Read A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España Online
Authors: Manuel Chaves Nogales
Tags: #bélico, histórico
Existían, cómo no, la delincuencia vulgar, la rapacidad y el bajo instinto del robo. Nadie mejor que el propio Arnal lo sabía. En ocasiones había tenido que batirse con verdaderas cuadrillas de forajidos que se entregaban impunemente al saqueo, pero lo que le sorprendía era que aún le fuese posible luchar, que, a fin de cuentas, fuese él, la débil sombra de un Estado inerme, lo que a pesar de todo conseguía imponerse. Supo un día que una cuadrilla de milicianos sin control regresados del frente se había incautado de un palacio en el que se guardaban valiosísimas colecciones artísticas y se presentó allí dispuesto a impedir cualquier despojo. Aquellos hombres sin escrúpulos habían comenzado en efecto a apoderarse de las riquezas del palacio y a disponer de ellas a su libre albedrío. Al inspeccionar uno por uno los salones advirtió el expolio y trató de impedirlo. Requirió la presencia del jefe de aquella tropa e, invocando la autoridad de que se sentía revestido y en nombre del gobierno, le conminó a que todo cuanto había en el palacio fuese escrupulosamente respetado, a que se restituyesen a su lugar las piezas que habían desaparecido y a que los salones que él designara fuesen sellados y custodiados. El jefe le escuchó primero con benevolencia, luego con sorna y finalmente con ira. Arnal no se arredró por el mal ceño de aquel capitán de bandidos, y le amenazaba con denunciarle y hacerle encarcelar si sus órdenes no eran obedecidas cuando sintió en el costado la presión de un objeto duro que le hizo palidecer y callarse. Sin descomponerse, sin pronunciar una palabra, sin hacer un ademán, el jefe de la tropilla, que se le había ido acercando suavemente, empuñó su pistola y, apretándole el cañón contra el cuerpo, le decía:
—Vete. Anda. Que no te vea yo más por aquí. Largo. Vete ahora mismo. Vete y llévale el cuento a tu gobierno. Diles a tus ministros que no te hemos matado por lástima. Que vengan ellos si quieren algo del palacio. ¡Largo de aquí, ea!
El tono era tan convincente que el camarada Arnal bajó la cabeza y salió sin replicar palabra. En el vasto zaguán del palacio, los milicianos de guardia apuraban las viejas botellas de la aristocrática bodega.
—Eh, tú, artista, ven a echar un trago con nosotros y no te enfades —le gritó uno de ellos cuando pasaba.
Arnal salió entristecido. ¿Qué haría? ¿Denunciar a aquella cuadrilla de bandidos? ¿Dónde? ¿Quién le haría caso en aquellos momentos? Dos o tres días anduvo descorazonado. Una mañana se enteró de que los milicianos habían abandonado, al fin, el palacio. Fue allá, y supo con desconsuelo que lo habían arrasado; lo que no pudieron llevar, lo destrozaron. Pero supo también que el jefe de aquella cuadrilla había aparecido asesinado en unos jardincillos de los alrededores del cuartel de la Montaña. Tenía un balazo en la nuca y, sujeto con su gorrillo de cuartel en el que campeaban las tres estrellas de capitán, había al lado del cadáver un papel en el que decía: «Por ladrón».
* * *
Cada día le parecía más absurda y sin sentido su tarea. Correr de un lado a otro afanosamente para salvar una tela pintada, una piedra esculpida o un cristal tallado a través de aquella vorágine de la guerra y la revolución se le antojaba insensato. ¿Para qué? Cuando la vida humana había perdido en absoluto su valor, cuando los hombres morían a millares diariamente, cuando una generación entera caía segada en flor, cuando veinte millones de seres pertenecientes a una raza vieja en la civilización se precipitaban a la barbarie de las edades primitivas, ¿qué sentido podían tener ni el arte, ni los testimonios de un glorioso pasado, ni todos aquellos valores espirituales por cuya conservación se desvelaba? ¿Es que todo aquello que tan celosamente defendía había servido para ahorrar un solo crimen? Empezó a pensar que, cuando los hombres podían ser inmolados en masa con tan inhumana indiferencia, lo menos que podía pasar era que pereciesen también sin duelo las obras del espíritu que no sirvieron para evitar semejante barbarie. Arrasémoslo todo, pensaba. Hagamos tabla rasa. De nada nos han servido los tesoros de espiritualidad que nos transmitieron las generaciones anteriores. No dejemos ni rastro del pasado.
