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Authors: Kevin Hearne

Tags: #Infantil y juvenil, #Fantástico

Acosado (21 page)

BOOK: Acosado
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—Ésa es la clave. Creo que estás capacitado para manejar Fragarach y preferiría que siguieras teniéndola tú. Pero es evidente que Aenghus la quiere y está manipulándolo todo para asegurarse de que acaba haciéndose con ella. Ya te habrás dado cuenta de eso.

—¿Te refieres a los Fir Bolg que me atacaron anoche? Me di cuenta, sí.

—Estaba refiriéndome a otras cosas. Por ejemplo, la policía de los mortales que anda detrás de tu perro.

—Pero eso lo ha provocado Flidais, y has dicho que la enviabas tú.

—Yo la envié a que te advirtiera, sí. Pero el guarda del parque fue cosa de mi marido, que seguía las indicaciones de Aenghus. Ahora la policía está en manos del dios del amor.

—De eso no me cabe duda —convine.

—Van a intentar dar con la forma de arrebatarte la espada, aunque te resistas. Aenghus espera que lo hagas, porque así la policía tendría una disculpa para sacar sus armas ante el menor indicio de resistencia por tu parte. Después, no le costará nada quitársela a ellos.

—Ya veo. Entonces lo más probable es que consigan la orden de registro. Debería avisar a mi abogado.

—Hay más: Aenghus ha reclutado a todo un aquelarre de brujas contra ti.

—¿Cómo? ¿Qué aquelarre?

—Se llaman a sí mismas las Hermanas de las Tres Auroras.

Sentí que me subía la presión al instante.

—¡Pues aseguran que no quieren tener nada que ver con Aenghus Óg! Una de ellas está acostándose con él, ¡y me ha pedido un té que lo deje impotente!

—Aenghus Óg lo ha planeado todo con ellas. Es una forma de tener un motivo justo para matarte y, al mismo tiempo, consigue que las brujas se acerquen a ti.

—Pero ¡tengo la sangre de Radomila! —balbucí. La furia empezaba a sobrepasarme y apenas podía hablar—. ¡Su aquelarre se ha comprometido a hacerme un favor a cambio de mis servicios!

—Confían en que no te quede mucho tiempo para pedírselo —contestó Brigid—. Si les pides cualquier cosa que vaya en contra de los intereses de Aenghus Óg, dará la casualidad de que la tal Radomila no podrá atenderte.

—¿Qué sacan las brujas del trato? Aenghus debe de haberles prometido algo sustancioso.

—No lo sé con certeza. Mi hipótesis es que les ha prometido libre circulación por todo Tír na nÓg.

Silbé entre dientes.

—Con eso podrían convertirse en un aquelarre muy poderoso.

—Sí, pero no son el único grupo al que está haciendo promesas: ha conseguido el apoyo de los fomorés, ha levantado a un gran número de Fae contra mí y sospecho que también ha entrado en negociaciones con el infierno.

Eso podía traerme ciertos problemas difíciles de superar. Me sobrepasaban con creces en número y seguro que no se pararían a escuchar a mi abogado.

—¿Y el resto de los Tuatha Dé Danann? ¿A quién apoyan?

—La mayoría está conmigo. La oferta de tener fomorés y demonios por Tír na nÓg no resulta demasiado atractiva.

—¿Y Morrigan?

—Nadie lo sabe, porque nadie ha hablado con ella. —Brigid sonrió con ironía—. Creo que Aenghus tenía miedo de que terminara con su conspiración demasiado pronto. En cuanto a mí, preferiría no estar en deuda con ella. Su especialidad no es el trabajo en equipo.

—Ha hablado conmigo —expliqué—. Ya ha empezado a sospechar que pasa algo, y la pone furiosa la idea de que la están excluyendo.

—Puede implicarse, si así lo desea. ¿Vas a implicarte tú, druida?

—Por lo que parece, ya estoy implicado.

