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Authors: Manuel Chaves Nogales

Tags: #bélico, histórico

A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (25 page)

BOOK: A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España
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Bigornia, en el volante, crispaba la pierna derecha sobre el acelerador haciendo trepidar horrísonamente el mecanismo. Tenía debajo del asiento una caja de botellas de cerveza, y de vez en cuando rompía de un golpe seco el gollete de una y se tiraba sobre la bocaza abierta ansiosamente el líquido caliente y pegajoso que simultáneamente iba eliminando por los poros abiertos de su piel desnuda, lustrosa como la de un hipopótamo, que cada vez que se rozaba con las planchas del blindaje calentadas por el sol sentía el mordisco de la quemadura.

A la mitad de un repecho el motor dejó escapar dos o tres detonaciones. No podía más. Bigornia lanzó una maldición y sin vacilar un instante abrió temerariamente la portezuela y saltó al campo con su caja de herramientas. Las balas silbaban en torno suyo.

—¡Huyamos! ¡Huyamos! —decían sus compañeros viendo aparecer en lo alto de la colina las siluetas de los jinetes moros que correteaban haciendo fuego contra el tanque.

—¡Quietos! —rugió Bigornia—. ¡No es nada! En dos minutos, si no me dan un tiro antes, está reparada la avería. Disparad mientras tanto contra ellos para tenerlos a raya.

Y sin levantar la cabeza estuvo manipulando en el motor con sus llaves y sus alicates mientras las balas le contorneaban. Los moros, cuando advirtieron que el tanque se había detenido, fueron avanzando y cada vez disparaban sobre él con más precisión. Los compañeros de Bigornia les contenían haciendo fuego desde las troneras mientras oían anhelantes el resoplar del ogro que forcejeaba desesperadamente.

—¡Que nos cogen! ¡Vámonos! —gritaron viendo el cerco de jinetes que se les echaba encima.

—¡Quietos! ¡Ya está! —gritó triunfalmente Bigornia.

Saltó otra vez al volante y, poniendo en marcha el motor, hizo un viraje y enfiló las líneas republicanas mientras sus camaradas abrían un círculo de fuego que dispersaba otra vez a los caballistas.

El tanque conducido por Bigornia consiguió reunirse con los otros y juntos continuaron la retirada. Pero la caballería mora venía tras ellos y, a favor de los accidentes del terreno, seguía acosándoles, ayudada por la aviación. Cuando llegaron a las líneas leales se encontraron con que la desbandada era general. Los milicianos, abandonando sus posiciones, corrían en dirección al pueblo y, no considerándose seguros en él, lo atravesaban sin detenerse y seguían trotando empavorecidos por la carretera de Madrid. Mezclados con ellos huían los vecinos que aún no habían evacuado el lugar. La fila de los tanques cerraba la retirada. Pero, pasado el pueblo, la evacuación se convirtió en fuga. Unos destacamentos de caballería rebelde, merced a un rápido movimiento envolvente, bordearon el pueblo, hicieron su aparición en el naneo derecho de la carretera y sembraron el pánico. Los milicianos huían ya a carrera abierta. Los mismos tripulantes de los tanques, no considerando bastante rápida y segura la marcha de aquellos pesados armatostes, los abandonaban al borde de la carretera y echaban a correr fiando su salvación a la ligereza de sus piernas.

Bigornia, que iba al volante del último tanque de la fila, vio desesperado cómo todos sus camaradas desertaban hasta que le dejaron solo. Cuando encontró abandonado en la carretera uno de los tanques que precedían al suyo le entró una rabia loca. Pateaba, blasfemaba, rugía, se daba con la cabezota contra las planchas del inmovilizado artefacto. Llorando de rabia, cogió su caja de herramientas y su martillo, se metió en el tanque abandonado y estuvo desmontando las ametralladoras y las piezas esenciales. Luego de inutilizarlo y desarmarlo, se puso a transportar al tanque que él conducía las municiones que quedaban en el abandonado. Tuvo el tiempo justo. Cuando volvió a poner en marcha el motor de su máquina ya le zumbaban otra vez en los oídos las balas de sus perseguidores.

