Acceso no autorizado (34 page)

Read Acceso no autorizado Online

Authors: Belén Gopegui

Tags: #Intriga

BOOK: Acceso no autorizado
2.33Mb size Format: txt, pdf, ePub

Echó a andar siguiendo el río. Os dejé colgados, Amaya. Dejé la organización, había tantas razones. Demasiadas razones suelen ser síntoma de otra cosa. Tú solo dijiste: «Creo que todavía puedo aprender algo aquí».

Al poco notó la vibración del móvil en el bolsillo. Era un número desconocido.

—Soy yo. —Dijo el chico—. ¿Puedes hablar?

—Sí, dime.

—No deberías usar estos aparatos. Así que te lo contaré como una historia. La de alguien que decidió ayudar a otra persona y dejó un mensaje. Joder, podías habérmelo dicho, me he pasado un montón de horas con ello.

—No exageres.

—¿Por qué no me avisaste?

—Te habrías puesto más nervioso. Y ya sabes que yo prefiero el patio de butacas, los escenarios tienen demasiada luz.

—¿Puedo verte? He quedado con nuestro amigo, el tipo al que vimos juntos. Pero antes me gustaría que hablásemos.

—¿Has quedado hoy?

—Por la tarde, a última hora.

—Pásate por la casa de la chica que nos pidió ayuda por lo de las fotos.

—Sé quién es, pero ni idea de dónde vive.

—Te mando un correo a la segunda y te doy la dirección. No está lejos del bar que sabes. ¿A las tres?

—De acuerdo, gracias.

El abogado volvió al coche, el local de la organización estaba en una avenida grande, pero se internó por callejuelas buscando un cíber desde donde escribir al chico. Encontró un locutorio con solo cuatro ordenadores y todos ocupados. Esperó de pie hasta que una mujer mayor dejó uno libre. Mandó el correo desde una de sus direcciones de seguridad a «la segunda» del chico. Como aún tenía quince minutos, decidió entrar en el ordenador de la vicepresidenta. Nunca hablaban a esa hora, pero el tiempo vacío, el río, la inminencia de un encuentro distinto con Amaya, habían predispuesto su ánimo hacia un silencio que busca compañía.

Una vez en el escritorio ajeno abrió un documento nuevo. Le habría gustado tener una cita o un objeto para el riesgo que ella había tomado y que iba a conducirla a un punto donde él ya no podría llegar. Se dijo que entre la vida y la representación de la vida había algunos grados de separación. Quizá no tantos como en
El maestro y Margarita
, pero tampoco un ángulo nulo, inexistente, como en otras novelas leídas. Dos líneas muy próximas que, no obstante, avanzan separándose, una ventana que parece cerrada pero no lo está. Esa amplitud permite el giro o el batir de remos o de páginas, es la relación que media entre lo real y lo posible y mi asistencia, lo que quise darte. Cerró el documento sin guardarlo, no se quería retrasar y la suerte ya estaba echada. Salió del sistema operativo, pagó su tiempo y se fue.

Media hora antes la vicepresidenta había sido convocada a una reunión en el despacho del presidente. Era un lugar aséptico, el tresillo demasiado blanco, una foto institucional, un cuadro tan neutro que no existía. Solo el entorno de la mesa del presidente parecía albergar algo de vida, aunque muy poca, ni un bolígrafo mordido, ni un pequeño astronauta de plástico, ni un dibujo, ni siquiera una postal o una fotografía de un sitio al que quizá quisiera volver. En esta ocasión, además, el presidente la esperaba junto a la puerta y no avanzó hasta la mesa sino que le indicó con la mano el sofá cuadrado de las formalidades mientras él escogía el sillón.

—Julia, estás intentando volver al partido en mi contra.

—Presidente, trato de que se discuta lo que una vez dijiste que debía ser discutido.

—Pero ya no lo digo. ¿Quién crees que eres para provocarme? En este momento, además. Si de alguien no esperaba una jugada así, es de ti.

—No es una jugada. Es un intento de rectificación.

—Ya lo intentaste, te dije que no. Intento terminado. Ahora hay un nuevo plan.