—Lo que estoy pidiéndote es que escojas un bando. Que escojas el mío, para ser más concretos.

—Hecho —contesté sin dilación.

¿Cuál era el dilema moral? Ella quería que conservara la espada; Aenghus quería quitármela. Ella prefería que siguiera con vida; Aenghus no. Ella era preciosa; Aenghus no.

—Gracias. —Me sonrió con tal calidez, que sentí que me derretía—. Mata a Aenghus Óg por mí y te recompensaré. —Tengo que reconocer que en ese momento se espaciaron un poco los temblores que me recorrían: me sentía como un mercenario—. Y, por si te encuentras con algún demonio, tengo un regalo para ti. Dame la mano derecha.

Coloqué la mano sobre su palma izquierda. Estaba fría al tacto y tenía durezas de trabajar en la forja, con los dedos largos y fuertes. Puso el índice de la otra mano sobre el extremo de mi tatuaje e intentó hacer… algo. Vaya.

—No lo entiendo. —Arrugó la frente—. Hay algo que no me deja darte el poder del fuego frío.

Me mantuve imperturbable, mientras una parte de mí aullaba y la otra parte pensaba: «Moooooooooooooooooooooola». El amuleto acababa de evitar que su magia actuara sobre mí. Tal vez hasta me habría protegido de la incineración sumaria, si el encuentro hubiera terminado de otra forma (pero no era el tipo de cosas que quería comprobar). Pero ahora se habría dado cuenta de la existencia del collar y las cosas podían ponerse feas.

—Tienes el aura extraña, druida —me dijo, echándose hacia atrás en la silla. No se había dado cuenta hasta entonces—. ¿Qué le has hecho?

—La he ligado a hierro frío —contesté, sacándome el collar de debajo de la camisa—. Me protege de casi toda la magia.

Al principio Brigid no dijo nada. Se quedó quieta mientras miraba el amuleto.

—También está protegiéndote de mi ayuda —habló al fin—. No puedo darte el fuego frío. Si te enfrentas a los demonios, sólo contarás con tus propios recursos, y no sé de qué te sirve eso si no puedes utilizar la magia.

—Sí que puedo utilizar la magia.

—¿El hierro no te lo impide?

—He descubierto una solución para ese viejo problema.

—Es increíble que tú la hayas encontrado y yo no —repuso la diosa de la forja.

—¿Lo has intentado en serio?

—La verdad es que no —admitió—. Creía que era imposible.

—Resulta que se queda en casi imposible.

—¿Lo has probado contra demonios?

—Impide a los súcubos alcanzarme con sus hechizos.

—Pero ¿has tenido que enfrentarte al fuego del infierno o a algún tipo de ataque infernal?

—Todavía no.

—Pues se acerca el día. Necesitas algo para combatir con los demonios. Muchos demonios, si he calculado bien con quién ha hablado Aenghus.

—¿Qué hace eso del fuego frío?

—Te permite quemarlos desde el interior, pero los quema de la misma forma que congela el hielo. Exige mucha energía y te dejará agotado; aun cuando absorbas energía de la tierra, te dejará agotado. Pero por lo menos podrás evitar que te aplasten en la lucha. Por desgracia, no puedo dártelo.

—Claro que puedes.

Me quité el collar y mi aura cambió al instante. Me puse nervioso. En ese momento podía ayudarme o hacerme daño con igual facilidad.

—Es un trabajo impresionante, Siodhachan —me elogió admirada, al observar cómo cambiaba mi aura. Había olvidado mi nuevo nombre y utilizaba aquel con el que había nacido—. Me gustaría que me enseñaras.

Lo que me temía.

—Lo siento, Brigid, pero he prometido que lo mantendría en secreto. —Me comí el final de la frase, «menos para Morrigan», y me apresuré a seguir hablando para que no tuviera tiempo de pensar siquiera en preguntarme a quién—. Pero, ahora que ya sabes que es posible lograrlo, no me cabe la menor duda de que descubrirás cómo hacerlo por ti misma. Te aconsejo que tengas paciencia. A mí me costó setecientos cincuenta años.

