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Authors: Manuel Chaves Nogales

Tags: #bélico, histórico

A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (15 page)

BOOK: A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España
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Se detuvo. Cambiando de tono, habló luego con voz más grave y profunda.

—... Yo debía haber sido tu perdición. Te busqué y te llevé al
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para que te emborrachases como un imbécil y obtener de ti cuanto necesitaba. ¡No he sabido hacerlo! ¡No he querido hacerlo porque me has dado lástima! ¡Vete!

Subían lentamente un repecho desde cuya cima se veían a lo lejos los primeros resplandores del nuevo día. Ella, con la cara vuelta, rehuía la mirada de él.

—¡Vete! Hubo un momento en el que creí que eras sencillamente un aventurero y pensé que podría arrastrarte fácilmente a que desertaras. Ahora que empiezo a conocerte he perdido toda esperanza de conseguirlo. Anoche, cuando vi que te sumabas estúpidamente a esta tropa de bandoleros, me vine contigo pensando en que los crímenes de esta gente te darían al fin repugnancia y reaccionarías como yo hubiese querido: pasándote al bando fascista. Ya sé que no serás nunca capaz de hacerlo y que tu triste destino es el mismo de esos dos pobres imbéciles del comité de Benacil que traemos prisioneros. Perecer asesinado por esta canalla a la que amas tanto. ¡Vete! ¡Vete!

—Pues vente tú conmigo —respondió Jorge.

—¿Yo? ¿Para ponerme como tú al servicio de los rojos? ¿Para sentirme por tu culpa enfrente de los míos? ¡Nunca! Ya te he dicho que no te creo capaz de una traición. ¿Por qué supones que yo voy a ser capaz de hacerla? ¡Vete!

—¿Qué harás tú entre esta gente?

—Animarlos, estimular sus instintos, poner en tensión su fuerza destructora. Ellos, sólo con sus crímenes, son capaces de hacer fascista a todo el país. Así sirvo a mi causa. Vete tú a servir la tuya.

Jorge la sujetó por un brazo, horrorizado.

—¿Y si yo te mato ahora? —le dijo.

Ella lo miró fríamente.

—Serías un asesino más entre los asesinos.

La caravana había reanudado su marcha. Cuando los camiones los alcanzaron, Pepita dio un salto y, encaramándose en la trasera de uno de ellos, partió y dejó a Jorge al borde del camino sin decirle adiós y sin volver la cabeza para mirarlo.

—¿Y el inglés? —le preguntó el miliciano que la ayudó a saltar al camión.

—¡Ahí lo he dejado! ¡Es muy aburrido!

—¡Ya era hora, guapa! —comentó el miliciano relamiéndose.

Jorge, cuando vio perderse en la distancia el último de los camiones, se pasó la mano por la frente calenturienta. Sintió el deseo de echar a correr detrás de la Columna de Hierro. Algo de su ser se iba tras ella.

Se arrancó heroicamente de aquella sugestión y, un paso tras otro, emprendió el camino de retorno a Benacil. Cuando llegó al lugar donde había estado detenida la caravana, encontró al borde del camino los cadáveres de los hombres que habían sido fusilados por la espalda. Estaban cogidos de las manos fraternalmente.

* * *

El gobierno se decidía al fin a acabar con el bandidaje de aquellas columnas de desertores del frente que asolaban el país. Se enviaron fuerzas de la guardia republicana para que los tuviesen en jaque y se estimuló a las milicias locales para que les ofrecieran una firme resistencia. Como no se conseguía aniquilarles, se dispuso que las escuadrillas de aviones vigilasen sus desplazamientos y los bombardeasen implacablemente.

Jorge se ofreció voluntario para prestar ese servicio.

