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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

Acosado (33 page)

BOOK: Acosado
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Había algo más que me inquietaba: Flidais no bromeaba al decir que Aenghus estaba absorbiendo una cantidad enorme de poder. Era una cantidad tal que resultaba peligrosa, pues se arriesgaba a matar la tierra en varios kilómetros a la redonda y dejar una zona devastada. Si no se detenía, se necesitaría a toda una arboleda de druidas cuidándola y mimándola durante años para devolverle la vida.

Si he de ser sincero, fue eso lo que me tocó la fibra sensible y me hizo salir del remolino de dudas que me acosaban. Hasta ese momento en que me di cuenta de la amenaza que Aenghus suponía para la tierra, podría haberme dado media vuelta y salir corriendo. Podría haber huido a Groenlandia y haberme quedado escondido durante un par de siglos. Pero ahora ya era imposible. Aenghus Óg podía acosarme de la forma que quisiera, podía secuestrar e incluso matar a mi amado perro, podía cargarse a la manada de Tempe al completo e incluso usurpar el trono a Brigid para convertirse en el rey supremo entre los Fae, y yo podría tomármelo como el precio que hay que pagar para vivir un día más. Pero el hecho de matar a la tierra, a la que él estaba unido por los mismos tatuajes que yo, revelaba tal maldad que era incapaz soportarlo. Era una prueba evidente de que sus principios se habían separado completamente de la vieja fe y de que se había entregado al mal. Eso fue lo que hizo que me levantara y desenvainara Fragarach, que me precipitara hacia el círculo de luz saltando sobre el cuerpo yaciente del doctor Jodursson. Si tenía que morir esa noche, al menos sería una muerte digna de un druida, no luchando en nombre de cualquier rey mezquino de Irlanda que se sentía herido en su orgullo o que ansiaba más poder en aquella pequeña isla, con lo grande que era el mundo. Yo moriría luchando en nombre de la tierra, origen de todo nuestro poder y fuente de todos nuestros dones.

No proferí ningún grito de guerra al lanzarme al ataque. Los gritos de guerra sirven para intimidar, e intimidar a Aenghus Óg estaba fuera de mi alcance. Pensé que, como mucho, podía sorprenderlo. Pero, por lo visto, desenvainar a Fragarach era justo lo que esperaban que hiciera, pues Radomila abrió los ojos de golpe y, desde la jaula de plata, gritó:

—¡Ahí viene!

Si hubiera podido detenerme de nuevo, lo habría hecho sin vacilar. ¿Por qué Radomila había descubierto mi presencia en cuanto desenvainé la espada? Pero ya no había vuelta atrás: tenía que continuar.

Oberón me vio en cuanto salí a la luz, y liberó todo su alivio y su ansiedad en un grito que fue directo a mi mente:

¡¡Atticus!!

Ya voy, amigo. Te quiero. Pero quédate callado y deja que me concentre.

Era el mejor de los compañeros: a partir de entonces ya no lo oí más.

Lo que sí oí fue un grito inhumano cuando Aenghus Óg movió las manos sobre la hoguera y del fuego empezaron a salir demonios.

Capítulo 24

La gente de esta parte del mundo suele imaginarse a los demonios como criaturas de un intenso color rojo, con cuernos en la cabeza y largas colas con pinchos. Si quieren hacer hincapié sobre lo malísimos que son, les añaden unas patas de cabra e insisten, sin excepción, en las pezuñas, no vaya a ser que se te pasen por alto. No tengo muy claro quién forjó esa imagen —creo que fue un monje calenturiento y enfermo de sexo durante las cruzadas, aunque yo intenté mantenerme alejado de aquello y por entonces vivía en Asia—, pero está claro que ha perdurado y se ha reforzado a lo largo de los años. Vi que unos cuantos demonios con esas características salían de la hoguera, porque casi se ha convertido en una obligación contractual que aparezcan algunos con esa forma. Pero la gran mayoría parecían personajes de pesadilla sacados de un cuadro de El Bosco o quizá de Pieter Brueghel el Viejo. Varios desaparecieron impulsados por sus alas de piel dura y se perdieron en el aire nocturno del desierto, con las garras preparadas para hundirse en algún cuerpo blando. Otros avanzaron tambaleándose con pasos desiguales, pues tenían un número impar de patas y todas eran de distinto largo. Otros más echaron a galopar con sus tristemente famosas pezuñas. Pero lo que todos tenían en común, sin excepción, era un montón de pinchos afilados y puntiagudos y el hedor que desprendían.

