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Authors: Paul Krugman
Esta serie de formas alternativas de hacer lo que la banca venía haciendo se ha dado en llamar «banca a la sombra». Hace treinta años, esta banca paralela era una parte menor del sistema financiero; la banca la formaban, ante todo, los grandes edificios de mármol con hileras de cajeros. En 2007, por el contrario, la banca paralela era mayor que la tradicional.
Lo que quedó claro en 2008 —y debería haberse comprendido mucho antes— fue que la banca a la sombra planteaba los mismos riesgos que la banca convencional. Al igual que las instituciones de depósito, tienen un apalancamiento alto; al igual que la banca convencional, pueden derrumbarse por efecto de un pánico auto-rrealizante. Así, cuando la banca paralela acrecentó su importancia, se la debería haber sometido a regulaciones similares a las que regían entre los bancos tradicionales.
Pero dado el carácter político de los tiempos, esto no ocurrió. Se permitió que la banca paralela creciera sin vigilancia; y creció tanto más rápido, precisamente, porque a los bancos a la sombra se les permitió asumir riesgos mayores que a los convencionales.
No sorprenderá a nadie saber que los bancos convencionales quisieron su parte en el pastel; y, en un sistema político cada vez más dominado por el dinero, tuvieron lo que querían. Si Glass-Steagall había impuesto una separación entre la banca de depósitos y la de inversión, la norma se revocó en 1999 tras una petición específica de Citibank, que quería fusionarse con Travelers Group, una firma dedicada a la banca de inversión, para convertirse en Citigroup.
El resultado fue un sistema cada vez menos regulado en el que los bancos tenían libertad para entregarse sin reservas al exceso de confianza que había generado el período de tranquilidad. La deuda se disparó; los riesgos se multiplicaron; se estaban sentando las bases de la crisis.
LA GRAN MENTIRA
Escucho vuestras quejas. Algunas carecen de todo fundamento. No fueron los bancos los que crearon la crisis hipotecaria. Fue, sencillamente, el Congreso, que obligó a todo el mundo a dar hipotecas a gente que estaba en su mejor momento. Bien, no quiero decir con eso que esté seguro de que fuera una política tan negativa, porque muchas de las personas que adquirieron una casa aún la tienen y no la habrían conseguido sin eso.
Pero fueron los que impulsaron a Fannie [Mae] y Freddie [Mac] a hacer un montón de préstamos que fueron imprudentes, como decís. Fueron los que empujaron a los bancos a conceder crédito a todo el mundo. Y ahora queremos demonizar a los bancos porque son una buena diana, es fácil echarles la culpa y en el Congreso, desde luego, no se van a culpar a sí mismos. Al mismo tiempo, el Congreso está intentando presionar a los bancos para que relajen sus criterios de préstamo y presten aún más dinero. Es exactamente el mismo discurso por el que los criticaban.
MICHAEL BLOOMBERG, alcalde de Nueva York, ante las protestas de Occupy Wall Street
La historia que acabo de contar, sobre autocomplacencia y desregulación, es lo que de hecho ocurrió en el período previo a la crisis. Pero quizá el lector haya oído un relato distinto: el que contaba Michael Bloomberg en la cita de más arriba. Según esta historia, el crecimiento de la deuda se debió a que entre ciertas gentes de ánimo benefactor y las empresas del gobierno obligaron a los bancos a conceder préstamos hipotecarios a compradores de las minorías, y subvencionaron hipotecas dudosas. Este relato alternativo, que afirma que todo ha sido culpa del gobierno, tiene la fuerza de un dogma entre la derecha. Desde el punto de vista de la mayoría de los republicanos (si no prácticamente todos), es una verdad innegable.
Pero no es verdad, por descontado. El gestor de fondos y blo-guero Barry Ritholtz, que no es particularmente político pero tiene buen ojo contra los enredos sibilinos, lo ha denominado la «Gran Mentira» de la crisis financiera.
¿Cómo podemos saber que la Gran Mentira es, en efecto, tal mentira? Hay ante todo dos clases de demostración.
Primero, cualquier explicación que culpe al Congreso de Estados Unidos y achaque la explosión de crédito a un supuesto deseo suyo de ver como propietarias de casas a familias de bajos ingresos debe responder del extraño hecho de que el boom del crédito y la burbuja inmobiliaria fueron algo muy generalizado, que incluyó muchos mercados y valores que no tenían nada que ver con los prestatarios de bajos ingresos. Hubo burbujas inmobiliarias y explosiones del crédito en Europa; en los inmuebles comerciales hubo una subida de precios a la que siguieron, tras el estallido de la burbuja, pérdidas e impagos; y dentro de Estados Unidos, los casos más notorios de auges y quiebras no se dieron en las zonas interiores de las ciudades, sino en los barrios residenciales periféricos.