—¿Cómo?

—Una nacionalización parcial y temporal, si quieres llamarlo así. Una inyección de capital por parte nuestra.

La vicepresidenta, sin mostrar asombro, curiosidad, indignación, nada, con indiferencia, dijo:

—Han atropellado a Julia.

—¿De qué Julia hablas, qué dices?

—Han atropellado a la mujer de Luciano. Le avisaron. No ha sido casual.

—¿Cómo está ella?

—Viva, con varios huesos rotos pero viva.

—Denunciadlo. Es un gravísimo atentado contra el estado de derecho. Luego llamaré a Luciano. Pero no puedes jugar con el destino de una nación porque han atropellado a una amiga tuya. No puedes poner todavía más en peligro la estabilidad económica.

—Supongo que te refieres a poner en peligro la ¿inminente? privatización de las cajas. Tal vez no ves las cosas en el orden adecuado. ¿Con quién estás negociando cada día? ¿Con chantajistas, personas dispuestas a mancharse las manos de sangre de alguien que ni siquiera está directamente implicado?

—Siempre hemos sabido dónde estábamos. ¿Es que no hay sangre en reducir una ayuda, en repatriar emigrantes, en el presupuesto para el Ministerio de Educación? Te has arriesgado y te ha salido mal. Esta, como supongo que ya te imaginas, será nuestra última conversación aquí, de manera que dejemos los rodeos. ¿Qué te ha pasado? ¿Desde cuándo los huesos de nadie son más importantes que el cálculo constante a que estamos sometidos?

La vicepresidenta recostó la espalda en el sofá. Se había acabado. Debería estar sintiendo un mazazo y un nudo en la garganta, pero en cambio solo notaba la seguridad que da la tierra firme tras haber pasado mucho tiempo sobre una superficie inestable. Y si hay un más abajo, que lo haya. Esta vez no me da miedo.

—¿Quieres saber lo que me ha pasado, o es una pregunta retórica?

El presidente debió de apreciar algo nuevo en la voz de Julia, algo que no se parecía a la dignidad impostada con que solían hablarle los destituidos. Se preguntó si quería saber. En realidad, no. No tenía ningún interés por cualquier argumento que la vicepresidenta fuese a darle. Pero le quedaba un resto de curiosidad por los motivos de la calma firme, que percibía en ella, esa calma en la que nunca había creído y que antecede a la tormenta, como si pudiera haber tormentas fuera del poder.

—Quiero saberlo. —Dijo.

—Estaba equivocada. No puedes dimitir. Puedes no presentarte en las próximas elecciones, pero para irse hay que tener una razón.

—¿Y quién me obliga a quedarme?

—Te lo he dicho: no tienes un motivo para dimitir. No es verdad que estés haciendo ahora, debido a la crisis, una política alejada de tu ideología. No tienes ideología.

El presidente tomó aire con gesto cansino, como si fuera a contestar a un entrevistador, Julia se adelantó:

—Déjalo. —Dijo—. El buen talante, los derechos civiles a los que tú llamas sociales, etcétera: son barniz, aderezos.

—A algunas personas les va la vida en lo que tú llamas aderezos.

—Yo también he dicho esas palabras. Algunas personas serán más felices gracias a tus aderezos, de los que te desprendes con prisa en cuanto te sientes atacado, véase Igualdad. Pero no se trata de algunas personas. Se trata de para quiénes gobernamos, y para qué. La ideología es eso. A ti y a mí, y a Felipe y los demás, nos dieron las respuestas y las aceptamos.

El presidente se levantó. Se sentía inesperadamente ofendido y necesitaba devolver la ofensa.

—Me alegra. —Dijo dirigiéndose a la puerta— que hayas tenido esta caída del caballo justo ahora que te vas del poder.

La vicepresidenta no se levantó. Tampoco argumentó lo que habría sido fácil, su marcha del poder parecía consecuencia de la caída y no su causa. Se quedó sentada, mirando al presidente. La situación era violenta, él debía pedirle que se marchara o bien volver a sentarse como una rendición.