Aenghus Óg no perdió el tiempo con presentaciones ni con una risa maligna de villano. Tampoco me lanzó pullas ni me anunció que estaba a punto de morir. Se limitó a señalarme y pronunciar el equivalente en irlandés a «¡A él, chicos!».

Casi todos lo obedecieron, excepto un par de los más grandes. Vi a un demonio de los de pezuñas perderse por la montaña, y el bicho volador más grande se alzó en el cielo para no volver.

Aenghus tuvo la desfachatez de sorprenderse ante la deserción, de hecho les chilló que volvieran. Supongo que contaba con que aquellos dos me remataran, después de que los más pequeños me hubieran dado una buena paliza. Vi con alivio que la manada se movía para proteger a Hal y a Oberón, que seguían encadenados y no tenían la opción de defenderse de los demonios ni de huir.

—¿Qué te esperabas, Aenghus? —me burlé del dios, mientras cortaba la cabeza de mi primer enemigo—. No son más que asquerosos demonios.

Y eso fue todo lo que me dio tiempo a decir, porque ya los tenía encima y debía concentrarme en decidir a cuál mataba primero y en controlar las arcadas.

Tres segundos después se me pasó por la cabeza la idea de que podría verme sobrepasado tanto por su número, mucho mayor, como por el asco que me producían. Habían salido tantos desalmados de la hoguera que no podía ni contarlos, y seguían apareciendo. Por suerte, todavía los tenía a todos delante, pues no les había dado tiempo a intentar rodearme, así que absorbí algo de poder del poco que le quedaba a la tierra, los señalé a todos con el dedo índice de la misma mano con la que sostenía la espada y grité «¡Dóigh!», tal como Brigid me había indicado. Esperaba que con eso me libraría de unos cuantos demonios, y me preparé para el ataque de cansancio del que me había prevenido.

Resulta que es imposible prepararse para ese tipo de cansancio. Una cosa con patas de cigüeña y una boca enorme llena de dientes se lanzaba directo a mi yugular por la izquierda; una especie de mascota de Iron Maiden avanzaba hacia mí por el centro, y un cruce indescriptible entre la típica rubia de California y un dragón de Komodo se me acercaba por la derecha. Los monstruos pasaron de largo o tropezaron conmigo cuando me desplomé de improviso como una jirafa recién nacida, al dejar de funcionar por completo mis músculos.

Aenghus Óg lanzó un grito victorioso y le chilló a Radomila:

—¡Voy a cerrar el portal! ¡Se le ha caído la espada! ¡Hazlo!

