Al llegar arriba, fue hacia la izquierda, guiándose por la luz que salía de una puerta abierta al extremo del pasillo. A mitad de camino, gritó:
—¿Vianello?
Al momento apareció el sargento en la puerta, con un abrigo de lana gruesa del que asomaban unas botas de goma amarillo rabioso.
—
Buona sera, signore
—dijo levantando una mano en un saludo mitad oficial mitad social.
—
Buona sera
, Vianello. ¿Cómo está eso?
La curtida cara de Vianello permaneció impasible al contestar:
—Bastante mal, comisario. Al parecer, hubo lucha: el despacho está revuelto, sillas volcadas, lámparas destrozadas. Era corpulento, por lo que yo diría que han tenido que ser dos. Pero es sólo una primera impresión. Los del laboratorio podrán decirnos más. —Dio un paso atrás para dejar pasar a Brunetti.
Era lo que había dicho Vianello: una lámpara de pie había basculado hacia adelante y chocado contra la mesa sembrándola de los fragmentos de su pantalla de cristal; detrás del escritorio, un sillón estaba tumbado de lado y delante, una alfombra de seda se había fruncido y su largo fleco estaba enredado en el tobillo del hombre que yacía en el suelo a su lado. El caído estaba de bruces, con un brazo debajo del cuerpo y el otro extendido hacia adelante con la mano abierta y la palma hacia arriba, como si ya estuviera pidiendo clemencia en las puertas del cielo.
Brunetti miró la cabeza con su grotesca aureola de sangre y desvió la mirada rápidamente. Pero dondequiera que posara los ojos veía sangre: gotas en la mesa, un fino reguero que iba de la mesa a la alfombra y cubriendo un ladrillo azul cobalto que estaba en el suelo a medio metro del muerto.
—El guardia de abajo ha dicho que es el
dottor
Semenzato —explicó Vianello en medio del silencio que emanaba de Brunetti—. La señora de la limpieza lo ha encontrado a eso de las diez y media. El despacho estaba cerrado por fuera, pero ella tiene llave y ha entrado a limpiar y a cerciorarse de que las ventanas estuvieran cerradas, y lo ha encontrado así.
Brunetti seguía sin decir nada, sólo se acercó a una de las ventanas y miró al patio del
palazzo
Ducale. Todo estaba en calma; las estatuas de los gigantes seguían custodiando la escalera, ni la sombra huidiza de un gato turbaba la escena bañada por la luna.
—¿Cuánto hace que ha llegado? —preguntó Brunetti.
Vianello se subió la bocamanga para mirar el reloj.
—Dieciocho minutos. Le he buscado el pulso, pero ya no le latía, y estaba frío. Yo diría que llevaba muerto por lo menos un par de horas, pero eso el médico nos lo dirá con más exactitud.
Hacia la izquierda, Brunetti oyó una sirena que rompía el silencio de la noche, y durante un momento pensó que era el equipo del laboratorio que llegaban en lancha haciendo el idiota. Pero la sirena subió de tono, su insistente aullido se hizo más agudo y estridente y luego, lentamente fue bajando hasta la nota primitiva. Era la sirena de San Marco que advertía a la ciudad dormida que las aguas estaban subiendo: había empezado el
acqua alta
.
Los dos hombres del equipo del laboratorio, cuya llegada real había quedado camuflada por la sirena, dejaron sus aparatos en el pasillo, delante del despacho. Pavese, el fotógrafo, asomó la cabeza y miró al hombre que estaba en el suelo. Sin mostrarse afectado por lo que veía, preguntó alzando la voz para hacerse oír sobre la sirena:
—¿Quiere una serie completa, comisario?
Brunetti se volvió de espaldas a la ventana al oír la voz y fue hacia el recién llegado, procurando no acercarse al cadáver antes de que fuera fotografiado y el suelo de alrededor, rastreado en busca de fibras, cabellos o señales de rozaduras. Ignoraba si esta precaución serviría de algo: demasiadas personas se habían acercado ya al cadáver de Semenzato y el escenario debía de estar contaminado.
—Sí, y en cuanto termine con las fotos, vean si hay fibras o pelos. Luego echaremos un vistazo.
Pavese no mostró irritación porque su superior le ordenara semejante obviedad y preguntó:
—¿Quiere de la cabeza una serie aparte?
—Sí.
El fotógrafo se aplicó a preparar sus aparatos. Foscolo, el otro miembro del equipo, ya había montado el pesado trípode sobre el que ahora fijaba la cámara. Pavese, en cuclillas, revolvía en su maleta entre carretes de película y delgados paquetes de filtro y por fin sacó un flash portátil del que pendía un grueso cable eléctrico. Entregó el flash a Foscolo y levantó el trípode. Su rápida ojeada profesional al cadáver le había bastado.
—Luca, haré un par de fotos de toda la habitación desde aquí y luego desde el otro lado. Debajo de la ventana hay un enchufe. Cuando tengamos las tomas de toda la habitación, nos situaremos ahí, entre la ventana y la cabeza. Quiero varías fotos de todo el cuerpo, luego usaremos la Nikon para hacer la cabeza. Me parece que es mejor el ángulo izquierdo. —Reflexionó un momento—. No necesitamos filtros. Para la sangre nos basta el flash.