—Anunciaré tu destitución mañana miércoles, espero que el viernes haya concluido todo. Te habría perdonado cualquier cosa, Julia, pero que intentes movilizar al partido a mis espaldas, no.

—Estábamos contactando con sectores del partido abandonados o dormidos. No hemos tocado ni un concejal, ni un alcalde, ni el partido como aparato electoral, que es el único que veis.

El presidente le pareció ahora más afectado, no tanto por sus palabras, que no daba señal de haber oído, como por el gesto físico de abrir la puerta y dejar salir a alguien con quien acaso no volvería a hablar nunca. Y sin embargo, estaba mintiendo, mentía con total tranquilidad, el partido no era más que una excusa y ambos lo sabían. Al mirarlo de nuevo fue como si no hubiera nadie delante, solo señales de alguien que tal vez había estado ahí. Se levantó.

—Adiós, presidente. Me pondré de acuerdo con Ernesto para organizar mi salida.

Julia tendió la mano. La del presidente estaba fría, la suya quizá también. Se besaron cortésmente.

—Julia, espero que cuando todo esto pase, un día podamos hablar con tranquilidad.

—Claro. —Dijo Julia.

No crees en lo que dices, solo te imaginas que lo crees. Se preguntó cuántas veces las palabras que acababa de dirigir en silencio al presidente le habrían sido dirigidas a ella, en silencio, por otras personas.

El abogado esperó a Amaya fuera, junto al coche. Ella apenas se retrasó un par de minutos. Llevaba unos vaqueros, y una camiseta blanca con líneas azul marino dibujando lo que podía ser un camino o una carretera. No era una camiseta ceñida pero su silueta se adivinaba igual. Parecía más vulnerable en manga corta, la deseaba más.

—Perdona que te haya hecho venir. —Dijo.

—No me has hecho venir, y me ha gustado ver el local, las siglas.

—Pasamos primero por casa, ¿no? Salí demasiado deprisa, tendríamos que recopilar bien todas las pruebas.

—Sí, además he quedado allí con el chico que me ha estado ayudando.

De pronto no había ya nada práctico que decir y el semáforo parecía eterno.

—No hemos salido nunca juntos, ¿no? —Preguntó el abogado.

—No. —Rió Amaya—. ¿Te sonaba?

—Es lo que pasa cuando te imaginas algo muchas veces, al final no sabes si ha pasado.

—¿Es una indirecta?

—Más bien directa.

El cuerpo de Amaya se recogió, las manos abrazadas a las rodillas. Pero le miró con los labios al decir:

—Cuando acabemos con esto, hay un sitio que me gustaría enseñarte.

El abogado estaba nervioso. Quizá debía besarla, sin embargo ella se había apoyado en la puerta y, enroscada sobre sí misma, miraba lejos. Siguió conduciendo en silencio. En el siguiente semáforo:

—Háblame de ese sitio adonde me quieres llevar.

—No, ahora no, cuando te lleve. No te importa si me adormilo un poco, ¿verdad?

—No, para nada. —Contestó el abogado.

Cuando esto acabe te preguntaré mi gran duda: ¿lo intentado y no conseguido, lo perdido que no se desintegra, la falta de eficacia, el disparo que no da en el blanco, los bocetos, el párrafo cortado que no volvemos a pegar, el comando que no se ejecuta, lo inoperante en estos tiempos de eficiencia estúpida puede ser borrado de la tierra? ¿Lo que no se consigue pero, por tanto, se ha intentado, añade algo, algún tipo de cualidad?