Iba pilotando un aparato de caza al frente de una escuadrilla cuando descubrió en una llanura parda el rosario de camiones de la Columna de Hierro. Descendió rápidamente y en una pasada de reconocimiento se cercioró de que aquéllos eran efectivamente los hombres del Chino. Dio la vuelta y, al pasar de nuevo sobre los camiones, dejó caer en el centro de la columna la carga de bombas que llevaba. Tras el suyo, los demás aparatos de la escuadrilla repitieron la maniobra, y cuando dio la vuelta por tercera vez vio cómo los bandidos que no habían sido alcanzados por las explosiones abandonaban los camiones y huían a campo traviesa en todas direcciones. Entonces descendió aún más y, volando temerariamente casi a ras de tierra, hizo funcionar su ametralladora y barrió los grupos fugitivos. Fue una cacería implacable. Mientras hubo un hombre en pie, los aviones estuvieron pasando y ametrallando.

Erguida en la techumbre de uno de los camiones estuvo desafiándole una figura de miliciano fina y breve que se mantuvo enhiesta mientras las demás se aplastaban contra la tierra. ¿Era ella?

De lo único que estaba seguro era de que la última ráfaga de su ametralladora la tiró a tierra.

EL TESORO DE BRIESCA

Testarudo y valiente, aquel hombrín insensato se obstinaba en seguir haciendo, bajo el bombardeo de las baterías rebeldes, el inventario del tesoro artístico que el curso de los siglos había ido depositando en aquel lugarón manchego dormido hacía trescientos años en un repliegue de la estepa castellana.

—¡Que tiren! ¡Que tiren! —decía—. No nos iremos de aquí mientras no hayamos puesto a salvo de sus uñas desde los cuadros del Greco hasta el último incensario. Cuando entren en Briesca, si entran, tendrán que colocar en el altar mayor una litografía de Franco y para decir misa van a tener que vestir al cura con un traje de luces.

Bajo la dirección del hombrín aquel y utilizando las confidencias de los aterrorizados vecinos, los milicianos registraban las casas de los ricos y, una tras otra, iban saliendo a luz las presas ocultas, las casullas y estelas bordadas del siglo xv, los ricos paños de altar, la maravillosa orfebrería de cálices, copones y custodias, las tallas románicas, los crucifijos de oro y plata, los soberbios exvotos de capitanes, justicias y virreyes de Indias, y los lienzos famosos de los maestros de la pintura castellana. Hasta los dos grecos que había en Briesca cayeron en manos de los milicianos.

El empeño era arduo y peligroso. Cuando aquella mañana el camarada Arnal, comisionado por la Junta de Madrid, se presentó en Briesca con su escolta de milicianos y dijo que iba a llevarse el tesoro artístico y arqueológico que había en el pueblo para evitar que cayese en manos de los fascistas que estaban ya a pocos kilómetros, estuvo a punto de que lo fusilasen. No le fusilaron porque con Arnal iban unos milicianos que también tenían fusiles. A regañadientes, el comité revolucionario del pueblo tuvo que consentir la injerencia de aquel enviado de Madrid, pero impuso una condición terminante. De Briesca no se sacaría ni un alfiler. Los tesoros de las iglesias, los conventos y los palacios pertenecían al pueblo, que no consentiría que nadie, con ningún pretexto, ni invocando ninguna autoridad, se los expropiase. Si había peligro de que se apoderasen de ellos los fascistas, el mismo peligro correrían más tarde o más temprano en cualquier otro sitio. Los tesoros eran del pueblo y seguirían la suerte del pueblo. Entre el camarada Arnal y el comité revolucionario de Briesca se entabló una polémica interminable; Arnal, testarudo, se batía bien, pero tropezaba con la cazurrería y el egoísmo de los lugareños. Lo dicho: de Briesca no se sacaría ni un alfiler. Ésta era la última palabra.

