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Authors: Manuel Chaves Nogales

Tags: #bélico, histórico

A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España (22 page)

BOOK: A sangre y fuego. Héroes, bestias y mártires de España
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»Los demás huyeron; alguno iba malherido. Los mozos del sindicato se quedaron muy ufanos, pero ya recelábamos que aquella muerte habíamos de pagarla, aunque nunca creíamos que nos la cobrarían tan cara. Ocho o diez días después nos dijeron que venían tropas de Valladolid. ¡Qué tropas, señora, qué tropas! No son peores los chacales. Al principio se les hizo resistencia. ¡Nunca la intentáramos! Las máquinas que traían vomitaban fuego y plomo sobre el pueblo. Los hombres caían segados como mieses. No pudieron resistir y se fueron al campo para seguir luchando. Los que quedamos en el pueblo pusimos banderas blancas y nos encerramos en nuestras casas a esperar que llegasen las tropas. ¡Ojalá hubiésemos luchado hasta el último instante de nuestras vidas! Aquellas tropas de moros y renegados fueron casa por casa rompiendo las puertas a culatazos y matando delante de sus mujeres y sus hijos a cuantos hombres encontraron, jóvenes y viejos, amigos y enemigos, buenos y malos, rebeldes y sumisos. No quedó uno solo. En Sanbrian no quedó un solo hombre con vida. Tras los moros y los renegados venían los hijos de los señoritos, y como ya no había hombres que matar, mataron mujeres. Aquellos no eran seres humanos, eran fieras. Lo que han visto mis ojos ni se había visto antes ni se verá jamás. Aquella misma noche, entre el ruido siniestro de las descargas y los gritos ahogados de los que sucumbían, las pobres mujeres de Sanbrian tomaron a sus hijos de la mano, estrecharon contra sus pechos a los más pequeñuelos y huyeron al monte aterrorizadas. Los centinelas tiraban al bulto contra aquellas sombras fugitivas. Alguna de ellas cayó atravesada por un balazo y hasta que fue de día estuvo a su lado una criatura que lloraba a la noche inmensa sin atreverse a soltar la mano crispada que poco a poco se le iba quedando fría entre los deditos tiernos.

»Huyeron todos, viejos, niños y mujeres. A los que no huyeron los mataron. No quedó alma viviente en el pueblo. Sólo yo. Desde aquella noche horrible no hay en Sanbrian más ser vivo que yo. Mataron a mi hombre delante de mis ojos, huyeron mis hijos. ¿Para qué huir? Esperé a que me matasen también. No sé por qué no lo hicieron.

»A partir de entonces soy el único ser humano que habita este pueblo. Alguna vez, durante la noche, ha venido escondiéndose tal o cual madre o esposa fugitiva anhelando saber la suerte de los suyos. Cuando recorren estas calles y estas casas vacías y en silencio, cuando comprueban espantadas que no queda alma viviente, huyen otra vez aterradas. Sólo yo estoy aquí para llorar y rezar por todos.

* * *

Una clamorosa ovación subrayó las últimas palabras del excelentísimo señor don Cayetano Tirón, encargado de rendir homenaje a la memoria del jefe territorial de la Falange Española, vilmente asesinado en Sanbrian, y de cantar la gloriosa acción del Ejército Nacional que liberó al fin al país de la tiranía de los bandidos rojos.

Aplausos, felicitaciones, saludos, taconazos, vítores, música de charangas y brillante desfile. Los falangistas recorrían después las calles de Valladolid formando grupos que se enardecían repitiendo triunfalmente su grito de guerra:

—¡Viva la muerte!

—¡Viva la muerte!

La gente circulaba pacíficamente por calles y plazas. Los cafés y las cervecerías estaban repletos. En el salón de una de ellas, donde tenía su tertulia la plana mayor del fascismo, iban reuniéndose los jefes de la Falange una vez terminada la patriótica ceremonia. Allí llegó Tirón, triunfante después de pronunciar su elocuente discurso.