Un kilómetro más allá alcanzó otro tanque también abandonado. Esta vez no tuvo tiempo más que para preparar su voladura con unos cartuchos de dinamita. La formidable explosión sobrevino cuando aún no había podido alejarse lo suficiente, y sobre el caparazón de su tanque apenas puesto en marcha cayó una masa enorme de hierro, plomo y tierra. Los facciosos que venían acosándole debieron de detenerse allí, porque ya no volvió a sentir el silbido de las balas. Caminó durante una hora al paso lento del armatoste. El campo parecía desierto. La vida había huido de aquellos parajes. Los campesinos aterrorizados abandonaban sus viviendas ante el avance de los conquistadores. Una sensación angustiosa de vacío, de muerte, de desolación, precedía al Ejército Nacional.

Bigornia, rendido al fin, agotado por el esfuerzo de la terrible jornada, se adormecía con el runrunear monótono del motor a lo largo de aquella paramera interminable. Ni un ser humano, ni un indicio de vida en todo lo que alcanzaba la vista.

En un recodo de la carretera vio a través de la visera del tanque una figurilla minúscula que le salía al paso. Era una chiquilla de ocho a diez años con el bracito en alto y la mano extendida. Detuvo el tanque, y la chiquilla, al verle saltar a tierra desnudo de cintura para arriba y con aquella caraza feroz de ogro que tenía, se tiró al suelo aterrorizada gritando:

—¡No me mate! ¡No me mate! ¡Yo soy buena!

Bigornia alzó en sus brazos a la criatura, que se debatía horrorizada escondiendo la carilla.

—¡Yo soy buena! ¡Mamá es buena! —repetía.

Y cuando poco a poco iba convenciéndose de que aquel ogro no la devoraba todavía, con la cara vuelta y sin atreverse a mirarle alzaba la manecita abierta creyendo que con aquel ademán podría conjurar el peligro que la aterrorizaba. Bigornia tapó los deditos tiernos de la criatura con su manaza velluda y sonriendo tristemente le dijo:

—¡Así, guapa, así!

Y le mostraba el puño cerrado. La chiquilla, recelosa, le miraba de través con sus ojazos cuajados de lágrimas.

—¿Qué haces aquí? —le preguntó Bigornia con el tono de voz más amable que pudo arrancar a su garganta—. ¿Y tus padres? ¿Dónde están?

La chiquilla vacilaba antes de contestar.

—¿Tú eres fascista? —preguntó al fin.

—No, guapa, no. ¿Dónde están tus padres? ¿Estás sola?

—Papá se fue a la guerra.

—¿Cómo hacía papá? ¿Así? ¿O así? —le preguntó Bigornia abriendo y cerrando el puño.

—¡Así! —respondió la chica apretando sus cinco deditos. Luego tuvo miedo y agregó—: ¡Mamá es buena! ¡Estábamos en casa! ¡Mamá es buena!

—Y papá, guapa. ¡Y papá! —agregó Bigornia refregándole los cañones de la barbaza por la carilla suave.

Con la chiquilla en brazos echó a andar hacia donde ella le indicaba. En una hoyanca que había a unos cien metros de la carretera estaba tendida y exánime una mujer joven, con la frente sujeta por un pañuelo y los pies envueltos en una manta. A su lado, hundiéndole las manecitas en el regazo, lloriqueaba un renacuajo que aún no tendría dos años. Bigornia reanimó a la mujer, la hizo incorporarse y con unos tragos de cerveza consiguió hacerla hablar. La fatiga y la sed la habían hecho caer extenuada en aquella hoyanca después de una terrible jornada de camino cargada con las dos criaturitas. En todo el día no había podido pararse a descansar ni había probado bocado ni había encontrado quien le diese una sed de agua. Ante el avance de los militares la gente huía a la desbandada y la habían dejado atrás. Cuando no pudo más se tiró en aquel agujero. Tenía los pies ensangrentados y los brazos rendidos del peso de las criaturas. Antes de que la abandonasen del todo las fuerzas había recomendado a sus hijos:

—Si vienen unos hombres malos no levantéis el puño, porque nos matarán; abrid la mano así. ¡Así! ¡Así!

