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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

Acosado (22 page)

BOOK: Acosado
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Con esa frase, Hal logró captar toda la atención de los policías. Miraron a Hal con poca simpatía, y Fagles le dijo con desdén:

—Tenemos una orden firmada por un juez de Tempe. —La agitó delante de las narices de Hal para apoyar su argumento—. El registro fue totalmente legal.

—La orden dice que pueden buscar un lebrel o similar, y ninguna otra cosa más, según tengo entendido. ¿Acaso me equivoco, agente?

Fagles no quería responder con un simple «sí», por lo que intentó contestar en un tono desafiante.

—Eso dice la orden.

—Un lebrel irlandés es una raza muy grande. Yo mismo vi al perro que ustedes están buscando en concreto, antes de que se escapara, y le puedo asegurar que pesará casi tanto como usted. Teniendo este dato en cuenta, no es presumible que se escondiera en un cajón, ni en un aparador, ni en los armarios de la cocina o debajo de la planta de albahaca. Sin embargo, usted y sus compañeros registraron todas esas cosas, en una violación clara de los derechos de mi cliente.

No me hacía falta escuchar ni una palabra más para saber que estaban buscando algo más que mi perro. Aenghus Óg había enviado a aquellos hombres en busca de Fragarach. Por eso habían arrancado la planta de albahaca que tenía en la cocina, y ojalá eso fuera todo. Si también habían andado entre las hierbas que cultivaba en el jardín, las que había dejado con el hechizo de camuflaje, Oberón iba a tener que salir corriendo de un momento a otro.

—No hicimos nada de eso —repuso Fagles.

—Mi socio testificará que sí lo hicieron.

—Será su palabra contra la nuestra.

—Grabó parte del registro con la cámara de su móvil.

Fagles tuvo que comerse sus palabras.

—Mire, me da igual quien sea usted… —dijo al fin.

—Me llamo Hal Hauk.

—Lo que sea. Tenemos una orden legal para registrar el local. Más le vale dejarnos hacer nuestro trabajo o tendremos que arrestarlo.

—Les dejaré hacer su trabajo, agente. Sólo le estoy advirtiendo que no vuelva a utilizar los mismo métodos que en el domicilio de mi cliente. Están buscando un perro grande, ninguna otra cosa. Voy a grabar el registro. Si buscan en cualquier lugar donde sea imposible que se oculte un perro grande, la demanda que les interpondremos será mucho más grave.

—Bien.

—Bien —repitió Hal—. Me quedo yo con esto. —Y le arrebató la orden a Fagles, con un movimiento tan rápido que el ojo humano no podía seguirlo, y se apartó a un lado.

Fagles se había cabreado. Supongo que le habría gustado estamparle la orden en todo el pecho a Hal, o propinarle un empujón o un codazo poco sutil con el que establecer su superioridad. Pero Hal no sólo lo había dejado sin esa oportunidad, sino que además lo había hecho quedar como un idiota lento (algo que, comparado con Hal, sí que era). En defensa de Fagles puede decirse que el pobre no tenía ni idea de que pretendía entrar en jueguecitos de dominio con un hombre lobo.

En vez de decir cualquier cosa que agravara su humillación, Fagles echó a andar con zancadas airadas, y Jiménez y los demás lo siguieron. Se detuvo en la puerta y se quedó mirando los cristales rotos que seguían enganchados al marco y los que estaban esparcidos por el interior. Clavó su mirada en mí, antes de cruzar el umbral. Yo quedaba a su izquierda, pues seguía de pie detrás del mostrador. Desde la entrada, podía verse el acceso al mostrador, libre y claro.

—¿Qué ha pasado aquí, O’Sullivan?

—Un cliente mostró su descontento con mi política de devoluciones de forma muy enérgica.

—Sí, claro —murmuró Fagles, mientras pasaba a través de la puerta destrozada.

En cuanto lo hizo, se dispararon todos los conjuros que había en la tienda y me alertaron de que él también tenía un hechizo de amarre. Me fijé en su aura, mientras él hacía un gesto a sus compañeros para que se pusieran en marcha, yo activé mi descodificador feérico. Alrededor de su cabeza se extendía un entramado de hilos verdes, casi como si llevara una corona de laureles. Ése era el método básico con el que lo controlaban, pero entrelazados a esas líneas verdes se veían unos hilos azules y rojos muy finos. No se podía cortar el amarre verde sin romper también esos otros hilos. Yo ignoraba para qué servían, aunque sospechaba ya por su diseño que no eran para nada agradable. Quizá fueran un resguardo, o una trampa, o cualquier cosa para hacerme perder el tiempo.

Los restantes policías, como advertí enseguida, no tenían nada más allá de su aura humana normal. Estaban manchadas de un sentimiento de agresión y estrés, pero qué podía esperarse después de que un abogado les hubiera dado un buen repaso. Hal siguió a Jiménez y a los demás polis, que se desperdigaron por la tienda, así que yo pude concentrarme en Fagles. Se había quedado inmóvil en la puerta, paralizado por algo que veía en el estante del mostrador.