—¡Así se habla! —le dijo Paco Citroen, un señorito madrileño achulapado y gracioso, típico espécimen de la casta que se vanagloriaba de haberse batido como un jabato en la Sierra durante los primeros días de la rebelión, y de eso vivía.

Era Paco Citroen un curioso producto de Celtiberia, que cifraba todo su orgullo en ser más cerril e incomprensivo de lo que en realidad era. Su gran devoción era el casticismo. Estaba con los fascistas porque eran unos tíos castizos, y su grito de guerra era: «¡Los extranjeros son muy brutos! ¡Viva España!». Un curioso complejo de inferioridad nacional le hacía reaccionar salvajemente contra todo lo que no fuese típicamente español con una delirante xenofobia que le llevaba cuando estaba un poco borracho a dar gritos incongruentes de: «¡Viva el cocido y muera el Foreign Office!». «¡Muera la gimnasia sueca y vivan los toros!». «¡Abajo los cuartos de baño y las piscinas!». «¡Viva el olor a sobaco!». «¡Me gustan gordas y abajo el masaje!».

—Este Paco Citroen es un bárbaro. ¡Pero muy buen patriota! —comentaban oyéndole unos intelectuales escapados de Madrid, profesores y periodistas que se habían puesto al servicio del fascismo y se reunían tímidamente junto a los jefes de la Falange.

Otro de los personajes de la tertulia era un jefe de centuria, antiguo camarero de café apodado el Cabezota, muy popular en Valladolid por sus viejas luchas contra los sindicatos, quien, comentando con aire socarrón el discurso dela plaza, decía:

—Lo de Sanbrian fue tal y como usted, señor Tirón, lo ha contado. Yo estuve allá. Y si no fue así, tendrá que venir algún vecino del pueblo a rectificarnos. Pero esté usted tranquilo, señor Tirón. Para eso nos tomamos nosotros el trabajo de que no quedase ni uno solo que pudiese contarlo.

Tirón, que sabía a qué atenerse respecto de la verdad histórica y la verdad verdadera, sofisticaba:

—El hecho en sí poco o nada importa. A la historia lo que le interesa es su sentido, la significación histórica que pueda tener, y ésa no se la dan nunca los mismos protagonistas, sino los que inmediatamente después de ellos nos afanamos por interpretarlo.

—Es decir: ¿que me va usted a contar a mí, que estuve allí, lo que pasó en Sanbrian? —saltó Paco Citroen.

—Y tú, Paco, reconocerás que aquello fue tal y como yo lo cuento y no como tú, aturdidamente, hubieras creído. Tú estuviste allí, pero para enterarte de lo que pasó te faltaba perspectiva histórica.

Paco iba a decir una grosería. Pero se calló.

* * *

Aquella misma tarde llegaban a Valladolid los restos de una bandera del Tercio que llevaba ya varias semanas luchando en los alrededores de Madrid y venía relevada a descansar y a cubrir bajas. Los legionarios hicieron su entrada en la capital castellana con uno de sus bizarros e impresionantes desfiles. Atravesaron las calles marcando el paso con mucho braceo y pidiendo palmas como los toreros. Traían los cuellos desabrochados y los brazos remangados. Sobre la camisa llevaban algunos con mucha ostentación los grandes escapularios que con la inscripción de «¡Detente!» les habían regalado las damas piadosas de Castilla. Uno de ellos, más espectacular aún, llevaba la camisa desgarrada y sobre la piel desnuda del pecho se había pegado el milagroso «¡Detente!». La gente pacífica y cobarde de la ciudad veía pasar con embeleso a los famosos guerreros de la Legión, cuya legendaria ferocidad provocaba una extraña sensación de miedo y seguridad. Para acentuar esta impresión terrorífica, los legionarios, entre otras pueriles demostraciones, habían sustituido el asta de su bandera por una hecha con tibias de seres humanos engarzadas y aquel airón macabro escalofriaba a los tenderos, los oficinistas, las muchachitas y los niños. Éstos, sobre todo, seguían con los ojos muy abiertos al imponente abanderado de la Legión, con el anhelo de que los dejase ver de cerca y tocar aquellos huesos humanos que debían de suscitar en sus imaginaciones infantiles quién sabe qué lucubraciones.