Por suerte, no pareció ofenderse. Sí que parecía decepcionada. Pero, mientras seguía mirando fijamente el collar que descansaba en la mesa, junto a su guantelete, su expresión fue cambiando poco a poco. Tenía cara de alegría.

—Me has facilitado un nuevo reto, druida, y uno de los buenos. Voy a intentar hacer mi propio amuleto en menos tiempo. Entiendo que no puedas decirme cómo lo has hecho sin romper tu promesa, pero ¿me dejarías echarle un vistazo de vez en cuando?

—Por supuesto.

—¿Estoy en lo cierto al suponer que este collar sólo funcionaría contigo?

—Sí, está ligado a mí. Para cualquier otra persona, no sería más que un adorno normal y corriente.

—Ahora ya entiendo cómo has sobrevivido tanto tiempo.

Me sonrojé al oír el cumplido, y ella volvió a extender la mano, sonriente. Apoyé mi mano derecha en la suya y me la sostuvo para tocarme el tatuaje con un dedo. Esa vez sí que sentí algo: un torrente de calor y frío me corrió por las venas, y un pequeño vértigo.

—Ahora ya tienes el poder del fuego frío —anunció Brigid—. Sólo funciona con esos engendros del infierno, y tanto tú como tu objetivo tenéis que estar en contacto con la tierra. Los señalas con la mano derecha, reúnes todas tus fuerzas y dices «Dóigh», destruidos. Pero te lo advierto de nuevo: exige una cantidad enorme de energía, así que utilízalo con mesura, y recuerda que tardan un momento en morir.

—Gracias, Brigid.

—No me des las gracias todavía —respondió, mientras rascaba a Oberón por última vez antes de ponerse los guanteletes—. A pesar de todas las cosas que tienes a tu favor, eres lo único que impide a Aenghus Óg y sus aliados de volverse directamente contra mí. Son una legión y tú eres un solo hombre. Me alegro mucho de que estés tan dispuesto a enfrentarte a ellos, pero la verdad es que me temo que estarás muerto antes del amanecer.

Tras tan alegre declaración, se apoyó en la mesa y me besó. Sabía a miel, a leche y a bayas: delicioso.

En tres días te han besado tres diosas, dijo Oberón cuando Brigid se hubo ido, así que calculo que me debes trescientas caniches franceses. Más o menos, así estaríamos empatados.

Capítulo 15

Y yo que creía que los domingos eran para relajarse. Como ciudadano estadounidense varón, los domingos tengo derecho a ver cómo unos hombres atléticos con uniformes ajustados invaden el territorio del rival siguiendo un ritual; y, mientras ellos descansan, a mí me bombardean con anuncios de coches, pizzas, cervezas y entidades financieras. Así es como se supone que tiene que ser: ése es el sueño norteamericano.

Imagino que no puedo quejarme, ya que en realidad no soy ciudadano de Estados Unidos. De hecho, una vez el señor Semerdjian me mandó a los de inmigración. Agité la mano delante de los agentes y les dije: «Yo no soy el druida que estáis buscando.» No les hizo demasiada gracia. Volví a agitar la mano y añadí: «Marchaos.» Entonces sacaron las esposas. Ahí fue cuando me decidí a conseguir unos papeles falsos un poco modificados, por gracia de mi abogado chupasangres Leif Helgarson. Después de que los agentes de inmigración se marcharon, fue la primera vez que mandé a Oberón a hacer sus necesidades en el jardín del señor Semerdjian.

Desde entonces, no nos llevamos demasiado bien. En realidad, nunca nos habíamos llevado bien, pero al menos los primeros años se limitaba a hacer caso omiso de mí. Cuando empezó a molestarme, sospeché que podía ser increíblemente estúpido o una marioneta de los Fae. Al final resultó que no era más que un hombre mezquino, y la mierda de perro en su jardín lo convirtió en un ser despreciable que andaba todo el día con cuentos.