—¿Qué tiene ahí? —me preguntó, haciendo un gesto vago con la barbilla.

—¿Qué tengo dónde?

—Ahí —respondió, quitándose las gafas de sol y señalando—. Parece la funda de una espada. ¿Tiene una espada detrás del mostrador?

Plegó las gafas y se las metió en el bolsillo de la camisa, antes de quedarse mirándome con aire interrogante.

—No.

—No me mienta. ¡La estoy viendo!

Perfecto. Eso me aclaraba bastantes cosas. Si podía ver la espada pero no a Oberón, que en realidad estaba a plena vista sobre la mesa, era porque Aenghus le había concedido una habilidad muy concreta. No se trataba de que tuviera la habilidad de ver a través del camuflaje, lo que le habría descubierto el objeto de su búsqueda en un segundo; por el contrario, sólo tenía capacidad para ver a Fragarach, que en teoría se hallaba envuelta por una capa mágica. La misma capa había funcionado a la perfección con Bres, así que también tendría que haber servido con Fagles, con la diferencia de que éste parecía preparado para verla. ¿Cómo se prepara uno para ver un objeto oculto con una capa mágica? Para empezar, se necesita mucha ayuda de la persona que hizo el conjuro. Todo eso llevaba a un nombre: Radomila, líder de las Hermanas de las Tres Auroras. Fagles era la prueba andante de que se habían unido a Aenghus Óg y trabajaban en mi contra.

—¿Es un perro, agente? —intervino Hal, que iba de un lado a otro para controlar el registro de Jiménez y enfrentarse a Fagles al mismo tiempo. Se detuvo a un par de pasos del agente, hacia el interior de la tienda, de forma que no podía ver qué estaba mirando Fagles—. Porque si no es así, entonces no es de su incumbencia.

El agente no le prestó atención y siguió dirigiéndose a mí.

—Está ocultando un arma mortal y para eso necesita una licencia. ¿Tiene una licencia para ocultar armas?

—No respondas —me dijo Hal, y apuntó hacia Fagles con su móvil—. Estoy grabándolo todo, agente. Según el estatuto revisado de Arizona 13-3102, artículo G, no se necesita una licencia para las armas que se transportan en un cinto que sea total o parcialmente visible o en una funda o estuche diseñado para transportar armas y que sea total o parcialmente visible.

Toma ya. Por eso Hal gana 350 dólares a la hora: porque sabe citar los estatutos de Arizona, con todo ese lenguaje que lo deja a uno sin palabras. Es algo druídico.

—Eso no es un arma oculta y tampoco es un perro, que es lo único que está autorizado a buscar —concluyó Hal.

Me olvidé de los dos, mientras seguían enzarzados en la discusión de si la funda en mi estante estaba oculta o no, y me concentré en los hechizos que flotaban sobre el tupé perfecto de Fagles. Tenía la corazonada de que los nudos azules correspondían al amarre que le permitía ver la capa mágica —lo que, por su parte, le permitía atravesar el camuflaje—; así que, si desenredaba aquellos hilos, el problema de mi espada desaparecería, en el sentido más literal posible. El problema residía en que, al romper los hilos azules, los rojos también saltarían. Aunque sí podía apreciar el trabajo hecho por Aenghus, no había forma de que descubriera qué hechizos había entrelazado con ellos. Quizá Morrigan o Brigid sí me pudieran decir qué conjuro concreto era aquél y cómo manejarlo con seguridad. A lo más que yo llegaba era a imaginar que los hilos rojos eran magia de la mala. Por mucho tiempo que me tomara para encontrar la solución, siempre corría el riesgo de que saltaran ante un paso en falso por mi parte. Y después todavía tendría que ocuparme de los hilos azules, pero no me cabía la menor duda de que Fagles no cejaría en su empeño de quitarme a Fragarach. Aenghus no permitiría que fuera de otra forma. ¿Y el hilo verde? Todo aquello significaba un enfrentamiento mágico directo contra Aenghus Óg por hacerme con el control de Fagles, durante el transcurso del cual aprendería muchas cosas sobre mis habilidades. No quería descubrir mis cartas tan pronto.

Así pues, había llegado el momento de poner a prueba todos mis hechizos y conjuros. Decidí activar toda la magia preventiva de los conjuros de la tienda, después atacar los hilos azules, dejar que los rojos hicieran lo que fuera que hacían y aguantar las consecuencias. Fue una de esas decisiones que tomas cuando la testosterona se ha apoderado de tu sistema o cuando te han criado en una cultura de un machismo ridículo, como era mi caso.

El amarre azul era muy frágil, saltó de inmediato con el más leve tirón mental. Y con él se rompió el rojo: estaba claro que era una trampa de tipo resorte. Sentí un golpe seco en el rostro, como si de repente alguien me hubiera dado con un almohadón con todas sus fuerzas, y vi que Hal también echaba la cabeza para atrás con un movimiento brusco. Cayó de espaldas, con un gruñido de sorpresa. Fagles aullaba y se llevaba las manos al cráneo. Al tiempo que Hal y yo tratábamos de recuperarnos —Hal tenía el rostro rojo y los ojos medio amarillos, con su parte de lobo muy cerca de la superficie—, Fagles se volvió loco del todo y me apuntó con la pistola.