Y se quedó sin sentido enseñando a sus hijuelos el conjuro.

La chiquilla, al ver a su madre inmóvil, había salido a la carretera, aterrorizada por la soledad y el silencio, y, temiendo siempre que aquellos hombres malos la matasen, había salido al paso del tanque extendiendo su manecita como le había recomendado su madre.

Bigornia cargó con los chiquillos y volvió al tanque con la madre apoyada en su brazo. Hizo una camita a la chiquilla entre los soportes de una ametralladora, colocó a la madre a su lado junto al volante y le puso en el regazo al pequeñuelo.

—Echa la cabeza en mi hombro y duérmete —le recomendó.

La pobre mujer le obedeció, y Bigornia sintió en su piel desnuda y febril la caricia de aquella cara fina y fría como si fuese de cera.

Caía la tarde, y el campo calcinado se oreaba con la brisa que penetraba también por la visera del tanque refrescando el estrecho recinto. Bigornia rebuscó en su morral de campaña y encontró unos pedazos de pan que repartió entre la madre y los chiquillos, que poco a poco revivían y le sonreían agradecidos. Cuando, después de diez o doce kilómetros de soledad, llegaron al primer pueblo encontraron al fin los restos dispersos de las milicias que los oficiales y los comisarios políticos intentaban reagrupar después de la derrota, para establecer una nueva línea de resistencia. Bigornia detuvo el tanque en la plaza misma del pueblo en la que hervía una multitud abigarrada y nerviosa. Los milicianos que venían huyendo se mezclaban con los campesinos refugiados y con los nuevos contingentes de milicias que, ante las alarmantes noticias del fracaso, habían sido enviados a toda prisa desde Madrid para contener la desbandada.

Delante de toda aquella gente, Bigornia salió del tanque y, encarándose con los grupos de milicianos que le cercaban curiosos, les gritó:

—¡Cobardes! ¡Cobardes!

Cogió al que tenía más cerca echándole la garra al pecho, lo atrajo hacia sí, le escupió en la cara. «¡Cobarde!», y lo tiró de un manotazo como si fuese un guiñapo. Le abrieron calle y, sin volver la cabeza, echó a andar con su paso de ogro. La mujer le seguía subyugada llevando a rastras a sus hijuelos.

Un hombre joven le salió al paso.

—¿Qué es esto, Bigornia? ¿Qué te pasa? ¿Adonde vas?

Era Luis, el comunista del cuartel de la Montaña. En el pecho y en el gorrillo de cuartel lucía las tres estrellas de comandante. Bigornia le miró de arriba abajo.

—¿Que adonde voy? ¡A mi casa! ¡A esperar allí a los fascistas! ¡Aquí no hay más que cobardes! ¡Cobardes! ¡Cobardes!

* * *

Se metió en su casucha del arrabal y no quiso saber más de la guerra ni de la revolución. Rodeado de su mujer y de sus doce o catorce hijos, rumiaba entristecido la derrota encerrándose en un desesperado mutismo. Se había llevado consigo a Isabel, la mujer aquella que se encontró en la retirada, y a los dos pequeñuelos que tenía. Antonia, la mujer de Bigornia, recibió bien a los niños y mal a la madre. Su instinto le hacía adivinar que aquella intrusa era peligrosa a pesar de su aire compungido y de su ánimo angustiado.

