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Authors: Paul Krugman
Los ricos han estado gastando más por la sencilla razón de que les sobra mucho más dinero. Su gasto cambia el marco de referencia que determina la demanda de quienes están justo por debajo de ellos, que se mueven en círculos sociales que se solapan. Por tanto, este segundo grupo también gasta más, lo cual altera la situación del marco de referencia para el grupo inmediatamente inferior; y el proceso se reproduce en toda la escala hasta llegar al sector con menos ingresos. Estas cascadas han encarecido sustancialmente los objetivos financieros básicos de las familias de clase media.
Del trabajo de Elizabeth Warren y Amelia Tyagi se deriva un mensaje parecido; su libro de 2004,
The Two-Income Trap
, seguía la pista del ascenso de la marea de bancarrotas personales, que empezó mucho antes de la crisis económica global y debería haberse contemplado como una señal de alarma. (La señora Warren, profesora de la facultad de Derecho de Harvard, se ha convertido en una de las defensoras más destacadas de la reforma financiera: obra suya es la nueva Oficina de Protección Financiera del Consumidor. Y ahora se presenta a las elecciones al Senado). Ambas demostraron que un factor clave en estas bancarrotas fue la creciente desigualdad de la educación pública, que a su vez reflejaba el aumento en la desigualdad de los ingresos: las familias de clase media hicieron cuanto pudieron para comprarse una casa en un barrio con buenas escuelas y, en ese proceso, asumieron un nivel de deuda que las dejó en una situación muy vulnerable en caso de enfermedad o pérdida del trabajo.
Es un razonamiento serio y de gran importancia. Por mi parte, sin embargo, conjeturo —y no puedo ir más allá de las conjeturas, dado lo poco que entendemos algunos de estos canales de influencia— que el incremento de la desigualdad ha contribuido y sigue contribuyendo a la depresión, sobre todo, en materia de política. Cuando nos preguntamos por qué los responsables de establecer nuestras políticas activas fueron tan ciegos a los riesgos de la desregulación financiera —y, desde 2008, por qué tampoco han visto los riesgos de dar una respuesta inadecuada a la depresión económica—, es difícil no recordar la famosa frase de Upton Sinclair: «Es difícil conseguir que un hombre comprenda algo, cuando su salario depende de que no lo comprenda». El dinero compra influencia; mucho dinero compra mucha influencia; y las políticas que nos han llevado hasta donde estamos, aunque nunca han hecho demasiado por la mayoría de gente, en cambio sí han funcionado muy bien (al menos durante un tiempo) para unas pocas personas situadas en lo más alto.
LA ÉLITE Y LA ECONOMÍA POLÍTICA DE LAS POLÍTICAS INADECUADAS
En 1998, como ya mencioné en el capítulo 4, Citicorp —la sociedad instrumental de Citibank— se fusionó con Travelers Group para formar lo que ahora conocemos como Citigroup. El trato fue un éxito rotundo para Sandy Weill, que se convirtió en director general del nuevo gigante financiero. Pero tenían un problemilla: la fusión era ilegal. Travelers era una compañía de seguros que también había adquirido dos bancos de inversión, Smith Barney y Shearson Lehman. Y con la ley Glass-Steagall, los bancos comerciales como el Citi no podían dedicarse ni a los seguros ni a la banca de inversión.
Por tanto —y aprovechando la clase de lugar que es el Estados Unidos actual— Weill se propuso cambiar la ley, con la ayuda del senador texano Phil Gramm, presidente del Comité del Senado para la Banca, Vivienda y Asuntos Urbanos. Desde ese puesto, Gramm defendió varias medidas desreguladoras; la joya de la corona, sin embargo, fue la ley Gramm-Leach-Bliley de 1999, que revocaba de hecho la Glass-Steagall y legalizaba, con efecto retroactivo, la fusión Citi-Travelers.
¿Por qué Gramm se mostró tan complaciente? Sin duda, creía sinceramente en las virtudes de la desregulación. Pero también contó con otros alicientes no poco importantes que reforzaron su idea. Mientras aún estaba en el cargo, la industria financiera, la mayor de sus partidarios, aportó cuantiosas contribuciones a su campaña. Y cuando abandonó el cargo, entró a formar parte del equipo directivo de UBS, otro gigante de las finanzas. Pero no lo convirtamos en una cuestión de partidos. Los demócratas también apoyaron tanto la revocación de la Glass-Steagall como la desregulación financiera en general. La figura clave en la decisión de apoyar la iniciativa de Gramm fue Robert Rubin, a la sazón secretario del Tesoro. Antes de entrar en el gobierno, Rubin fue copre-sidente de Goldman Sachs; tras dejar el gobierno, se convirtió en vicepresidente de… Citigroup.
