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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

Acosado (25 page)

BOOK: Acosado
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—Así lo haré.

Me volví para mirar a Jiménez por encima del hombro. Iba cada vez más rápido, al ver que nos acercábamos a la esquina. Me incliné para coger a Fragarach del respaldo de la silla y me la crucé a la espalda.

—Ahora me voy a acercar al parque. Dile a Hal que mañana quedamos al mediodía en el Rúla Búla y que lleve a Oberón con él.

—Está bien. Recupérate y trata de no preocuparte. Lo tenemos todo controlado.

—Gracias, Snorri. Contigo merece la pena gastar hasta el último centavo.

Me desvié hacia la derecha, cruzando la calle desierta en dirección a una mediana ancha en la que crecían viejos olivos, y que era la que le confería al Civic Center su aire peculiar. Después de absorber de un árbol la fuerza necesaria para poder respirar mejor, aunque eso no significara sin dolor, dejé a Snorri y Jiménez atrás para que jugaran al «¿Dónde está el druida?». Recorrí al trote los últimos cuatrocientos metros que me separaban del parque del Civic Center, una zona verde bastante grande, con unos cuantos robles centenarios y alguna que otra estatua de bronce. Estaba demasiado cuidado para mi gusto, pero era una enorme fuente de fuerza natural que serviría para curar todo lo que tenía que curar.

Tras caminar un par de pasos sobre la hierba, clavé los dedos en la tierra y expandí mi conciencia para conocer aquel cuidado y sereno paisaje moderno. Cinco minutos de meditación me descubrieron un lugar cerca de un roble por el que apenas pasaba nadie, así que me encaminé allí y me desprendí de mi ropa. La doblé con cuidado y la escondí entre varias ramas. Miré si tenía mensajes en el móvil y encontré varios —dos de Hal y uno de Perry—, informándome que por el momento todo estaba en orden. Después de leerlos, apagué el móvil para quedarme completamente incomunicado. Entonces, desnudo y bajo el camuflaje, me tumbé sobre el costado derecho, para que mis tatuajes estuvieran en contacto con la tierra lo más posible. Coloqué a Fragarach delante de mí, protegida en mi pecho. Me rodeé de unos cuantos conjuros por si acaso y después ordené a mi cuerpo que se relajara y se desintoxicara mientras dormía, absorbiendo el poder de la abundante energía viva que crecía en Civic Center (aunque el parque contara con cierta ayuda química).

Aquel día había logrado escapar de las maquinaciones de Aenghus Óg, pero a costa de la vida de Fagles. Si seguía dejando que Aenghus pusiera a prueba mis defensas y le daba un objetivo inmóvil, acabaría por encontrar una forma de alcanzarme, con más razón si contaba con la ayuda de todo un aquelarre de brujas. Así que había llegado el momento de cambiar de estrategia, y tenía dos opciones: correr como un loco o luchar como un loco.

Correr no era una elección que me resultara atractiva ya, porque era la que había estado haciendo durante dos milenios. Además, dado que prácticamente le había jurado por mi honor a Brigid que combatiría con Aenghus por ella, ni siquiera era una opción viable. A todo eso se añadía la traición de las Hermanas de las Tres Auroras: mi ego no podía soportar que un puñado de brujas polacas con la mitad de mis años vinieran a mi propia casa a reírse de mí.

Así que lo que quedaba era luchar como un loco, y cuanto antes mejor. Había logrado superar la indecisión de Hamlet, y las conocidas palabras del danés me perseguían: «No sé para qué existo, diciendo siempre “Tal cosa debo hacer”, puesto que hay en mí suficiente razón, voluntad, fuerza y medios para ejecutarla.» Hamlet se prometió a sí mismo que actuaría, pero creo que quizá cuando dijo: «De hoy en más no existirá en mi fantasía idea alguna, o cuantas forme serán sangrientas», su resolución se vio un poco mermada por la métrica. Si hubiera sido libre para seguir los dictados de su propia conciencia en vez de los de la pluma de Shakespeare, quizá hubiera abandonado la rima del todo, como yo, y se hubiera contentado con algo como: «Venid aquí, cabrones, venid aquí.»