Isabel, cuando estalló la rebelión militar, vivía en un pueblecito de Extremadura con su marido, joven artesano que en los primeros días de la guerra dejó a su mujer y a sus hijos y salió alegremente con una tropilla de milicianos mal armados a cortar el paso de los rebeldes. No volvió a saber de él. Algunos paisanos suyos sabían que había estado en Badajoz, y a espaldas de ella hasta aseguraban que fue uno de los que cayeron en la horrenda matanza que hicieron los fascistas en la plaza de toros de aquella ciudad. Pero a ella nunca hubo quien le dijese nada, y así vivía desde hacía ya cuatro meses con la angustia y la ilusión de saber algo de aquel hombre querido que el primer viento de la guerra le había arrebatado. Tuvo que abandonar su casa cuando avanzaron los fascistas, y así, de pueblo en pueblo, aspada, perseguida siempre por el horror de la guerra, había llegado huyendo hasta aquella hondonada al borde del camino de donde la recogió Bigornia.

Antonia, con esa solidaridad que los humildes sienten siempre ante el infortunio, se resignó a tener a la intrusa en su casa y a compartir con ella el pan y el techo, aunque sin desechar del todo el recelo que le producía la presencia de aquella mujer joven a la que la misma tristeza daba un fuerte atractivo. Su hombre, además, a despecho del encono y la rabia con que devoraba silenciosamente la derrota, sentía por aquella mujer una inclinación que por leve que fuese y por muy enmascarada con palabrotas y malos modales que estuviera, no podía pasar inadvertida a la sagacidad de Antonia. Le daba cierta confianza, sin embargo, la soberana indiferencia de la intrusa para con su marido. Aquella mujer joven, separada violentamente de un hombre joven como ella, desaparecido hacía pocas semanas con la aureola del héroe, miraba, en efecto, al viejo Bigornia con gratitud, con miedo, con afecto, es posible, pero sin sentir por él la menor inclinación. Antonia, con ese desmesurado concepto que de sus hombres tienen las mujeres enamoradas, no se explicaba cómo era posible que una mujer débil y afectuosa sintiese un desdén tan absoluto por su marido. Estaba resignadamente habituada a verle hacer presa fácilmente con la garra de su vitalidad exuberante. Pero Bigornia, después de la derrota, había perdido aquella gran fuerza de su indomable voluntad, aquel instinto jamás aherrojado, aquella vitalidad caudalosa que toda una existencia de lucha no había conseguido amenguar. Había llegado al lindero de la vejez en toda la pujanza de su ser indomeñable. Por eso había sido hasta entonces aquel ogro jovial que, a despecho de su madurez, ejercía fuerte atracción sobre las mujeres. Pero por primera vez se sentía vencido, viejo al fin.

Una morbosa ternura por aquella extraña, un sentimiento blando y suave que nunca había experimentado antes le hacían andar desconfiado, temeroso de que se trasluciese aquella su íntima debilidad que como una tara procuraba ocultar con sus brusquedades. Aquella interior flaqueza, aquella súbita ruina de su vitalidad, hasta entonces invicta, era la razón biológica de que Isabel permaneciese a su lado insensible al efecto con que él procuraba envolverla, fría, distante, herméticamente encerrada en el culto a aquel otro hombre joven que el ogro viejo y enternecido no conseguiría desterrar jamás.

Antonia, la esposa, advertía todo aquello confusamente, y su orgullo de mujer enamorada le hacía reaccionar desesperadamente contra aquel desdén insufrible de la intrusa en la que ella misma, de una manera subconsciente, procuraba despertar una inclinación cuya inexistencia consideraba en el fondo como más insufrible agravio que el de la misma infidelidad.

Mientras el viejo Bigornia, encerrado en su tallercito, rumiaba silenciosamente su íntima derrota, que él vinculaba al fracaso de la causa del pueblo, las dos mujeres junto al hogar hablaban de él horas y horas, y poco a poco la esposa celosa iba transmitiendo a la intrusa su devoción por aquel hombre extraordinario.

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