Ahora sospechaba que era yo quien estaba a merced de los Fae, aunque no sabía bien qué papel desempeñaba en todo aquello. En cierto sentido, me sentía como Corea, un campo de combate entre Estados Unidos y China.

No tenía ninguna intención de ser una marioneta. Ni Corea. Prefería ser un caballero. O Dinamarca. Los daneses siempre machacaban a todos, hasta que sus víctimas descubrían de dónde les venían los golpes.

En realidad, ése era mi problema: todo el mundo sabía dónde encontrarme. Sobre todo aquel domingo, tal como iba transcurriendo el día.

Estaba llamando a un contratista para que me arreglara de urgencia la puerta fundida de la tienda, cuando vi pararse un Crown Victoria al otro lado del escaparate. Del coche salió el agente Carlos Jiménez. Un momento después, aparecieron otros dos vehículos rechinando y aparcaron en dos huecos que quedaban. Se bajaron más policías con gafas de sol, se ajustaron la pretina y comprobaron que tenían la camisa bien metida por el pantalón. El agente Darren Fagles, aquel que creía que estaba en Reservoir Dogs, llevaba en la mano un papel con pinta de oficial, de esos con un montón de sellos.

Dejé al contratista con la palabra en la boca, pues colgué el teléfono al instante. Le dije a Oberón que se subiera a la mesa más alejada, la que estaba pegada a la pared.

—Quédate hecho un ovillo y no muevas ni un pelo. Ni levantes una oreja ni menees la cola; ni un solo movimiento hasta que estos tipos se hayan marchado.

¿Qué tipos?

—Los policías que están viniendo. Si alguno de ellos lograra verte de alguna manera, quiero que salgas corriendo y vayas directo a esconderte al patio trasero de la viuda, ¿entendido? No esperes a que yo te lo ordene.

¿Crees que podrán ver a través del camuflaje?

—Tal vez sí. Es evidente que hasta ahora han recibido ayuda.

Oberón saltó a lo alto de la mesa con cautela. Con él encima, el mueble parecía minúsculo, pero al menos tenía espacio para quedarse allí acurrucado. En cuanto se acomodó, no quedó ni rastro de su presencia. Eché un vistazo a Fragarach, que seguía en el estante de debajo del mostrador, y la envolví con un hechizo de camuflaje por si acaso.

Mientras los policías se reunían en la calle y echaban a andar hacia la puerta, me asaltó la duda de si habrían decidido ir primero a la tienda o ya habrían pasado por casa. Y, si habían estado en casa, ¿dónde coño estaban mis abogados?

Empezó a oírse el pitido agudo de un claxon, que exigía atención a toda costa, y un BMW Z4 de color azul metalizado frenó con un rugido de motor, justo detrás de Fagles. Como si me hubiera oído, Hal Hauk salió del coche.

—Disculpe, ¿es usted el agente Fagles? —preguntó Hal, interponiéndose en el camino del policía, quizá un poco más rápido de lo que sería normal para un humano.

Los demás agentes también se dieron cuenta y se pusieron un poco tensos. Vi que alguna que otra mano acariciaba las pistoleras.

—Apártese, caballero, estoy llevando a cabo una misión de la policía —ordenó Fagles.

Hal no vaciló ni por asomo.

—Si su misión tiene algo que ver con la librería El Tercer Ojo o con su propietario, entonces también es misión mía —replicó Hal—. Yo soy el abogado que representa formalmente al señor Atticus O’Sullivan.

—¿Usted lo representa formalmente? ¿Y entonces quién era el otro tipo que estaba en la casa?

—Uno de mis socios. Me ha llamado para decirme que cometieron alguna irregularidad en el registro de la vivienda y puedo asegurarles que presentaremos una queja, quizá hasta lo llevemos a juicio.

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