Como si este anhelo suyo estuviese compartido por todas las potencias de la Tierra, en el instante mismo en que llegaba a este punto de sus meditaciones se alzaron en la oscuridad de la noche seis llamaradas gigantescas que iluminaron con sus siniestros resplandores el cielo anubarrado. Madrid ardía por los cuatro costados. Una escuadrilla de aviones enemigos había arrojado en diversos lugares de la capital numerosas bombas incendiarias que prendieron en media docena de edificios y provocaron aquellas seis hogueras enormes que daban la impresión de que Madrid entero estaba ardiendo. Uno de los edificios incendiados, según vinieron a decirle, era el histórico palacio de Liria, residencia de los duques de Alba. Arnal, a despecho de sus reflexiones, corrió desolado al lugar del siniestro. El palacio de Liria era la mansión prócer que más riquezas artísticas e históricas atesoraba en España. Su destrucción era la pérdida irreparable de los más valiosos testimonios de nuestras grandezas. Abatido por la magnitud de la catástrofe, Arnal contemplaba estúpidamente aquella formidable hoguera en la que se fundían las armaduras de los caudillos imperiales y se convertían en fugaces bengalas los lienzos de Goya y Velázquez.
Aquel incendio del palacio de Liria acabó de desmoralizar al camarada Arnal. Era inútil todo esfuerzo. No se salvaría nada. Y, luego, aquella duda. ¿Es que había algo que valiese la pena salvar?
Cuando corrió por Madrid el rumor de que el mismo duque de Alba, reproduciendo al cabo de los siglos un altivo gesto de la raza, había sido quien ordenó a los aviadores fascistas que destruyesen su propio palacio para que el fuego lo librase de la vergüenza de haber sido invadido por el pueblo, Arnal tuvo la firme convicción de que había llegado la hora de destruirlo todo implacablemente y de que, en efecto, nada debía hurtarse ya a la cólera de los hombres.
Se acordó entonces de los dos cuadros del Greco que había dejado enterrados secretamente en las cercanías. Una vez muertos los dos milicianos que le ayudaron a esconderlo, nadie más que él sabía ya dónde estaban. Y se sintió fuerte y optimista al pensar que estaba en su mano dejar que se pudriesen en aquel agujero ignorado y que, si un día cualquiera le mataban, perecerían con él aquellas obras maestras de un sublime espíritu. Hizo firme propósito de no revelar jamás a nadie su secreto, y sólo ante el temor de que andando el tiempo llegase un día en el que no pudiese recordar exactamente el sitio donde estaba escondido el tesoro, cogió el lápiz y en un trocito de papel trazó el esquema del difícil camino que había que seguir desde la plaza de Briesca para llegar al lugar donde se hallaba el escondite. Luego, temiendo que, aunque el croquis carecía de toda indicación nominal, alguien fuese capaz de interpretarlo, se puso a trazar líneas caprichosas sobre las que indicaban la trayectoria a seguir, y consiguió que el esquema desapareciese bajo la apariencia de un boceto de pintor que representaba el escorzo difícil de un miliciano muerto. Entre las líneas vacilantes de aquella figura abocetada se perdió la línea firme del camino que conducía al tesoro. Satisfecho, se guardó el boceto en la cartera, salió y se dirigió al Comisariado de Guerra. Mientras dibujaba había tomado una resolución definitiva.