Tuvieron que dar varias vueltas para dejar el coche. Por fin encontraron un sitio en la acera del portal de Amaya, pero unos cientos de metros antes. Echaron a andar, ya eran las tres y las aceras estaban vacías. El abogado miró enfrente buscando al chico que debería venir. Había un hombre quieto, demasiado quieto, con una mano dentro de una bolsa de lona, y aunque pensó que se habría parado para sacar una cajetilla de cigarrillos o un número de teléfono, sin poderlo evitar se puso alerta, como siempre que veía a alguien quieto en la calle. Entonces la vio: lo que el hombre acababa de sacar de la bolsa no era un teléfono ni una cajetilla sino una pistola de tiro olímpico, las conozco bien, pensó al mismo tiempo que se sorprendía de no albergar ninguna duda, la cuerda ha sido llevada a su posición de anclaje, la flecha se suelta casi sin pensar y el abogado cae sobre Amaya cubriéndola con la espalda y la empuja hacia el suelo mientras siente un dolor nuevo en la cintura, piensa en su madre, estoy cogiendo frío pero tú lo habrías hecho también, siente muy cerca la cara de Amaya y oye la voz del chico:

—¡Joder, joder!

—Llama a urgencias. —Era la voz de Amaya.

—No tengo móvil.

Mientras ella buscaba el suyo tendida aún en el suelo, una mano apretando la mano del abogado, el chico se acercó a él.

—Tranqui, todo se va a arreglar.

—Escribe. —Dijo el abogado.

Empezó a recitar palabras y números a los que a veces añadía guarismos y otras veces frases enteras.

—La primera es de mi ordenador; la segunda, el servidor de la vicepresidenta; la tercera, del portátil; la última, del programa de cifrado. Debes sustituirme, no se te ocurra decirle a ella lo que me ha pasado. Lee nuestras conversaciones y síguelas tú, será solo unos días. Cuéntaselo a Amaya, dile que te ayude. Coge las llaves de casa, están en mi bolsillo, junto con las del coche. —Añadió en un susurro, como si ya no le quedara saliva.

—Ya vienen. —Dijo Amaya.

—El sido eras tú, ¿verdad? El sitio donde ibas a llevarme.

Amaya asintió, besó al abogado despacio y notó cómo se iba.

En la acera de enfrente, el tirador se había disparado a sí mismo y estaba rodeado de gente.

Esperaron a que llegara el Samur, vieron cómo intentaban reanimar el cuerpo en vano. Tuvieron que declarar ante la policía, hicieron llamadas a familiares y conocidos. Amaya quería quedarse en el hospital hasta que se llevaran el cuerpo a otro lugar.

—No, no puedes. Tienes que venir conmigo. —Dijo el chico.

La vicepresidenta entró en su despacho consciente de que entraba por última vez sin ser observada, sin que los demás estuvieran esperando que recogiera sus cosas. Al día siguiente el presidente haría pública la noticia. Se le concedería un tiempo, breve, para cerrar asuntos y despedirse. El suyo, pensó, sí había terminado siendo un despacho personal, a diferencia de lo que ocurría con el del presidente: plantas, fotografías elegidas más allá de lo institucional, dos cuadros que le gustaban, el dibujo de un canguro en una playa que hizo su sobrina, la miniatura de una Vespa verde, regalo de Julia, el retrato de Condorcet que ella misma había llevado a enmarcar, y en donde había copiado la siguiente frase: «Las mujeres tienen los mismos derechos que los hombres; tienen, pues, el de disponer de las mismas oportunidades para adquirir las luces».

Julia descolgó el retrato y le dio la vuelta. Detrás había copiado otra cita de la misma obra del filósofo francés, era esa en realidad la frase que la impulsaba, la que le había dado fuerza para luchar todos esos años, la que le recordaba que ella también venía de un lugar oscuro y sin oxígeno, allí donde las personas dominadas exigen dignidad, allí donde resulta aparentemente natural que filósofos progresistas, revolucionarios, escriban cosas como: «Si el sistema completo de la instrucción común, de la que tiene por objetivo enseñar a los individuos de la especie humana lo que necesitan saber para gozar de sus derechos, y para cumplir con sus deberes, parece demasiado extenso para las mujeres, que no están llamadas a ninguna función pública, podemos restringirnos a hacer que recorran los primeros grados».

Other books

Kylee's Story by Malone, A.
Sombras de Plata by Elaine Cunningham
Who Goes There by John W. Campbell
Ice Breaker by Catherine Gayle
Sweet Money by Ernesto Mallo
The Authentic Life by Ezra Bayda
Dead Fall by Matt Hilton