Brunetti y Vianello esperaban fuera, junto a la puerta de la que brotaba el resplandor intermitente del flash.
—¿Le parece que han usado el ladrillo? —preguntó Vianello al fin.
Brunetti asintió.
—Ya ha visto cómo tiene la cabeza.
—Han querido asegurarse bien, ¿eh?
Brunetti recordó la cara de Brett y apuntó:
—O quizá sea que les gusta hacer eso.
—No lo había pensado —dijo Vianello—. Supongo que es posible.
Minutos después, Pavese asomó la cabeza.
—
Dottor
e, hemos terminado con las fotos.
—¿Cuándo las tendrá listas? —preguntó Brunetti.
—Esta tarde, a eso de las cuatro, diría yo.
La respuesta de Brunetti dando conformidad a este plazo fue interrumpida por la llegada de Ettore Rizzardi,
medico legale
, venido en representación del Estado para declarar lo evidente, que el hombre estaba muerto, y sugerir la probable causa de la muerte, que en este caso no sería difícil determinar.
Al igual que Vianello, calzaba botas de goma, pero las suyas eran de un sobrio negro y sólo llegaban hasta el borde del abrigo.
—Buenas noches, Guido —dijo al entrar—. El guardia de abajo me ha dicho que se trata de Semenzato. —Cuando Brunetti asintió, el médico preguntó—: ¿Qué ha pasado?
En lugar de responder, Brunetti se hizo a un lado para que Rizzardi pudiera ver la forzada postura del cuerpo y los manchones y salpicaduras de sangre. Los técnicos habían empezado su trabajo, y ya unas cintas amarillo vivo rodeaban dos rectángulos del tamaño de una guía telefónica, en los que se apreciaban leves rozaduras.
—¿Ya se puede tocar? —preguntó Brunetti a Foscolo, que esparcía un polvo negro en la superficie de la mesa de Semenzato.
El técnico intercambió una mirada con su compañero, que ahora ponía la cinta alrededor del ladrillo azul. Pavese asintió.
Rizzardi fue el primero en acercarse al cadáver. Dejó el maletín en una silla, lo abrió y sacó un par de guantes de fino caucho. Se los puso, se agachó al lado del cuerpo y alargó la mano hacia el cuello del hombre, pero al ver la sangre que le cubría la cabeza cambió de idea y buscó la muñeca del brazo extendido. La carne que tocó estaba fría y la sangre que contenía, paralizada para siempre. Automáticamente, Rizzardi se subió el almidonado puño de la camisa y miró el reloj.
No había que buscar mucho para hallar la causa de la muerte: había dos hendiduras profundas en el parietal y, al parecer, una tercera en la frente, aunque ésta estaba parcialmente cubierta por el cabello de Semenzato que los impactos mortales habían hecho caer hacia adelante. Al inclinarse más aún, Rizzardi descubrió esquirlas de hueso dentro de una de las hendiduras, detrás de la oreja.
Rizzardi se puso de rodillas en busca de una mayor estabilidad y pasó una mano por debajo del cuerpo para ponerlo boca arriba. Ahora se veía la tercera hendidura, rodeada de tejido tumefacto y amoratado. Rizzardi levantó primero una y después otra de las manos del muerto.
—Fíjate en esto, Guido —dijo mostrando el dorso de la mano derecha. Brunetti se arrodilló al lado del médico para examinar la mano de Semenzato. Tenía los nudillos desollados y un dedo hinchado y doblado hacia un lado, con la falange rota—. Ha tratado de defenderse. —Midió el cuerpo con la mirada—. ¿Qué estatura te parece que tendría?
—Uno noventa, desde luego más alto que cualquiera de nosotros.
—Y también más robusto. Habrán sido dos hombres.
Brunetti hizo un gruñido de asentimiento.
—Yo diría que los golpes han venido de delante, que no le han pillado por sorpresa y, mucho menos, si se los han dado con eso —dijo Rizzardi señalando el ladrillo azul eléctrico que estaba dentro de su rectángulo de cinta, a menos de un metro del cadáver—. ¿Nadie ha oído ruido?
—Abajo, en el cuarto de los guardias hay un televisor —respondió Brunetti—. Cuando yo he llegado no estaba encendido.
—Es natural —dijo Rizzardi poniéndose en pie. Se quitó los guantes y los metió descuidadamente en el bolsillo del abrigo—. Eso es todo lo que puedo hacer esta noche. Si tus hombres me lo llevan a San Michele, mañana por la mañana lo examinaré más despacio. Pero creo que está bastante claro. Tres fuertes golpes en la cabeza con el canto de ese ladrillo. No haría falta más.
Vianello, que había permanecido callado durante toda la conversación, preguntó de pronto:
—¿Habrá sido rápido,
dottor
e?
Rizzardi, antes de contestar, miró el cadáver.