Terminado el desfile, los legionarios se repartieron por las calles, los cafés y las tabernas de la vieja ciudad castellana, por la que iban difundiendo vanidosamente sus hazañas. Un grupo de oficiales de la Legión fraternizaba con los jefes fascistas en la tertulia de la cervecería. Los recién llegados relataban los últimos triunfos del Ejército Nacional. En la Sierra se habían hecho considerables progresos. El día anterior los legionarios habían entrado por fin a la bayoneta en uno de los pueblecitos serranos que más encarnizada resistencia había ofrecido: Miradores.

Tirón, cuando oyó este nombre, Miradores, bajó la cabeza y sintió un súbito malestar. Su tez amarillenta de hepático se oscureció y un mal sabor angustioso le subió a la boca pastosa. El oficial que relataba los pormenores de la operación aludía constantemente a personas y lugares que Tirón, en silencio y con los ojos cerrados, veía alzarse ante él con patética corporeidad. Mientras el oficial hablaba con su verbo expedito de militar, Tirón, sobrecogido, esperaba oír de un momento a otro algo que temía no le fuese posible soportar. Tres nombres martilleaban su conciencia. Tres figuras de mujer se alzaban acusadoras ante él. El oficial seguía entre burlas y horrores su relato. La toma de Miradores había sido uno de los episodios más duros y accidentados de la campaña. Los casos aislados de heroísmo y desesperación por parte de los defensores del pueblo brotaban uno tras otro de los labios del oficial. Pero no surgieron aquellos tres nombres, aquellas tres figuras de mujer que a él le atormentaban.

No se atrevió a preguntar. Prefirió la incertidumbre a la enojosa certeza. Su fondo nietzscheano de fascista le decía que la duda es una buena almohada. Supo que los vecinos rebeldes de Miradores que no habían perecido en la batalla habían sido capturados, conducidos a Valladolid y encarcelados. Probablemente se les fusilaría aquella misma madrugada.

Salió ya tarde de la cervecería sin haberse atrevido a preguntar por aquellas tres muchachas que lo salvaron y que probablemente habían pagado con sus vidas el triunfo de la causa que él defendía. ¿Habrían escapado a tiempo? ¡Bah! Su conciencia se aquietaba pensando que, aun en el peor supuesto, no había estado en su mano impedir que pereciesen.

¿Y si estuviesen entre los prisioneros que habían sido conducidos a Valladolid? La idea era demasiado desagradable. Intentó desecharla. Se encaminó a su casa dispuesto heroicamente a no salir de dudas. Pero en el umbral mismo cayó en la tentación de dar un sensual reposo a su conciencia y, volviendo sobre sus pasos, se encaminó a la prisión central, donde se reunía el cónclave de falangistas que a aquellas horas debían de estar decidiendo la suerte de los prisioneros.

—¡Buena redada la del Tercio en Miradores! —le dijeron apenas entró—. Esta madrugada caen once de esos bandidos rojos que durante dos meses nos han tenido en jaque a las puertas del pueblo.

—¿Tenéis ahí la lista? —preguntó con afectada displicencia.

