el tiempo suficiente. Imposible como era evadirse sin llamar la atención, bostezó extravagantemente y estiró los brazos hasta donde se lo permitía su chaqueta ajustada.

—¿No estaréis cansado ya, querido? —dijo Horn.

—¿Cansado? —Michael esbozó la más dulce de sus sonrisas. Ahora que estaba a punto de conseguir lo que quería, se podía permitir el lujo de ser tolerante—. ¿Cómo podría estar cansado en tan agradable compañía?

—A mí el vino siempre me da sueño —dijo lady Halliday en un sombrío intento de resultar educada. Lady Helena confesó que a ella también, aunque jamás osaría confesarlo con caballeros delante. Satisfecho porque la atención se había desviado de sus movimientos, Michael empezó a levantarse.

Como un yunque de encaje, la mano de lord Horn cayó sobre su hombro.

—¿Sabéis —le confió Horn inclinándose sobre él—que la primera vez que vi a Ormsley apenas sabía distinguir un as de un comodín? Y ahora celebra partidas de naipes exclusivas en esa enorme monstruosidad que le legó su madre.

Michael murmuró comprensivamente, sin aflojar la tensión de sus músculos.

—¿Supongo —dijo Horn—que no estaréis comprometido esta noche?

—Me temo que sí. —Michael intentó sonreír, con un ojo nerviosamente puesto en la salida. Le pareció atisbar el brillo blanco de las pieles de la duquesa en el exterior. Por lo menos Horn había dejado de tocarlo; pero estaba mirando taimadamente a Michael, como si ambos compartieran algún secreto. Transmitía su travieso encanto con una confianza propia de alguien más joven.

—Qué ocupado estás siempre —suspiró Horn, batiendo sugerentemente las pestañas.

—Todo lo ocupado que puedo —dijo Michael, con la arrogante simpleza que es la antítesis de la coquetería. Vio cómo se paralizaba el rostro de Horn y añadió—: Intento conservar la dignidad.

Fue innecesariamente cruel... e hipócrita, viniendo de alguien al que habían descubierto descolgándose por una ventana. Pero Horn debía aprender alguna vez que habían pasado diez años desde sus días de gloria... y además, la duquesa acababa de reaparecer en la entrada, ruborizada y hermosa, como una diosa del rio, coronada de estrellas. Michael sintió cómo se le encogía el corazón en un duro nudo que resbaló hasta el fondo de su estómago.

—Está nevando —dijo la duquesa—. Qué bonito, y qué contrariedad. Por suerte tendremos comida de sobra si nos demora.

Se sentó con un remolino de pieles. Los diamantes de nieve que punteaban su cabello y sus hombros rutilaron por un momento a la luz de las velas antes de desvanecerse con el calor.

—Bueno, estoy segura de que sois todos demasiado educados como para hablar de mí, así que, ¿qué perlas de conversación me he perdido?

Lady Helena intentó igualar su ingenio, pero se quedó en un intento de frágil afectación:

—Únicamente el deleite de escuchar lo heroico que se mostró Christopher en Helmsleigh.

—Ah. —La duquesa miró a lord Christopher con seriedad—. Los tejedores son importantes.

—Para mi sastre, al menos —dijo jovialmente Horn—. La lana local, según él, pronto se volverá inusitadamente cara. Intenta venderme de oferta todos los colores del año pasado.

Al otro lado de la mesa, lord Ferris enarcó la ceja que no le cubría su parche.

—Cuesto trabajo conservar la dignidad vestido con los colores del año pasado.

Michael se mordió el labio. No era su intención que la frase despectiva que había dirigido a Horn se hiciera pública, y menos que los demás se sumaran a la humillación.

Horn inclinó cortésmente la cabeza.

—Creo que mi sastre y yo llegaremos a un acuerdo. Hace años que me conoce y sabe que no es conveniente jugar conmigo.

El nudo que tenía Michael en el estómago dio un vuelco.

Ferris se dirigió a Diane:

—Supongo que habrá que incluir a lord Christopher en el círculo de lord Halliday, si es que puede decirse de tan insigne canciller que posea algo tan pequeño como un círculo. Pero en nombre de mi cargo no puedo por menos de ensalzar su trabajo en Helmsleigh.

—Sois muy amable —murmuró lord Christopher, asumiendo el estoico aspecto de quienes se ven obligados a recibir cumplidos en público.

—En realidad no —le dijo la duquesa—. Milord Ferris es tremendamente ambicioso, y la primera regla de la ambición es no ignorar jamás a quien haya sido de utilidad.

La risotada general que provocó la agudeza de la duquesa alivió la tensión.

Se sacaron cuatro platos más en aproximadamente una hora de lento remar antes de que se volvieran a encontrar en el embarcadero de Tremontaine. Cuando llegaron todos estaban un poco resfriados, un poco achispados y completamente llenos.

Lo único que quería Michael era apearse de la barcaza y alejarse de aquel grupo tan desastroso. Primero la duquesa lo había embaucado y ahora estaba consiguiendo que pareciera un bobo... y, lo que era peor, que se comportara como tal. Pero Ferris no tenía derecho a coger un comentario privado y esgrimirlo contra Horn de un modo destinado a suscitar resentimientos. Ahora Horn estaba enfurruñado como un chiquillo por una nadería. Si el mismo Horn hubiera sido más sutil, Michael no se habría visto obligado a mostrarse tan franco en su rechazo. Horn pasó el resto del viaje dirigiendo su atención a todas partes salvo a Michael. Michael prefería esto a sus flirteos. El hombre se estaba comportando como si jamás le hubieran dado calabazas, situación que Michael consideraba sumamente improbable.

Pese a los compromisos que lo aguardaban, lord Ferris fue invitado a unirse al grupo en el interior de la mansión de la duquesa para beber algo caliente. Y pese a su deseo de marcharse, Michael sentía que iría en contra de su dignidad irse antes que Ferris. Apuró su ponche de un trago y sintió que con el calor se disolvía en parte el nudo que tenía en el estómago. Cuando Ferris pidió su capa, no obstante, Michael hizo lo propio. Diane dijo todas las cosas que tenía que decir sobre cómo debería quedarse, de verdad; pero no había ninguna luz especial en sus ojos y no la creyó. Los acompañó a él y a lord Ferris hasta la puerta, y allí dejó que Michael volviera a besarle la mano. Sería seguramente el ponche lo que le hizo estremecerse cuando la cogió. La miró a la cara y encontró una sonrisa tan dulce clavada en él que parpadeó para despejarse la vista.

—Mi querido joven —dijo ella—, tenéis que venir más veces. —Eso fue todo. Pero él se demoró fuera bajo el pórtico mientras el mozo le sujetaba pacientemente el caballo, queriendo dar media vuelta y preguntarle si lo decía en serio, o pedirle que se lo repitiera. Se le ocurrió que podía haber extraviado un par de guantes y se encaminó hacia la puerta. A través de ella escuchó una voz, dirigida a Ferris:

—Tony, ¿por qué atormentabas al pobre Horn?

Ferris se rió por lo bajo.

—Te diste cuenta, ¿verdad?

Era una voz de extrema intimidad. Michael conocía
bien ese
tono. La puerta se abrió y él se refugió en las sombras, para
ver la muñeca blanca
de la duquesa pegada a los labios de Ferris. Luego ella se quitó una cadena que llevaba al cuello y se la pasó por la boca una vez antes de dársela a él.

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