* * *
Decididamente aquella tarea a la que había estado consagrado carecía ya de sentido. Lo único importante era ganar la guerra. Dimitió de su cargo de miembro de la junta encargada de la conservación del patrimonio artístico nacional y se ofreció al gobierno como combatiente. Le nombraron comisario político.
El primer día que estuvo en el frente asistió impotente a la desbandada habitual de los milicianos. Nada les contenía. Cuando avanzaban los tanques o cuando volaban sobre ellos los aviones ametrallándoles a mansalva no había nada eficaz para dominar su pavor y contenerles, ni las arengas vibrantes, ni las patéticas imploraciones, ni las amenazas; nada. El aparato bélico del ejército rebelde les impresionaba terroríficamente, y a las dos horas de fuego los hombres más entusiastas, los obreros más conscientes y los más recios campesinos tiraban las armas y huían. Era inútil. Aquellas masas eran incapaces de hacer la guerra en campo abierto. No sabían.
Una tarde entre las tardes, después de vociferar y amenazar como energúmenos a los milicianos que huían, se quedaron solos en un pueblo ya de las inmediaciones de Madrid el camarada Arnal, comisario político, y el capitán del ejército encargado del mando. El pueblo era una magnífica posición estratégica, y abandonarla sin lucha a las puertas de la capital era una catástrofe. El capitán veía furioso cómo el último grupo de milicianos fugitivos doblaba a todo correr el recodo de la carretera de Madrid. Cogió uno de los fusiles que al huir habían tirado, se lo echó a la cara e iba a disparar contra ellos cuando Arnal le desvió el arma.
—Es inútil, camarada. Con eso no conseguiremos nada.
El capitán tiró el arma desalentado.
—Ya no puedo más —dijo con voz sombría—; me han hecho venir corriendo desde Extremadura delante de una tropilla de moros. No doy un paso más. Aquí me quedo. Que vengan los fascistas y me fusilen.
—Vamos, camarada. Ánimo. Nuestros hombres no saben hacer la guerra. Ya reaccionarán. A las puertas de Madrid se harán fuertes y venceremos.
—¿Vencer? ¿Con esa canalla? ¡Nunca! No venceremos nunca.
Arnal le miró con mal ceño:
—Eso que llamas canalla es el pueblo. ¿Sabes?
—¡Una vil canalla! ¡Un rebaño de borregos! ¡Que se vayan! ¡Que sigan corriendo! ¡Vete tú también, que eres de su ralea! Yo soy militar, ¿sabes? ¡Militar! Y voy a enseñaros a ti y a esos cobardes y a los fascistas, a todos, cómo se puede morir con decoro. ¡El pueblo! ¡Puaf! ¡Qué asco!
Arnal sintió deseos de lanzarse sobre él y estrangularle. Le echó una mirada de odio y le escupió:
—Al fin, militar. ¡Fascista!
Dio media vuelta y se fue por el mismo camino que habían seguido los milicianos. El capitán, plantado en la plaza del pueblo abandonado, le gritaba desde lejos:
—Ven acá, cobarde, si quieres aprender a morir. Ven acá.
Cuando se quedó solo arrastró una ametralladora hasta emplazarla detrás de un poyo de piedra que había en el centro de la plaza. Colocó junto a ella cuantas cintas de munición pudo encontrar, encendió un cigarrillo y se puso a esperar tranquilamente.
Era ya de noche y todavía se oían desde las nuevas posiciones de los milicianos las descargas de la fusilería fascista y el tableteo intermitente de una ametralladora. De madrugada aún sonaba. Al amanecer enmudeció al fin. Arnal, al día siguiente, cuando se vio de nuevo entre sus hombres en una trinchera de los arrabales madrileños, les habló tristemente con un tono de voz opaco y profundo. Las palabras se le quebraban en la garganta. Aquellos hombres le escucharon cabizbajos. Oyeron contar cómo había sabido morir su capitán después de renegar de ellos. Cómo se había suicidado para redimirse de los cuatro meses de huida vergonzosa delante del enemigo a que le habían arrastrado.