Le alargaron un papel. Apenas clavó en él los ojos leyó los tres nombres temidos: Rosario, Carmen y Adela. Permaneció exteriormente impasible como si repasara por mera curiosidad unos nombres que nada le decían. Sintió que pasaba el tiempo, que dentro de sí mismo algo se rebelaba y pugnaba por salir, que sus insensibles compañeros seguían entre tanto charlando y fumando indiferentes y que él angustiosamente sacudido por aquella repulsión interior permanecía estúpidamente inmóvil con aquel papel que ya nada podía decirle ante los ojos. Creyó que al fin iba a reaccionar enérgicamente, y sintió que un movimiento generoso que arrancaba del fondo de su ser estaba a punto de irrumpir triunfalmente en aquel ambiente horrendo. Pero era poco hombre para tan gran empeño. La voz se le quebró en la garganta, se le heló la sangre en las venas y aquel ímpetu vital naciente quedó pronto aniquilado. En vez de lanzarse bravamente a la lucha para arrancar de la muerte a aquellas tres mujeres a las que debía su propia vida, se limitó a preguntar con tímido acento:

—¿Y estas tres mujeres?

—Las peores. Con cien vidas no pagaban —le contestaron.

—No será tanto... —aventuró.

—¿Cómo? Han hecho horrores. Asesinaban por su mano a los prisioneros y sacaban los ojos a los hijos de las personas de orden.

Se sublevó a pesar suyo.

—¡Eso no es verdad! A mí rne consta... Uno de los jefes que estaban allí le miró con dureza y acercándole su cara lívida, cuidadosamente rasurada, le interrumpió:

—A usted no le consta nada. ¿Se ha olvidado de que es jefe de la Falange Española? Esas mujeres han cometido crímenes horrendos que van a pagar con sus vidas. Así lo ha decretado la superioridad. ¿Tiene usted algo que añadir?

Tirón se cuadró militarmente.

—Nada. Estoy a las órdenes de vuecencia.

—Puede usted retirarse.

Salió hecho un guiñapo. En las calles, solitarias y oscuras, no había ya un alma. Al pasar junto a una taberna oyó el estrépito de unos legionarios borrachos. Ya cerca de su casa se cruzó con una patrulla de falangistas que iban cantando su himno de guerra.

—¡Viva la muerte! —gritaban.

Aquel grito absurdo rodaba pavorosamente por las calles desiertas de la muerta ciudad castellana.

Entró en su casa dando diente con diente y se encerró en su alcoba. Cuando se desnudaba, al quitarse el correaje, sacó la pistola de su funda, estuvo un momento considerándola y se apoyó el cañón en la sien. Cerró los ojos. Contó. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete...

Luego abrió los ojos y se sonrió a sí mismo. ¡Qué gran farsante era!

Guardó la pistola en la mesilla de noche y se echó a dormir. Lo hizo instantáneamente con un sueño pesado y hondo. Dormía como un bendito.

Pasó el tiempo.

De súbito despertó despavorido. Daba vueltas por la cama como una alimaña presa en un cepo. Se despabiló y encendió la luz.

—¡Bah! —pensó—. Bromas pesadas del subconsciente. Voy a necesitar bromuro.

Cerró los ojos y, como la voluntad obra prodigios, volvió a quedarse profundamente dormido. Pero apenas el resorte de la voluntad se relajaba con el sueño, volvía a sacudirle aquel prurito angustioso.

Se levantó al fin, desesperado, y maquinalmente se puso a vestirse. Cuando se hubo vestido abrió la puerta sigilosamente y salió como un autómata. Se encaminó sin vacilar hacia la cárcel. Al llegar frente a la puerta se quedó perplejo. ¿A qué había ido allí? Dio la vuelta alrededor del edificio pegándose a los paredones siniestros y se encontró otra vez en el mismo sitio. ¿Qué hora sería? En aquel momento llegaban a la puerta de la cárcel unos camiones de los que descendieron diez o doce falangistas. Se quedó anonadado. Todo había terminado ya.

Los falangistas le reconocieron y le preguntaron extrañados qué hacía allí. Dio una disculpa cualquiera.

No tuvo que preguntar nada. Uno de los falangistas se puso a contarle las ejecuciones. Aquella noche la cosa había sido dura. Entre los sentenciados había tenido tres muchachas, tres milicianas rojas.

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