—¡Manos arriba! —chilló Fagles.

El grito atrajo a todos los polis, con Jiménez delante apuntando también su pistola. Levanté las manos y me pregunté qué habría pasado si no hubiera activado primero los hechizos de la tienda. Podría haberle arrancado la cabeza a Hal. A pesar de mis precauciones, se había llevado un buen golpe, y yo sólo había recibido una milésima de la fuerza gracias a la protección más intensa del collar. Lo único que le pasaba a Fagles era que estaba reaccionando a algún tipo de respuesta mágica, y no parecía que ninguno de los demás polis sintiera nada. Se limitaban a respaldar a Fagles.

¿Qué ha pasado?, preguntó Oberón.

Está todo bien. No te muevas, lo tranquilicé.

—Oiga, agente, no hace falta que haga eso. ¡Está apuntando a un hombre desarmado que está colaborando en un registro legal! —dijo Hal, con la voz un poco entrecortada.

—¡Mierda! ¡Él me atacó! —bufó Fagles.

—¿Qué? Eso no tiene ningún sentido, amigo. ¡Lleva todo el tiempo ahí quieto, a más de cinco pasos de usted!

—Pero si me ha dado un golpe en la cabeza.

Bueno, estoy seguro de que se lo merecía, Atticus.

Calla, que yo no le di.

—¡No ha golpeado a nadie, y esa cámara de seguridad que está ahí es la prueba! —exclamó Hal, señalando la cámara.

La mirada de todos los presentes siguió su dedo y comprobaron que, sin duda alguna, la grabación de la cámara demostraría si había agredido al agente o no. Fagles percibió la seguridad en la voz de Hal, distinguió la sombra de la duda en los rostros de sus colegas y casi parecía a punto de llorar cuando gritó:

—¡Pues algo me golpeó en la cabeza y si estoy seguro de algo es de que no he sido yo!

—A mí también me ha golpeado algo, agente, pero no fue mi cliente. No hay ninguna razón para que le siga apuntando. Vamos a tranquilizarnos todos.

—¡Quiero saber qué me ha golpeado! —insistió Fagles—. ¡Y qué pasa! ¿Dónde está la espada? ¡Ha desaparecido!

No había desaparecido. Pero ya no podía verla después de haber roto yo el hilo azul: el camuflaje volvía a cumplir su función.

—¿Qué espada? —dije, haciéndome el tonto.

—¡La espada de la que hablábamos ahora mismo! —gritó Fagles—. ¡La que estaba en ese estante!

Señaló con gesto impotente hacia el lugar donde mi espada seguía estando, oculta para sus ojos, desprovistos ya de toda ayuda.

Esto se pone divertido, comentó Oberón. Está empezando a ponerse nervioso. Si me sobrara alguna salchicha, te la daría ahora mismo.

—¡Usted también la vio! —dijo Fagles, acusando a Hal, mientras miraba a los demás policías, que lo observaban con desconcierto—. ¡Pero si hace un momento estaba discutiendo conmigo por la espada!

—Pero sólo porque a mí me pagan por discutir sobre lo que sea, aunque no haya visto nunca esa espada de la que habla. Me limité a negarme a que cogiera nada que no esté incluido en esta orden. Y, por cierto, ¿alguien ha encontrado ya el perro?

El agente Jiménez suspiró y bajó la pistola. Todos los policías se relajaron también, menos Fagles. Cada vez parecían más incómodos por la situación.

—Todavía no sé lo que me ha golpeado y quiero una respuesta —escupió Fagles, apretando la mandíbula.

—Creo que no fue más que una mala ráfaga de viento, agente —contestó Hal—, que se coló por la puerta rota. Yo también la sentí.

El agente Jiménez se contentó con eso.

—El perro no está aquí, Fagles —intervino—. Vamos, guarda la pistola.

Fagles hizo rechinar los dientes con un gesto desesperado, y el nudo de hilos verdes se iluminó con un brillo amenazador. Y fue entonces cuando me disparó.

Capítulo 16

¿Sabéis eso que suele decirse de que, en el momento de la muerte, toda la vida te desfila por la mente? Pues, si has vivido más de dos mil años, a tu subconsciente le llevará un buen rato montar una retrospectiva decente. Así que ya me imaginaba que aparecería sobre mi cabeza la maldita pelota de playa que todos los usuarios de Mac conocen, como cuando le pido a mi ordenador que haga demasiadas cosas a la vez. Pero tampoco fue eso lo primero en lo que pensé cuando caí al suelo con una bala en el pecho, sino que fue lo segundo.

Lo primero que pensé fue: «¡No! ¡Me han disparado!» Las mismas palabras inmortales del androide dorado de protocolo cuando lo alcanzaron con el láser con efectos especiales en una colonia minera.

Mientras esperaba que en mi cabeza empezase la película de tributo a mí mismo —casi como esos montajes que ponen todos los años en la gala de los Oscar—, en la tienda todos se pusieron nerviosos.

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