He tratado con Rubin varias veces y dudo de que sea un comprado; entre otras cosas, ya era tan rico que, cuando salió del gobierno, no le hacía falta el trabajo. Aun así, lo aceptó. Y en cuanto a Gramm, por lo que yo sé, creía y sigue creyendo sinceramente en la bondad de todas las posturas que defendió. No obstante, el hecho de que adoptar aquellos posicionamientos llenase las arcas de su campaña mientras estaba en el Senado, y después continuara colmando su cuenta bancaria personal, sin duda habrá contribuido a que defender sus ideas políticas resultara, por decirlo así, más fácil.
En general, a la hora de considerar el papel que el dinero representa en la definición de las políticas, deberíamos tener presente que esto sucede en muchos niveles. Hay muchísima corrupción; hay políticos que se dejan comprar, ya sea por quienes contribuyen a su campaña o mediante sobornos personales. Pero en la mayoría de casos, quizá en casi todos, la corrupción queda más difuminada y es más difícil de identificar: los políticos reciben recompensas por mantener determinadas posturas, y esto hace que las defiendan con mayor firmeza, e incluso se convenzan de que en realidad no los han comprado; pero desde fuera es difícil ver la diferencia entre lo que creen «de verdad» y lo que les pagan por creer.
En un nivel aún más indefinido, la riqueza abre puertas y estas puertas son vías de influencia personal. Los banqueros más notables pueden entrar en los despachos de los senadores o en la Casa Blanca de una forma muy distinta a como lo haría un hombre normal y corriente. Y una vez dentro del despacho, pueden ser convincentes, no solo por los regalos que ofrezcan, sino por quiénes son. Los ricos son gente distinta a usted y a mí, y no solo porque tienen mejores sastres: ellos tienen la seguridad —ese aire de saber qué hacer en cada momento— que viene de la mano del éxito material. Sus estilos de vida resultan atractivos, aun cuando usted y yo no tengamos la intención de hacer lo necesario para poder permitirnos un estilo de vida parecido. Y en el caso de los tipos de Wall Street, al menos, es muy cierto que tienden a ser una gente muy vivaz, con la que en efecto resulta imponente conversar.
El tipo de influencia que una persona rica puede ejercer incluso sobre un político honrado lo resumió muy acertadamente, hace ya tiempo, H. L. Mencken cuando describió la caída de Al Smith, que pasó de defender a capa y espada la reforma del New Deal a mostrarle su oposición más implacable: «El Al de hoy ya no es un político de la mejor calidad. Al parecer, su asociación con los ricos le ha hecho tambalearse y cambiar. Se ha convertido en un golfista…».
Bien, no cabe duda de que todo esto ha sido así a lo largo de la historia. Pero la fuerza de atracción política de los ricos se fortalece cuando los ricos se enriquecen aún más. Tomemos, por ejemplo, el caso de la puerta giratoria por la que políticos y funcionarios terminan yendo a trabajar para la industria a la que, supuestamente, debían supervisar. Esta puerta existe desde hace mucho tiempo, pero el sueldo que una persona puede conseguir cuando resulta del agrado de la industria es ahora bastante más elevado que antaño; esto seguro que contribuye mucho más que hace treinta años a despertar las ganas de complacer a la gente del otro lado de la puerta y asumir posturas que lo conviertan a uno en un atractivo asalariado, una vez concluida la carrera política.
Esta fuerza de atracción no solo afecta a la política y los acontecimientos de Estados Unidos. La revista
Slate
, de Matthew Ygle-sias, en una reflexión acerca de la asombrosa disposición con que los líderes políticos europeos insisten en seguir adelante con las durísimas medidas de austeridad, ofrecía una conjetura basada en los intereses personales:
Normalmente, pensaríamos que, para el presidente de un país, lo mejor es tratar de hacer las cosas de forma que vuelva a salir elegido. Sin importar lo funesto del panorama, esta es la estrategia preponderante. Pero en la era de la globalización y la «Unioneuropeización», creo que los líderes de los países pequeños están en una situación algo distinta. Quien abandona el puesto siendo tenido en gran estima por el equipo de Davos, podrá ser elegido para una gran variedad de cargos de la Comisión Europea o del FMI o del Veteasabertú aunque sus compatriotas le profesen el más absoluto desprecio. De hecho, en cierta forma, contar con el desprecio absoluto podría suponer una ventaja. La máxima demostración de solidaridad hacia la «comunidad internacional» sería hacer lo que quiere esa comunidad, enfrentándose incluso a una enorme resistencia por parte del electorado político nacional.
Así, supongo que Brian Cowen, aunque haya destruido para siempre el antes dominante Fianna Fáil, cuenta con un futuro prometedor en el circuito internacional, impartiendo conferencias sobre las «decisiones difíciles».
