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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

Acosado (28 page)

BOOK: Acosado
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—La que hay que tener. Y con reservas suficientes. —Alargó la mano y me cogió las mías, dándome un pequeño pellizco—. Hablo muy en serio cuando digo que quiero hacerlo.

—Has dicho que tienes veintidós años. ¿No has terminado ya alguna carrera?

Miró al cielo.

—Sí, en mayo conseguí el título de filosofía. Y ahora soy camarera en un bar, porque ¿qué más puede hacerse si uno ha estudiado filosofía?

—De acuerdo —le dije, después de estudiar su rostro—. Tomaré en serio tu solicitud y lo pensaré. Pero, antes de tomar una decisión, necesito hablar con Laksha.

—Ya me lo imaginaba. —Se mordió el labio, como si se arrepintiera de algo, y apartó la mano despacio—. Pero antes de dejarla salir tengo que trabajar un poco. Ella no tiene ni idea de cómo se atiende un bar. Espera un momento.

Hizo una visita rápida a los pocos clientes que quedaban, sirvió una copa más en una mesa y llevó la cuenta a otra, repartiendo bebidas y sonrisas con la misma naturalidad.

Con un trago de Tullamore Dew cosquilleándome por la garganta, pensé en Granuaile y revisé las razones por las que no había tenido un aprendiz en más de mil años. Sobre todo era porque casi todo el mundo pensaba que los druidas se habían extinguido y no sabían que quedaba uno al que podían pedírselo. Yo era como una especie de Yoda descansando en el sistema Dagobah. Pero incluso cuando alguien me descubría —de vez en cuando pasaba, como acababa de suceder con Granuaile—, no podía enseñar a nadie por razones prácticas, ya que siempre tenía que desplazarme constantemente y no podía permitirme permanecer mucho tiempo en el mismo lugar. Además, había dedicado mucho tiempo a trabajar en mi collar, y es imposible concentrarse en un proyecto de tal envergadura si hay que responder a las preguntas constantes de otra persona y pensar en cómo enseñarle todo lo necesario.

Mi último aprendiz había dejado este plano a finales del siglo x. Era un muchacho brillante y honesto que se llamaba Cibrán. Representaba a la perfección el papel de un campesino católico analfabeto, mientras estudiaba los misterios de la tierra con mi ayuda. En aquella época, yo andaba escondido entre las faldas del Sacro Imperio Romano. La verdad es que había elegido los vuelos más alejados de tales faldas, pues estaba en la ciudad de Compostela, en las tierras de Galicia. Tenía una granja modesta a media legua de la ciudad, y todo el mundo me quería porque siempre agradecía la cosecha a Jesús y cumplía con el generoso diezmo para la iglesia. El padre de Cibrán era un herrero de la ciudad y lo mandaba a mi granja unas cuantas veces a la semana en busca de alimentos frescos y huevos de mis gallinas. Me pagaba con el trabajo de Cibrán en la granja, y gracias a eso encontramos tiempo para iniciar su educación. Mi aprendiz ya casi había terminado los estudios y estábamos a punto de internarnos en el bosque para empezar con los tatuajes, cuando las fuerzas de Al-Mansur subieron desde el califato del sur y arrasaron la ciudad en el año 997. Antes de que yo pudiera llegar para protegerlos, ya habían matado a Cibrán y a su padre. Fue entonces cuando abandoné la idea de ser profesor. Ni yo ni la península Ibérica disfrutábamos de la estabilidad necesaria para que el proyecto diera fruto. Recogí mis cosas y partí hacia Asia, para acabar volviendo a Europa con las hordas de Gengis Kan.

Desde entonces, de vez en cuando fantaseaba con la idea de formar una pequeña arboleda de druidas. No obstante, la amenaza de Aenghus Óg por un lado y la manía persecutoria de los monoteístas por otro no permitían que pasara de ser un sueño. Quizá ya no fuera tan imposible, si es que lograba sobrevivir a los augurios de Morrigan.

Mi trato con la diosa no era un pase VIP para librarme de la muerte. Sólo era válido con Morrigan, que era la primera en tener el derecho de llevarme, y eso era genial, qué duda cabe; no obstante, en todos los panteones hay dioses de la muerte, y si Aenghus Óg estaba estableciendo algún tipo de alianza con el infierno, la muerte se me podía aparecer en forma de un caballo pálido, según se refiere en Apocalipsis 6, 8.

La parte del augurio que más me preocupaba era la que hacía referencia al palo del brezo, que sugería que el guerrero al que no le quedaba mucha vida por delante iba a sorprenderse justo antes de besar el suelo. No creía que a aquellas alturas Aenghus pudiera sorprenderme, pero seguro que el aquelarre de brujas podía conseguirlo. Ya me habían sorprendido unas cuantas veces: primero con la historia de volver impotente a Aenghus; después, mintiéndome con descaro sobre su alianza con él; e incluso entregándome sangre de su líder, con la seguridad de que podrían quitármela o de que jamás la utilizaría. Y todo eso lo habían logrado con sólo tres brujas del aquelarre. ¿Qué más sorpresas me esperaban cuando todas ellas se concentraran en mí?