En segundo lugar, el auténtico grueso de los préstamos de riesgo fue suscrito por entidades crediticias privadas; y de las menos reguladas, ya que hablamos del tema. En particular, los préstamos
subprime
o «no preferenciales» —hipotecas concedidas a prestatarios que no cumplían con los criterios habituales de solvencia— fueron otorgados, en su inmensa mayoría, por empresas privadas que carecían tanto de la cobertura de la ley de Reinversión Comunitaria —que se supone debía favorecer la concesión de préstamos a los grupos minoritarios— como de la supervisión de Fannie Mae y Freddie Mac, las organizaciones auspiciadas por el gobierno para fomentar los créditos a la vivienda. De hecho, durante buena parte de la burbuja inmobiliaria, Fannie y Freddie estaban perdiendo cuota de mercado con rapidez, porque las entidades crediticias privadas aceptaban clientes que las organizaciones patrocinadas por el gobierno rechazaban. Al cabo de un tiempo, Freddie Mac sí empezó a adquirir hipotecas no preferenciales a los emisores de crédito; pero obviamente estaba siguiendo el juego, no encabezándolo.
Como intento de refutar este último punto, los analistas de los foros de reflexión de la derecha —especialmente Edward Pinto, del American Enterprise Institute— han aportado datos según los cuales Fannie y Freddie suscribieron gran número de hipotecas «no preferenciales y otras modalidades de alto riesgo». Así inducen a los lectores sin más recursos a creer que estas organizaciones estuvieron, en efecto, muy implicadas en el desarrollo de los préstamos
subprime
. Pero no fue así; y cuando se analiza la cuestión de las «otras modalidades de alto riesgo», se comprueba que no era ningún riesgo particularmente alto y que los índices de impago fueron muy inferiores a los de las hipotecas no preferenciales.
Podría continuar con más detalles, pero creo que el lector se habrá hecho a la idea. El intento de culpar al gobierno de la crisis financiera se viene abajo con el más somero análisis de los hechos; y la pretensión de omitir estos hechos huele a engaño deliberado. Esto nos lleva a la siguiente pregunta: ¿por qué los conservadores tienen tanto empeño en creer —y en hacer creer a los demás— que todo fue cosa del gobierno?
La respuesta inmediata es evidente: creer cualquier otra cosa habría supuesto admitir que tu movimiento político llevaba varias décadas por el camino equivocado. El moderno conservadurismo se entrega a la idea de que las claves de la prosperidad son los mercados sin restricciones y la búsqueda sin trabas del beneficio económico y personal; y también defiende que la expansión de las funciones gubernamentales, posterior a la Gran Depresión, solo nos ha supuesto perjuicios. Sin embargo, lo que en verdad vemos es una historia en la que los conservadores se hicieron con el poder, se pusieron a desmantelar muchas de aquellas protecciones de los tiempos de la Depresión… y la economía se hundió en una segunda depresión, no tan mala como la primera, pero notablemente negativa. Así, los conservadores necesitaban desesperadamente alejar de las mentes esta historia incómoda y narrar otro relato que convirtiera al gobierno —y no a la falta de gobierno— en el origen del mal.
Pero esto, en cierto sentido, solo hace dar un paso atrás a la pregunta. La creencia de que el gobierno es siempre el problema y nunca la solución ¿cómo ha llegado a controlar con mano tan firme nuestro discurso político? Esta nueva pregunta no es tan fácil de responder como quizá pudiera pensar el lector.
LOS AÑOS NO TAN BUENOS
A juzgar por lo que he dicho hasta aquí, el lector podría pensar que la historia de la economía estadounidense, desde aproximadamente 1980, fue de prosperidad ilusoria: de lo que parecían ser buenos tiempos hasta que, en 2008, se produjo el estallido de la burbuja. Y en parte fue así. Pero esta historia necesita matices porque lo cierto es que incluso los buenos tiempos no fueron tan tan buenos, en un par de aspectos.
En primer lugar, mientras Estados Unidos evitó una crisis financiera debilitadora hasta 2008, los peligros de un sistema bancario desregulado ya empezaron a ser obvios mucho antes, para los que no se negaban a verlos.
De hecho, la desregulación creó un desastre grave, casi de inmediato. En 1982, como ya he indicado, el Congreso aprobó la ley Garn-St. Germain. En la ceremonia de la firma, Ronald Reagan la describió como «el primer paso del exhaustivo programa de desregulación financiera de nuestro gobierno».
Su propósito inicial era ayudar a resolver las dificultades de las entidades de ahorro y crédito inmobiliario o (savings and loans), que se habían metido en problemas después de que la inflación creciera en los años setenta. La elevada inflación derivó en tasas de interés más altas, con lo que las mencionadas entidades —que habían prestado mucho dinero a largo plazo y con tasas de interés reducidas— empezaron a pasarlo mal. Había varias de estas entidades de ahorro y crédito inmobiliario en riesgo de hundirse; como sus depósitos tenían garantía federal, muchas de sus pérdidas, en última instancia, recaerían sobre los contribuyentes.