Una cosa más: mientras que la influencia de la industria financiera ha sido fuerte en los dos grandes partidos de Estados Unidos, el impacto mayor del gran capital sobre los políticos se ha dejado sentir con más fuerza entre los republicanos, que, por su ideología, tienden más a apoyar al 1 por 100 de los de arriba (o al 0,1 por 100, llegado el caso). Y este diferencial de interés explica, probablemente, el llamativo descubrimiento que hicieron los expertos en ciencias políticas Keith Poole y Howard Rosenthal, que utilizaron los resultados de las votaciones del Congreso para medir la polarización política —la brecha entre los partidos— a lo largo del siglo pasado, aproximadamente. Descubrieron que existía una relación clara entre el porcentaje de ingresos totales que obtenía el 1 por 100 más acaudalado y el grado de polarización del Congreso. Los primeros treinta años posteriores a la segunda guerra mundial fueron un tiempo marcado por una distribución relativamente igualitaria de los ingresos, que también se caracterizó por una gran dosis de bipartidismo real, donde un grupo considerable de políticos de centro tomaba las decisiones por la vía del consenso más o menos amplio. Sin embargo, desde 1980, el Partido Republicano se ha desplazado hacia la derecha, de la mano del incremento en los ingresos de la élite; y los acuerdos políticos se han vuelto prácticamente imposibles.
Esto nos lleva de nuevo a la relación entre la desigualdad y la nueva depresión.
La creciente influencia de la riqueza ha conllevado una gran cantidad de decisiones políticas que a los liberales, como el que escribe estas palabras, no nos gustan: la progresiva bajada de los impuestos, la injusticia en las ayudas para los pobres, el deterioro de la educación pública y otras tantas cuestiones. No obstante, lo más importante, para el tema central de este libro, fue el modo en que el sistema político perseveró en la cuestión de la desregulación y la falta de nueva regulación, pese a los muchos signos de alarma que avisaban de que un sistema financiero sin regulaciones garantizaba futuros problemas.
El caso es que esta insistencia desconcierta mucho menos cuando tenemos en cuenta la creciente influencia de los más ricos. En primer lugar, de entre los muy ricos, bastantes estaban haciendo dinero gracias a un sistema financiero carente de regulaciones; por lo tanto, estaban directamente interesados en que los movimientos antirregulatorios siguieran activos. Además, por muchas dudas que hubieran surgido acerca de los resultados económicos globales después de 1980, lo cierto es que la economía funcionaba extremadamente bien —¡gracias!— para los de más arriba.
Así, aunque aumentar la desigualdad probablemente no fuera la principal causa directa de la crisis, sí creó una clima político en el que era imposible percibir las señales de alarma y actuar en respuesta a ellas. Y, como veremos en los dos capítulos siguientes, también generó un ambiente intelectual y político que paralizó nuestra capacidad de responder con eficacia cuando estalló la crisis.
La macroeconomía nació como campo propio en los años cuarenta del siglo xx, como parte de la respuesta intelectual a la Gran Depresión. El término aludía entonces al cuerpo de conocimientos y experiencias que, según esperábamos, impediría que se repitiera el desastre económico. En esta conferencia, lo que defenderé es que la macroeconomía ha tenido éxito, en su sentido original: el problema central sus aspectos prácticos, y de hecho lleva ya muchas décadas resuelto.
ROBERT LUCAS, discurso presidencial ante la American Economic Association, 2003
D
ado lo que sabemos hoy, la confianza con la que Robert Lucas afirmó que las depresiones eran cosa del pasado suena pero que muy mucho a unas famosas últimas palabras. En realidad, a muchos de nosotros ya nos sonaron así en aquel momento; las crisis financieras asiáticas de 1997-1998 y los problemas persistentes de Japón se parecían mucho a lo que había ocurrido en los años treinta y ponían claramente en duda que las cosas estuvieran, como se decía, bajo control. Ni de lejos. Por mi parte escribí un libro sobre aquellas dudas,
El retorno de la economía de la depresión
, cuya edición original era de 1999; y publiqué una edición revisada en 2008, cuando todas mis pesadillas se hicieron realidad
[4]
.
Sin embargo Lucas, un premio Nobel que fue figura imponente, casi dominante, en la macroeconomía durante buena parte de los años setenta y ochenta, no se equivocaba al decir que los economistas habían aprendido mucho desde los años treinta. Y es que hacia, pongamos, 1970, la profesión ya sabía lo suficiente para impedir que se repitiera algo que recordara a la Gran Depresión.
Pero entonces, buena parte de los economistas se dedicaron a olvidar lo que habían aprendido.
Mientras intentamos lidiar con la depresión en la que nos vemos, ha sido angustiante ver hasta qué punto los economistas han sido parte del problema, no de la solución. Fueron muchos (aunque no todos) los economistas punteros que defendieron la desregulación financiera aun a pesar de que hacía a la economía aún más vulnerable a las crisis. Y luego, cuando estalló la crisis, fueron demasiados los economistas famosos que cargaron, con tanta ferocidad como ignorancia, contra cualquier clase de respuesta eficaz. Me resulta triste reconocer que uno de los que aportaron argumentos a la vez necios y destructivos fue el mismo Robert Lucas.