Capítulo 18

Me desperté por la mañana bastante más repuesto, pero con la vejiga a punto de explotar. Después de aliviarme en el roble —fuera de la vista de las pocas personas que pasaban por el parque—, tomé una bocanada profunda de aire y me sentí sorprendentemente bien. Giré los brazos para probar y nada me apretó en el pecho. Sonreí. La tierra era tan buena conmigo, tan generosa y amable…

Recuperé el móvil y lo encendí. Miré la hora y eran las diez de la mañana, así que tenía tiempo de sobra para ir al Rúla Búla. Bajé mi ropa de la rama, me vestí, me colgué a Fragarach a la espalda y deshice el hechizo de camuflaje. De nuevo me encontraba en el mundo visible. El amuleto del oso estaba cargado hasta los topes y yo me sentía recuperado del todo, aunque tenía una sed terrible y me moría de hambre.

Tenía mensajes del Departamento de Policía de Tempe, primero pidiéndome y después exigiéndome que me pusiera en contacto con ellos de inmediato, además de mensajes de Hal, Snorri y Perry.

Hal solo quería informarme que Oberón era un pozo sin fondo y que, a pesar de que mi perro había tenido mucho cuidado con la tapicería de cuero y estaba muy agradecido por eso, el maldito canino había destrozado el ambientador de limón por no se sabía qué razón y lo había dejado hecho añicos por el asiento. Del resto de los asuntos me hablaría en el Rúla Búla.

Snorri me decía que Hal había aprobado su informe médico y me daba las gracias de antemano por pagar su astronómica factura.

En un mensaje de las nueve y media de la mañana, Perry llamaba para contarme que ya habían cambiado la puerta de la tienda. Pero lo más importante era que una rubia «que estaba muy, pero que muy buena», llamada Malina, había pasado por la tienda para decir que Emily ya no necesitaba el té ni mis servicios. Consideraban que ya se había cumplido el contrato. Vaya. ¿Significaba eso que la adorable pareja formada por Aenghus y Emily había roto? ¿O significaba otra cosa diferente? Perry también decía que le había pedido la carta de una amiga suya, pues quería recuperarla como fuera, pero Perry no la encontró por ningún sitio de la tienda, a pesar de que estuvo buscándola.

Ajá. Malina había intentado recuperar la sangre de Radomila. Seguro que había utilizado el encantamiento del pelo para convencer a Perry de que pusiera toda la tienda patas arriba para encontrarla. Me preguntaba si Fagles y su pandilla habrían inspeccionado los libros de mi despacho al registrar la casa. Si lo habían hecho, no les habría costado encontrar el trozo de papel con la sangre de Radomila… y el socio de Hal ni siquiera se habría dado cuenta o no habría sabido qué significaba.

Pensé que lo mejor era guardar todas esas preguntas para hacérselas a Hal en el Rúla Búla. Di por hecho que mi casa y la tienda estarían bajo vigilancia, así que cogí un taxi para ir a casa de la señora MacDonagh.

—¡Atticus, muchacho! —La viuda sonrió y me saludó en tono alegre, mientras levantaba el vaso de whisky hacia mí, en el porche de su casa—. ¿Qué le ha pasado a tu bicicleta, que vienes a mi puerta en taxi?

—Pues es que he tenido uno de los domingos más agitados que pueda imaginarse, señora MacDonagh —respondí, sentándome en la mecedora que había junto a la suya y suspirando satisfecho.

Siempre es bueno suspirar de satisfacción con la viuda: le encanta pensar que su porche delantero es el lugar más acogedor y tranquilo de toda la ciudad. Además, es probable que no se equivoque.