—Hoy —les dijo Arnal— volveréis a sentir miedo y huiréis otra vez. Mañana los moros entrarán en vuestras casas y os sacarán de debajo de las camas ensartados en sus bayonetas a la vista de vuestras mujeres. Yo caeré hoy aquí. Lo prefiero.
No les dijo más. Cuando horas más tarde las vanguardias rebeldes, después de un duro cañoneo, se lanzaron al asalto, el camarada Arnal, comisario político, acechó el instante crítico detrás del parapeto y, una vez llegado, echó el cuerpo fuera de un salto, alzó el puño cerrado y gritó:
—¡Viva la revolución!
Una ráfaga de plomo le abatió en el acto. Quedó tendido en la tierra de nadie. Mientras se moría quiso entretenerse en hacer examen de conciencia y no pudo. Se distraía. Pensó en las mil musarañas, en un cartel bonito que había visto en una esquina, en un perrillo cojo que tenían los milicianos... Se acordó también del tesoro de Briesca, cuyo secreto guardaba en aquel indescifrable dibujo que llevaba sobre el pecho, y cuando quiso poner en claro si había hecho bien o mal en aquel asunto, se murió.
* * *
Se murió sin saber que su gesto no había sido tan estéril como creyó. Los milicianos que hasta aquel instante habían huido siempre no huyeron aquel día. Resistieron por primera vez y, cuando comprobaron maravillados que se podía resistir, atacaron. Madrid, que debía haber caído al día siguiente, no cayó. Resistió un día, y otro, y otro, y una semana, y un mes...
El cadáver de Arnal fue rescatado por sus camaradas. En la cartera que llevaba en el pecho le encontraron un borroso apunte de un miliciano yacente que fue a parar a la exposición de documentos de la guerra civil organizada por la sección de propaganda del Quinto Regimiento. Un periodista norteamericano que lo vio tuvo el antojo de llevárselo, y a cambio de un donativo de cinco dólares para el Socorro Rojo Internacional se lo dejaron. No sabrá nunca que con aquellos cinco dólares compró el secreto de un tesoro que jamás acertará a descifrar. Aquel «miliciano muerto» de líneas imprecisas valía por dos obras maestras del Greco.
—
Paisa
, por Dios Grande, no
tirar
. Yo
estar
rojo.
Con los brazos en alto, las manos abiertas, una pierna tinta en sangre y las verdes pupilas dilatadas por el espanto, Mohamed se rendía. Había arrojado el fusil al suelo en señal de sumisión y, colocado delante del peñasco tras el que estuvo defendiéndose, esperaba a que fuesen a capturarle. Los rojos, venteando una añagaza del moro, no se decidían a salir a cuerpo limpio y seguían tiroteándole desde los lugares protegidos en que se habían atrincherado para cercarle. De vez en cuando, el chasquido de una bala arrancaba una lasca al peñasco donde se destacaba la silueta estirada de Mohamed, cada vez más maravillado de que después de tanto tirarle no le hubiesen dado todavía.
—No tirar —gritaba con voz angustiada—. Yo
estar
rojo; yo
estar república
.
Los rojos, desde sus parapetos, seguían tirando al blanco sobre él. Pero no le daban. Mohamed, estupefacto al ver que las balas pasaban junto a su cabeza sin herirle, empezó a sentir cierto desprecio por aquellos torpes tiradores. Estaba seguro de que él no hubiese marrado al primer golpe. Y tan desdeñoso concepto formó de ellos, que pensó en coger otra vez el fusil y seguir luchando, seguro de vencer a tan incapaces guerreros. Uno de ellos pareció decidirse al fin a echar el cuerpo fuera del parapeto.