Y en ese mismo momento, en el Rúla Búla, dentro de la cabeza de Granuaile había otra bruja que aseguraba que, en cuanto recuperara el collar de rubíes, ella sola podría hacerse cargo de todo el aquelarre polaco. Sin duda tenía que ser un artefacto mágico muy poderoso, porque de otro modo ninguna bruja estaría dispuesta a matar a otra, dado su habitual carácter frío. ¿Estaba seguro de querer liberar a alguien tan poderoso?

Antes de que me diera tiempo a pensar en la respuesta, Granuaile se detuvo delante de mí y se inclinó para llamar mi atención.

—Está bien, Atticus, voy a dejar que salga Laksha. Pasadlo bien.

Me dedicó una sonrisa pícara y luego la cabeza se le cayó a un lado, como si hubiera perdido el control. Cuando volvió a levantarla, la expresión de su rostro era inescrutable, aunque daba la impresión de tener más edad, pues había cierta tirantez alrededor de los ojos y la boca. Comenzó a hablarme con ese acento especial, las consonantes y las vocales cortas y la entonación propia de los hablantes de Tamil.

—He estado aguardando este momento, druida —me dijo—. Soy Laksha Kulasekaran. Te saludo en paz.

La transformación de una joven y alegre chica estadounidense de origen irlandés en una bruja india ya anciana era espeluznante, por muchas palabras amistosas que salieran de la boca de Granuaile. Me provocó eso que Samuel Clemens, alias Mark Twain, solía llamar un caso de estremecimiento por nerviosismo extremo.

Capítulo 20

—Espero que perdure la paz —respondí a la bruja de la cabeza de Granuaile—. ¿Por qué no me cuentas cómo has acabado aquí, hablando conmigo?

—Nací en 1277 en Madurai, durante el reinado del rey pandyan Maravaramban Kulasekaran, cuyo nombre honro tomándolo como mío. Conocí a Marco Polo cuando tenía diecisiete años y gracias a él comprendí lo grande que tenía que ser el mundo para albergar a personas como él.

»Me casé con un brahmán y desempeñaba el papel de esposa servicial mientras mi marido estaba en casa. Cuando se iba, me entretenía con los demonios. No encontré otra forma en la que una mujer pudiera liberarse de un sistema organizado por castas.

»La mayor parte de las cosas que aprendí son terribles. Los rakshasas no tienen nada bonito que compartir. El truco de transferir el espíritu de un sitio a otro lo aprendí de un vetala. ¿Has oído hablar de ellos?

—Sí —contesté—. Demonios védicos que poseen cadáveres.

—Exacto. Yo utilizo el mismo principio para transferir mi espíritu a una piedra preciosa o a una persona.

—¿Puedes transferirlo a cualquier cosa?

Laksha pareció sorprenderse ante la pregunta.

—Supongo. El espíritu puede adaptarse a casi cualquier sitio. Pero ¿para qué ibas a ponerlo en algo que pueda romperse o que no sea de mucho valor? Lo normal es que las gemas duren muchos años.

—Entendido. Entonces, cuéntame cómo terminaste en el fondo del océano, dentro de un rubí.

Laksha encogió los hombros de Granuaile.

—Quería una vida nueva, en un mundo nuevo. Decidí marcharme de la India. En 1850 compré un pasaje en un velero de vela veloz que llevaba opio a China. Cuando llegaron a su destino, los propietarios del barco, que se llamaba Frolic, quisieron sacar provecho de la fiebre del oro de California. Así que en China cargaron el barco con sedas caras, alfombras y otra mercancía de lujo que venderían en San Francisco y la aseguraron por mucho dinero.

»No podía dejar pasar esa oportunidad. Estados Unidos era mucho más nuevo que China, era un lugar donde una mujer podía tener un negocio si así lo quería, así que volví a comprar un pasaje. Embauqué al capitán con promesas de favores sexuales, para que mi nombre no apareciera en la lista de pasajeros.

»Resultó ser bastante aburrido en la cama y olía fatal. Quizá percibiera que estaba insatisfecha, pues cuando el barco chocó contra unas rocas, cerca de la costa de lo que hoy en día es Mendocino, y se abrió una vía de agua en el casco, no me hizo sitio en su bote salvavidas.

»Había botes para todo el mundo, pero yo tuve que compartirlo con la tripulación china, que no me era leal ni hablaba ninguna lengua que yo supiera. A eso se suma que en el agua, sin tiempo ni espacio para celebrar un ritual, no tengo ningún poder.

»Mientras cuatro de los hombres remaban e íbamos acercándonos a la costa, me di cuenta de que los marinos miraban mi collar y hablaban sobre mí. Seguramente estaban pensando que me podían hacer desaparecer sin más, una víctima del naufragio por la que nadie preguntaría. Lo más probable es que planearan vender el collar en San Francisco y repartirse el dinero.

»Fuera cual fuera su plan, de repente uno de ellos sacó un cuchillo y me lo clavó en la espalda, mientras otro intentaba arrancarme el collar del cuello. Sentí un dolor insoportable y me levanté de golpe, para alejarme del cuchillo. Me lancé por la borda y arrastré conmigo al aspirante a ladrón, que seguía aferrado al collar.