—¿Sí? Cuéntamelo, chico. —Entrechocó los hielos en el vaso y miró el nivel del líquido, calculando—. Pero antes voy a echarme un poco más, si no te importa esperar un segundo. —Se incorporó acompañada por un par de chasquidos de la mecedora y añadió—: Tomarás un trago conmigo, ¿verdad? Hoy ya no es domingo y no puedo imaginar que vayas a rechazar un poquito de Tullamore Dew.

—Tiene razón, señora MacDonagh, no voy a rechazarlo ni tengo ganas de hacerlo. Un buen vaso helado sería perfecto.

El rostro de la viuda se iluminó y se le humedecieron los ojos, mientras me miraba con expresión agradecida. Al pasar hacia la puerta, me acarició el pelo.

—Eres un buen chico, Atticus, que bebe whisky con una viuda un lunes.

—De eso nada, señora MacDonagh, de eso nada.

Era verdad que disfrutaba con su compañía. Y además conocía demasiado bien el dolor que se apodera del corazón cuando todos los seres queridos ya han muerto. Durante años uno tiene la compañía y el consuelo de alguien con quien comparte la vida y entonces, de repente, ya no lo tiene más. Bueno, puede decirse que a partir de entonces cada día parece más lóbrego y, cada noche de soledad en la cama, el corazón se encoge un poco más en el pecho. A no ser que uno encuentre a alguien con quien pasar algún rato (y esos ratos son minutos de luz y calor, en los que uno olvida que está solo), el corazón se acaba muriendo en el pecho. Aparte de mi trato con Morrigan, ha sido la gente la que me ha mantenido vivo durante tanto tiempo, y en eso incluyo a Oberón. Las personas que están en mi vida en este momento, que me ayudan a olvidar a todas las demás personas que he perdido o enterrado, son para mí verdaderamente mágicas.

La viuda volvió con dos whiskys con hielo, tarareando una vieja tonada irlandesa y agitando los cubitos. Estaba contenta.

—Ahora cuéntame, muchacho —dijo, tras hundirse en la mecedora—, ¿por qué fue tan terrible tu domingo?

Bebí un sorbo de whisky y disfruté del ardor del alcohol y el frío del hielo.

—En este momento, señora MacDonagh, estoy empezando a pensar que debería haber aceptado su oferta y haberme bautizado. ¿Fue la misa lo bastante alegre ayer?

La viuda se echó a reír y me sonrió.

—Tan alegre que ni siquiera me acuerdo de lo que dijo el sacerdote para contártelo. Bien aburrido que fue. Pero tú —dijo, pronunciando las palabras con mucho cuidado como si fuera estadounidense, y sonriendo— ¿no tuviste un día interesante?

—Y tanto. Me dispararon.

—¿Te dispararon?

—Una herida superficial, nada más.

—¡Hala! ¿Quién te disparó?

—Un policía de Tempe.

—Bendito sea el Señor, ¡esta mañana leí algo sobre eso en el periódico! «Policía mata a agente de Tempe», decía, y después un subtítulo: «El agente dispara a un civil sin motivo.» Pero no leí todo el artículo.

—Pues ése era yo.

—¡Ay, Dios! ¿Y por qué te disparó ese idiota? No sería por haber matado a ese cabrón inglés, ¿verdad?

—No, nada que ver —contesté.

Y así me pasé una hora muy agradable, contándole a la viuda una parte de la verdad, lo suficiente para divertirla pero no tanto como para ponerla en peligro. Al final me despedí, después de prometer que iría a podar el pomelo, y me marché caminando por la avenida Mill y después hacia el norte, camino del Rúla Búla. Hubo quien me miró un poco raro y la gente se apartaba al ver la empuñadura de la espada que sobresalía por el hombro, pero, por lo demás, fue un viaje sin incidentes.

Llegué unos minutos antes de la hora y Hal todavía no estaba en el bar, así que me senté en la barra y le dediqué una gran sonrisa a Granuaile. ¡Por los dioses de las tinieblas, era digna de ver! Todavía tenía la cabellera, pelirroja y rizada, mojada por la ducha que debía de haberse dado justo antes de ir a trabajar. El blanco de sus dientes relució un momento cuando me sonrió y después se acercó a mí despacio, con una sonrisita en los labios.