Pero los políticos no querían tragarse aquel sapo y buscaron una salida. En la ceremonia de la firma, Reagan explicó cómo se suponía que funcionaría:
Lo que hace esta legislación es expandir los poderes de las entidades de ahorro y crédito inmobiliario al permitir que la industria haga préstamos comerciales e incremente el crédito a sus consumidores. Reduce su exposición a los cambios del mercado inmobiliario y de las tasas de interés. Esto, a su vez, hará que la industria del ahorro y crédito inmobiliario sea una fuerza más poderosa y eficaz en la financiación, en los años venideros, de los hogares de millones de estadounidenses.
Pero no funcionó así. Lo que ocurrió, en realidad, fue que la desregulación creó un caso clásico de «riesgo moral», en el que los propietarios de las entidades de ahorro y crédito inmobiliario tuvieron todos los incentivos para dedicarse a conductas de alto riesgo. A fin de cuentas, a los depositantes no les preocupaba qué hiciera su banco: estaban asegurados contra las pérdidas. Por ello, los banqueros optaron por la jugada de conceder préstamos de interés elevado a prestatarios dudosos; típicamente, promotores inmobiliarios. Si todo iba bien, el banco ganaría mucho dinero. Si la cosa se torcía, al banquero le bastaba con quitarse de en medio. Si salía cara, ganaba el banco, y si salía cruz, pagaban los contribuyentes.
¡Ah!, y la regulación laxa también creó un entorno permisivo para el robo directo, en el que se concedieron préstamos a amigos y parientes que desaparecieron con el dinero. Ya hemos recordado aquí a Gatewood, el banquero de
La diligencia
. En la industria del ahorro y el crédito inmobiliario, durante los años ochenta, los Gatewood abundaron.
En 1989 resultaba obvio que la industria del ahorro y crédito inmobiliario se había vuelto loca, hasta el punto de que los federales terminaron por cerrar el casino. Pero en esas fechas, las pérdidas de la industria se habían disparado. Al final, los contribuyentes se toparon con una factura de unos 130.000 millones de dólares. Era una cantidad muy elevada para la época; en comparación con las dimensiones de la economía, equivalía a más de 300.000 millones de dólares de hoy en día.
El caos del ahorro y crédito inmobiliario tampoco fue la única señal de que la desregulación era más peligrosa de lo que afirmaban sus defensores. A principios de los años noventa hubo problemas graves en grandes bancos comerciales —en particular, en el Citi—, porque se habían excedido en los créditos concedidos a los promotores inmobiliarios comerciales. En 1998, cuando gran parte del mundo emergente se hallaba en situación de crisis financiera, el hundimiento de un único
hedge fund
o fondo de cobertura, Long Term Capital Management, congeló los mercados financieros de un modo muy similar a lo que ocurrió, una década después, tras la caída de Lehman Brothers. Un rescate
ad hoc
, improvisado por los funcionarios de la Reserva Federal, evitó el desastre en 1998; pero el suceso debería haber servido como advertencia, una demostración perfecta de los peligros de las finanzas sin control. (Recogí algo de esto en la edición original de mi
El retorno de la economía de la depresión
, de 1999, donde tracé paralelos entre la crisis de Long Term Capital Management y las crisis financieras que estaban barriendo Asia. Sin embargo, mirando hacia atrás, reconozco que no supe entender el verdadero alcance del problema.)
Pero se hizo caso omiso de la lección. Hasta la misma crisis de 2008, los personajes más influyentes siguieron insistiendo —como Greenspan en la cita que abría este capítulo— en que todo iba bien. Además, defendían habitualmente que la desregulación financiera había favorecido sobremanera el desarrollo económico general. Aun en el día de hoy es habitual oír afirmaciones como la siguiente de Eugene Fama, famoso e influyente economista de la Universidad de Chicago:
Desde los primeros años ochenta, el mundo desarrollado y algunos grandes actores del mundo en desarrollo experimentaron un período de crecimiento extraordinario. Es razonable afirmar que, al facilitar el flujo de los ahorros mundiales hacia usos productivos en todo el mundo, los mercados financieros y las instituciones financieras tuvieron un papel crucial en este crecimiento.
Fama escribió estas palabras, por cierto, en noviembre de 2009, en medio de una depresión cuya responsabilidad atribuíamos en parte, la mayoría de nosotros, a que las finanzas se habían desbocado. Pero incluso a largo plazo, de hecho no se ha producido nada similar a ese «crecimiento extraordinario» del que hablaba Fama. En Estados Unidos, el crecimiento de las décadas posteriores a la desregulación ha sido, en realidad, más lento que el de las décadas precedentes; el verdadero período de «crecimiento extraordinario» fue el de la generación posterior a la segunda guerra mundial, cuando el nivel de vida vino a duplicarse. De hecho, para las familias con ingresos medios, incluso antes de la crisis la desregulación solo aportó un aumento modesto de los ingresos; y ello se debió más a la prolongación de las horas de trabajo que a salarios más elevados.