Sí, eso, la espada. Esa que mis dedos eran incapaces de sostener. Esa misma espada que estaba impidiendo que los demonios me convirtieran en su cena. Necesitaba fuerza; pero, cuando intenté absorberla, sentí la tierra muerta. Aenghus Óg la había agotado al llevar los demonios a la superficie. Ni idea de hasta dónde tendría que ir para poder conseguir toda la fuerza que necesitaba para volver a levantarme. Tal como me encontraba en ese momento, no podía ni guiñar un ojo. Me había quedado sin la visión nocturna y lo único que distinguía era el resplandor anaranjado de la hoguera. El demonio despellejado de Iron Maiden volvió rápido sobre sus pasos, arrastrándose, y aprovechó la oportunidad para lanzarme una dentellada a la oreja. No puedo explicar con palabras el dolor que sentí: peor que leer todas las obras de Edith Wharton. Y ni siquiera así logré encontrar las fuerzas para apartarme o gemir siquiera. Lo mismo me ocurrió con el mosquito blindado del tamaño de un Schnauzer que se me posó en el pecho y me clavó el aguijón en el hombro. Quería aplastarlo de un manotazo, pero no podía. En ese momento un bicho recubierto de escamas azules y aparente afición por los esteroides me agarró por una pierna y me elevó en el aire. Lo siguiente que vi fueron unas fauces enormes llenas de colmillos relucientes y di por hecho que aquél era mi siguiente destino. El mosquito-schnauzer chupasangres debió de pensar lo mismo, porque me sacó el aguijón con un sonido húmedo y se alejó volando. Pero entonces me dejaron caer al suelo sin muchos miramientos, y al aterrizar me rompí la muñeca izquierda. Había caído mirando a la hoguera, así que tenía unas bonitas vistas de la horda y de Aenghus Óg reprendiendo a la Muerte.

—Bueno, es evidente que ya está muerto. ¿A qué estás esperando?

Nada de muerto, Aenghus. Quizá a corto plazo sí, como la tierra agotada sobre la que descansaba, pero no te confíes. La horda de demonios aullaba y rechinaba los dientes, víctima de un ardor de estómago (a pesar de su nombre, frío) de los que hacen historia. La mayoría se olvidó de mí. Los bichos voladores no se habían visto afectados por el fuego frío, así que el mosquito gigante volvió a encontrarme y se dispuso a chuparme la sangre hasta dejarme seco. A diferencia de los mosquitos normales, no tenía la deferencia de inyectar un poco de anestesia que mitigara el dolor del pinchazo. Pero estaba seguro de que su saliva dejaría una resaca mucho peor que la anestesia, si es que vivía para contarlo.

Los demonios a los que había acertado con el fuego frío murieron de las formas más diversas: algunos se derritieron en un charco de mierda, otros explotaron y unos cuantos se incendiaron un segundo antes de convertirse en cenizas. Precisamente el que me había arrancado la oreja terminó de esa forma. Ya nunca más volví a oír de él, y tampoco pude llegar a apreciar con detalle a Iron Maiden.

—¿Qué está pasando? —exclamó Aenghus, y se contestó a sí mismo como buen mamón insufrible que era—. Ah, ya lo entiendo: el fuego frío. Pero eso significa que nuestro amigo se ha quedado tan indefenso como un gatito. ¿Dónde está la espada, Radomila?

La respuesta era: debajo de un montón de mierda de demonio a unos pocos metros de donde yo estaba. Pero ¿por qué lo iba a saber la bruja? ¿Y qué le había mandado hacer antes? Y, oye, Aenghus, ¿no piensas hacer nada con los demonios que no cayeron víctimas del fuego frío, como aquel con alas que tenía encima o todos los demás que salieron de la hoguera después de que yo lancé mi conjuro pero antes de que tú cerraras las compuertas? Seguro que los dejaba por ahí sueltos y acabarían juntándose con la gente de Apache Junction.

Los hombres lobo lanzaban dentelladas a cualquiera que se acercara un poco a Hal y Oberón, perfecto. Pero iban a necesitar mi ayuda para romper las cadenas de plata, y yo ni siquiera podía hacer nada por mí mismo.

—No la encuentro —dijo Radomila con voz airada—. Sé que está aquí, pero ¡no puedo localizarla!

—¡Pues dime de qué me sirves entonces! —le soltó Aenghus—. Lo único que me prometiste es que podrías encontrar la espada y traérmela, aunque él quitara la capa mágica que le habías puesto. ¿Y ahora me dices que no puedes?