»Sentí que me estaba muriendo, y además no sabía nadar. Por suerte, mi atacante tampoco sabía. Consiguió arrancarme el collar del cuello, pero no de las manos. No tardó en darse por vencido y lo soltó, para subir hasta la superficie, donde sus compañeros podrían rescatarlo.

»Con la visión ya borrosa y sin saber a ciencia cierta si el método de los vetala funcionaría en el agua, tuve que elegir entre dejar este mundo o enviar mi espíritu a la piedra mediante el contacto directo. Es evidente que opté por lo segundo, y aquí estoy.

No terminó la historia con una sonrisa. Sencillamente se quedó callada y esperó a ver cuál era mi reacción.

—Está bien. ¿Cuáles son tus objetivos ahora?

—Recuperar mi collar y después conseguir un nuevo cuerpo.

—En ese caso, vayamos por partes. ¿Por qué es tan importante que recuperes el collar? Podemos ir a una joyería y comprarte un rubí ahora mismo, si eso es lo que quieres.

—No. Ese collar es un artefacto mágico, hecho por las manos de un demonio. Amplifica mis poderes. ¿Acaso tu collar no te sirve para eso mismo? —Lo señaló y ladeó la cabeza con aire interrogante.

—No está hecho por un demonio, pero sí, tiene una función similar —respondí, poniendo todos mis esfuerzos en que pareciera un asunto trivial.

Durante la conversación, mi brujómetro había ido subiendo hasta el rojo vivo. La expresión «hecho por las manos de un demonio» lo había disparado del todo y estaba a punto de saltar la alarma. Pero pensé para mis adentros: «¿Por qué parar ahora? Vamos a preguntarle algo que de verdad dé miedo.» Así que añadí:

—Háblame de eso de conseguir un cuerpo nuevo. ¿Cómo te propones hacerlo?

—En el pasado, los cogía sin más, pero ahora respeto unos valores morales más altos.

—¿Los cogías? Discúlpame, pero ¿eso quiere decir vivos o muertos?

—No me importaba; lo que hubiera disponible y me pareciera atractivo en ese momento.

—Entonces, el cuerpo que estaba en el fondo del mar, ¿no era el cuerpo con el que naciste?

—¡Claro que no! No sé de ningún método para hacer que un cuerpo dure cientos de años.

—Por supuesto. —Sonreí y sacudí la cabeza—. Una pregunta tonta, lo siento.

La aguja del brujómetro estaba al límite. Si le contaba que había encontrado la forma de lograr que mi cuerpo se conservara durante miles de años gracias a una infusión especial, ¿devoraría mi cerebro? ¿Habría oído lo que le había contado a Granuaile sobre el herbolario de Airmid?

—Perdona mi ignorancia en este asunto—proseguí—; pero, cuando coges un cuerpo vivo, ¿qué le pasa al alma que lo habitaba antes?

—Ésa es la pregunta que ha mantenido en vilo a la humanidad durante los siglos de los siglos.

—¿Quieres decir que las matabas?

—Dejaba que siguieran recorriendo el ciclo de nacimientos y reencarnaciones.

Traté de disimular el disgusto que me provocaban sus acciones y las desaprensivas razones con que las explicaba. Sin embargo, no creo que mis intentos fueran muy fructíferos, pues vi que se le formaba una arruga en la frente al darse cuenta de cómo me lo estaba tomando.

—¿Cómo sabes que seguían el ciclo? —le pregunté—. Si echabas las almas del cuerpo, en vez de permitir que murieran, tal vez todavía vaguen por la tierra como espíritus sin cobijo.

—Podría ser así. Y, créeme, sé que hacer eso es horrible. He tenido más que tiempo suficiente para reflexionar sobre mis acciones a lo largo de los últimos ciento sesenta años. Y me he dado cuenta de que atacaba a personas inocentes, del mismo modo que los marinos chinos me atacaron a mí. Era el karma que volvía hacia mí, y sé que no es más que una fracción de la expiación que debo cumplir por siglos pecando.

—¿Dirías que el tiempo que pasaste en el rubí supone una parte importante de la expiación que debes llevar a cabo o que todavía te queda mucho?

Laksha enarcó las cejas de Granuaile, sorprendida, y después frunció el entrecejo al oír la pregunta.

—Tengo la impresión de que dudas de mis buenas intenciones.

—Teniendo en cuenta el resumen de los hechos que acabas de hacerme, creo que me lo estoy tomando bastante bien. Has alcanzado una especie de inmortalidad mediante un maligno proceso de cambio de cuerpo, y has confraternizado con demonios.

—¡Confraternizado!

Laksha parecía muy ofendida por la acusación. Por lo visto, lo de cambiar de cuerpo en un proceso maligno no le suponía ningún problema. Pero entonces recordé que Flidais me había acusado no hacía mucho de confraternizar con vampiros, y que mi reacción había sido muy similar a la de Laksha. Por eso me molesta tanto el concepto védico del karma: en cuanto alguien lo menciona, ya no puedo dejar de tenerlo presente.

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