La última palabra la dijeron, sin embargo, los cañones de Franco, que a media tarde se pusieron a bombardear el pueblo desde unas alturas próximas. Sólo entonces se llegó a un acuerdo. Los objetos que tenían un valor material indiscutible, oro, plata y piedras preciosas, se recogerían y quedarían empaquetados bajo la custodia del comité revolucionario local, que en caso de evacuación los llevaría consigo. Las obras de arte y las joyas arqueológicas que tuviesen, a juicio del camarada Arnal, un positivo valor de estimación, serían guardadas con absoluto secreto en algún escondite que sólo conocerían tres personas: el propio Arnal y dos de los miembros del comité; y, finalmente, los ornamentos del culto que careciesen de valor, las imágenes de factura moderna, los candelabros de latón, los viejos misales, todo lo que no tuviese cotización en el mercado profano, sería implacablemente destruido por medio del fuego. La conciencia antirreligiosa del pueblo revolucionario exigía para su plena satisfacción que este auto de fe se verificase con toda solemnidad. El camarada Arnal quería salvar de la quema toda aquella bisutería sacra que los milicianos amontonaban a sus pies y sermoneaba a los del comité local exponiéndoles la conveniencia de conservar todo aquello que el día de mañana podría tener un gran valor documental; con las imágenes desgraciadas, las telas infames, los cromos groseros, las atroces disciplinas, los rosarios burdos que hacían los pastores y los sucios exvotos podrían formar más adelante un curioso museo antirreligioso que educase en el ateísmo a las generaciones venideras.

—¡Ca, no señor! —decían los pueblerinos desconfiados—. Si no lo quemamos todo ahora mismo, tarde o temprano volverán a refregárnoslo por los hocicos. ¡Al fuego! ¡Al fuego!

Los cañones de Franco seguían llevando el contrapunto de la discusión. Cuando, ya de noche, los fascistas descubrieron desde lejos la llama viva que en el centro de la plaza de Briesca iba consumiendo los instrumentos de la fe popular en un simbólico auto de nueva fe, debieron adivinarlo porque sus cañones arreciaron el bombardeo y los obuses caían en el centro del pueblo y despanzurraban los viejos caserones, de los que escapaban las mujerucas aterrorizadas santiguándose y gritando: «¡Castigo del cielo! ¡Castigo del cielo!».

Arnal y sus hombres seguían impertérritos y escrupulosos el saqueo e inventario de la riqueza artística e histórica de Briesca bajo el fuego de la artillería enemiga. Todo lo que no era de oro o plata ni tenía un positivo valor artístico iba a alimentar la hoguera encendida en la plaza mayor. A medianoche, los jefes de las milicias que defendían el pueblo y los miembros del comité revolucionario, reunidos en consejo de guerra, hicieron saber al camarada Arnal que, a la vista del furioso bombardeo que estaban sufriendo, era de prever un ataque de las columnas fascistas para el amanecer y precisaba dar por terminada aquella tarea para que todos los hombres útiles se consagrasen a la lucha en el frente. Arnal reclamó todavía un plazo de unas horas para dar por terminada su requisa. Últimamente los del comité se apoderaron de los grandes paquetes hechos con los objetos de oro y plata y salieron después para el frente llevándose a los milicianos que hasta entonces habían estado auxiliando al camarada Arnal. Éste quedó solo con los dos miembros del comité designados para la ocultación del tesoro artístico. Con aquellos lienzos y esculturas, obras de arte únicas en su género, que podían valer millones, hicieron tres grandes paquetes y, ya de madrugada, después de cerciorarse de que nadie les espiaba, cargaron con ellos y, provistos de un pico y una pala, se perdieron en los callejones desiertos del pueblo; Arnal traía las uñas partidas y los dedos ensangrentados de arañar la tierra. Cambiaron unas miradas de triunfo y unos apretones de manos.

—Nadie dará jamás con el tesoro.

—Nadie.

Los dos muchachos del comité trocaron luego el pico y la pala por los fusiles.

—Vamos ahora a partirnos la cara con los fascistas —dijo uno.