—Ya sabía que no tenía que preocuparme —me dijo—. Cuando vi el artículo en el periódico, pensé que no te vería en semanas. Y aquí te tengo, la supuesta víctima de un tiroteo, con pinta de estar muerto de sed.

—Sí que soy la víctima de un tiroteo. Es sólo que me curo rápido.

De repente, la expresión de Granuaile cambió. Entrecerró los ojos e inclinó la cabeza a un lado, mientras colocaba una servilleta delante de mí. Cuando habló, su voz era más grave y tenía un acento nuevo.

—Es lo que suele pasarles a los druidas.

Con esa única frase para analizar, lo más que podía aventurar era que su acento provenía de algún lugar del subcontinente indio. Y entonces, sin que apenas pasaran unos segundos, volvió la Granuaile de siempre, la camarera alegre y seductora.

—¿Qué vas a tomar? ¿Una Smithwick?

—¿Qué? ¿Cómo puedes cambiar tan rápido? ¿Qué acabas de decirme?

—Te he preguntado si quieres una Smithwick —repuso, con expresión divertida.

—No, lo que dijiste antes.

—Dije que tenías pinta de estar muerto de sed.

—No. ¿Qué dijiste después de eso y antes de lo de la Smithwick?

—Mmm. —Granuaile me miraba atónita y después le cambió la cara, porque empezaba a comprender, por lo menos ella—. Ah, ya sé qué ha pasado. Debe de haberte hablado ella. Ya era hora. Hace semanas que quiere hablarte.

—¿Qué? ¿Quién? No puedes ir por ahí lanzando pronombres sin antecedente, si quieras que la gente te siga.

Me sonrió y levantó las manos.

—Escucha, vas a necesitar una bebida y mucho tiempo para escuchar una larga historia.

—En ese caso, tomaremos una Smithwick, pero no tengo mucho tiempo. He quedado aquí con mi abogado dentro de unos minutos.

—Los vas a demandar, ¿no? —Se acercó al grifo sonriendo, para servirme.

—Sí, me parece que se merecen una bonita demanda.

—Vale. Entonces, quizá después puedas quedarte un poco más y dejaré que vuelvas a hablar con ella.

Dejó la cerveza negra sobre la servilleta y volvió a sonreírme. Sentí que me derretía y empecé a preguntarme si sería Granuaile quien provocaba ese efecto en mí o si sería esa «ella» que andaba enredando en su cabeza.

—¿Así que me dejarás? Más bien me pareció que la tal ella elige cuándo quiere hablar y tú no tienes mucho que decir al respecto.

—No suele hacerlo así —repuso Granuaile, quitando del medio el hecho de que la poseyeran por momentos, como si no fuera más que un mosquito molesto—. Normalmente es muy educada y me deja a mí el control.

—Un nombre, dame un nombre. ¿Quién es ella?

Antes de que pudiera responderme, Hal y Oberón entraron en el pub y los dos me saludaron muy efusivos, aunque la gente sólo pudiera ver y oír a Hal. Oberón seguía con el camuflaje, pero vi destellos de color agitándose en el aire: debía de estar moviendo la cola como un loco. Alguien podría darse cuenta si seguía así, porque el Rúla Búla no estaba precisamente vacío a la hora de comer.

¡Atticus! ¡Me alegro tanto de verte! ¡Los hombres lobo no tienen sentido del humor!

—Hola, Hal —dije, antes de conectarme a la mente de Oberón.

Yo también me alegro de verte, amigo, aunque no sea en el sentido literal. Vete a esconderte debajo de una mesa vacía, rápido, antes de que alguien vea tu cola agitándose y se pregunte si ha bebido demasiado. Ahora voy a rascarte y te llevaré unas cuantas salchichas. Ten cuidado, para no tropezar con nadie.

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