Ja, ja. No había sido yo quien había deshecho la capa sino Laksha y, al eliminarla, también debía de haber borrado cualquier rastro que Radomila pudiera haber dejado. No obstante, Laksha no había tratado de ocultar la presencia mágica de Fragarach, y por eso Radomila sentía que yo la había sacado de su funda, pero no sabía decir dónde estaba. Hablando de Laksha, ¿a esas alturas no tendría que haber conseguido ya algo?

Radomila se disponía a dar una respuesta mordaz a Aenghus, cuando abrió los ojos como platos y la mirada se le perdió en el vacío. Oh, sí, allá vamos. Aquella expresión no era más que la señal de que Radomila había sentido que algo andaba tras ella. Pero no podía desprenderse de aquello que la convertía en el objetivo, pues era su propia sangre.

—¡Respóndeme, bruja!

Para ser un dios del amor, llamaba la atención lo ciego que era Aenghus al lenguaje no verbal. En aquel momento, a Radomila poco le importaba él o ninguna promesa que le hubiera hecho. Lo que la tenía histérica era encontrar la forma de evitar aquello que se le venía encima, fuera lo que fuese.

Demasiado tarde. Se le hundió el cráneo por cuatro sitios diferentes, como si cuatro herreros lo hubieran golpeado a la vez con sus martillos desde los cuatro puntos cardinales. La jaula de plata quedó cubierta de trozos de cerebro sanguinolentos, e incluso alguno alcanzó la impoluta armadura de Aenghus Óg.

¿Veis?, ahí está el motivo por el que soy tan paranoico con que las brujas consigan un poco de mi sangre. Diario del druida, 11 de octubre: «Nunca hagas enfadar a Laksha.»

El chupóptero gigante sacó el aguijón de golpe y salió volando. Todavía no estaba lleno, así que me imaginé que algo más grande y mucho más horripilante venía a hacerse cargo de mí.

Resultó que no era más grande, pero sí mucho peor. Al sentir cómo se me clavaban unas garras, reconocí al cuervo de la batalla: Morrigan, diosa de la muerte y la destrucción. Tenía los ojos rojos, lo cual no era buena señal.

Aenghus Óg también la reconoció y por fin me descubrió allí tirado entre los restos de su ejército de demonios, mientras paseaba la vista por alrededor tratando de descubrir por qué su bruja había terminado hecha puré. Miró con aire interrogante a la Muerte, que había contemplado sin inmutarse todo lo sucedido, pero la figura encapuchada negó con la cabeza y después señaló en mi dirección. En realidad señalaba hacia Laksha, que estaba en el bosque que había a mi espalda, y no hacia mí, claro, pero Aenghus llegó a una conclusión errónea, como era lógico dada la información que le faltaba.

—¡Ah! ¿Tú has hecho eso, druida? No sabía que tenías tal poder. Bueno, de todas maneras no va a servirte de mucho. Ahí tienes al cuervo de la batalla, encaramado sobre ti como el viejo Cúchulainn, y te va a sacar los ojos de un momento a otro. Apuesto lo que sea a que ahora mismo no puedes mover ni un músculo.

Por un momento me planteé la posibilidad de que tuviera razón y que, después de todo, Morrigan me hubiera traicionado. Pero los ojos del cuervo se pusieron todavía más rojos, y supe que Aenghus había cometido un error fatal: a Morrigan no le gusta que den por hecho qué va a hacer. Creo que el dios también lo advirtió, porque dio un paso hacia mí, pero la fiera mirada de Morrigan lo dejó inmóvil. La voz de la diosa me habló en la mente:

Ha matado esta tierra en nombre de sus sueños de grandeza. Cree que con la espada podrá dar un golpe de Estado en Tír na nÓg, y con ese afán ha traicionado su vínculo más sagrado. Está corrupto. Movió las garras sobre mi pecho mientras pensaba en voz alta y me las clavó sin darse cuenta, o porque no le importaba demasiado. No debería ayudarte directamente, pero lo haré si me guardas el secreto. ¿Trato hecho?

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