Se incorporaron a los pelotones de milicianos que en camionetas partían para el frente. Eran dos bravos mocetones. Arnal se quedó allí expurgando entre las menudencias del despojo en espera de que se hiciese de día. A veces una tablita borrosa en la que se adivinaba una sencilla virgencita o un rosario de cuentas gordas amorosamente trabajadas por un rústico artífice le hacían estarse un rato meditando. ¡Qué valor de afección, qué saturación de blanda humanidad había en aquellas pequeñas cosas! La enérgica reacción que le hacía tirar la evocadora nadería diciendo inexorable: «¡Al fuego! ¡Al fuego!» no le impidió apartar amorosamente un montoncito de objetos humildes en los que la piedad rezumante ponía una inevitable sugestión. «Soy un cochino sentimental —pensaba—; un lamentable artista tan blando y tan incapaz para la revolución como todos los artistas y todos los intelectuales. Tendré que vigilarme».

Abrió la ventana. Amanecía. El fuego de cañón había cesado, pero se oían distantes las descargas de fusilería que rasgaba el alba. «Pronto estarán aquí», pensó.

Salió a la calle con su paquetito de medallas, exvotos, rosarios y estampas piadosas bajo el brazo. El frío del amanecer le hacía dar diente con diente. En la plaza, junto a los tizones de la hoguera sacrílega que aún crepitaban, unos hombres viejos armados con escopetas de caza y con unas mantas liadas por la cabeza preguntaban ansiosos a un miliciano que volvía jadeante de la línea de fuego. La cosa iba mal. Había que mandar inmediatamente al frente las camionetas que quedaban en el pueblo para que pudiesen recoger a los heridos. Había muchos, muchísimos.

Pero en Briesca no había ya camionetas; de las que quedaron se habían apoderado, apenas salieron para el frente los milicianos, unos cuantos cobardes que las utilizaron para huir en dirección a Madrid; también se habían llevado el auto de Arnal.

Poco después llegaba con el motor humeante un camión sanitario cargado de heridos. Hizo alto en la plaza y los sanitarios bajaron a uno que se les había muerto en el camino. ¿Para qué lo iban a llevar más adelante? Los sanitarios confirmaron la impresión del desastre. Los moros y el Tercio habían atacado furiosamente al romper el día. Al principio los milicianos aguantaron pegados a los surcos, pero, en vista de la resistencia que encontraban, los fascistas hicieron avanzar los tanques y consiguieron romper la línea de defensa por varios puntos. En aquellos momentos, los aviones rebeldes, volando a ras del suelo, ametrallaban a placer a los milicianos dispersos por el campo.

Tras aquel auto apareció otro de turismo con seis u ocho heridos amontonados en el interior y cinco o seis milicianos despavoridos colgados de las aletas. Contaban que por la carretera venían corriendo a pie grupos compactos de milicianos que habían tirado los fusiles y para escapar más rápidamente se colgaban de los automóviles sanitarios que pasaban. La plaza de Briesca comenzaba a poblarse de gente aterrorizada que salía de las casas inquiriendo detalles de la batalla y de milicianos fugitivos que llegaban de la línea de fuego.

Cuando los desertores formaban ya un núcleo considerable, hizo su aparición en la plaza del pueblo un auto del que se tiró furioso un hombre que, pistola en mano, se fue hacia ellos increpándoles:

—¡Canallas! ¡Cobardes! ¡Os voy a fusilar a todos!

Era el comandante militar del sector, que, al darse cuenta de la defección de sus hombres, abandonaba su cuartel general y se lanzaba personalmente a contener la desbandada. Al verle venir, el grupo de milicianos retrocedió temeroso. El torvo visaje de aquellos hombres que tenían miedo se ensombreció de manera siniestra. Reculaban como la fiera acosada por el látigo del domador, pero dispuesta, sin embargo, a saltar sobre él al menor descuido. El comandante, fuera de sí, desesperado, gritando como un energúmeno, se echaba sobre ellos y al que cogía le abofeteaba rabiosamente.

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