—Depende de dónde le hayan golpeado primero. Y de la fuerza del golpe. Es posible que se les haya resistido, pero no durante mucho tiempo. Miraré si tiene algo en las uñas. Yo supongo que habrá sido rápido, pero veremos lo que encontramos.
Vianello asintió y Brunetti dijo:
—Gracias, Ettore. Esta misma noche me encargaré del traslado.
—Pero no al hospital, recuerde. A San Michele.
—Desde luego —respondió Brunetti, preguntándose si esta insistencia se debía a algún nuevo episodio de la batalla que el médico tenía entablada con los directores del Ospedale Civile.
—Entonces buenas noches, Guido. Espero poder decirle algo mañana a primera hora de la tarde, pero no creo que haya sorpresas.
Brunetti asintió. Las causas físicas de una muerte violenta raramente revelaban secretos: éstos había que buscarlos en el móvil.
Rizzardi y Vianello se saludaron con un movimiento de cabeza y el doctor dio media vuelta para marcharse. Entonces, de repente, se volvió a mirar los pies de Brunetti.
—¿No lleva botas? —preguntó, visiblemente preocupado.
—Las he dejado abajo.
—Menos mal que las ha traído. Al venir, en la calle della Mandola, el agua ya me llegaba por los tobillos. Esos malditos vagos aún no habían puesto las pasarelas, así que voy a tener que dar la vuelta por Rialto para llegar a casa. Ahora me llegaría por las rodillas.
—¿Por qué no toma el Uno hasta Sant'Angelo? —sugirió Brunetti. Sabía que Rizzardi vivía al lado del Cinema Rossini y desde esta parada del vapor podría llegar a casa sin tener que pasar por la calle della Mandola, una de las zonas más bajas de la ciudad.
Rizzardi miró el reloj e hizo un cálculo rápido.
—No. El próximo pasa dentro de tres minutos. No llegaría. Y luego, a estas horas de la noche, tendría que esperar veinte minutos. Prefiero ir a pie. Además, ¿quién sabe si se habrán molestado en poner la pasarela en la Piazza? —Empezó a andar hacia la puerta, pero su furor por este último de los muchos inconvenientes de vivir en Venecia le hizo volver sobre sus pasos—. Deberíamos elegir a un alcalde alemán. Así las cosas funcionarían.
Brunetti sonrió, dijo buenas noches y escuchó cómo las botas del médico se alejaban chasqueando en las losas del corredor hasta que se extinguió el sonido.
—Comisario, iré a hablar con los guardias y a echar un vistazo por abajo —dijo Vianello saliendo del despacho.
Brunetti se acercó al escritorio de Semenzato.
—¿Ha terminado con esto? —preguntó a Pavese. El técnico trabajaba ahora sobre el teléfono, que había ido a parar al otro extremo de la habitación, arrojado con tanta fuerza contra la pared que había hecho saltar un trozo del yeso antes de hacerse pedazos contra el suelo.
Pavese movió la cabeza afirmativamente y Brunetti abrió el primer cajón. Lápices, bolígrafos, un rollo de cinta adhesiva transparente y una cajita de pastillas de menta.
El segundo cajón contenía un estuche de papel de cartas con el nombre y el título de Semenzato y el nombre del museo en el membrete. Brunetti observó que el nombre del museo estaba impreso en un tipo de letra más pequeño.
En el cajón de abajo había varias carpetas de cartulina, que Brunetti puso encima de la mesa. Abrió la primera y empezó a examinar su contenido.
Quince minutos después, cuando los técnicos le gritaron desde el otro extremo de la habitación que ya habían terminado, Brunetti no sabía de Semenzato mucho más que cuando llegó, pero había averiguado que el museo tenía el proyecto de montar dentro de dos años una gran exposición de dibujos renacentistas, y había concertado importantes préstamos de obras con museos de Canadá, Alemania y Estados Unidos.
Brunetti volvió a guardar las carpetas y cerró el cajón. Cuando levantó la mirada, vio en la puerta a un hombre bajo y fornido que llevaba una parka desabrochada encima de una bata blanca de hospital y calzaba altas botas de goma.
—¿Han terminado con esto, comisario? —preguntó el recién llegado, señalando el cadáver de Semenzato con un vago movimiento de la cabeza. Mientras lo decía, a su lado apareció otro hombre, vestido y calzado de modo similar, que acarreaba sobre el hombro una camilla de lona enrollada con la misma naturalidad que quien lleva un par de remos.
Uno de los técnicos asintió para confirmar que así era y Brunetti dijo:
—Sí. Ya pueden llevárselo. Directamente a San Michele.
—¿Al hospital no?
—No. El
dottor
Rizzardi ha dicho que a San Michele.
—Sí, señor —dijo el hombre encogiéndose de hombros. De todos modos, cobraban tiempo extra, y San Michele estaba más lejos que el hospital.
—¿Han venido cruzando la Piazza? —preguntó Brunetti.
—Sí, señor. Tenemos la lancha junto a las góndolas.
—¿Cuánto ha subido?
—Yo diría que unos treinta centímetros. Pero en la Piazza están puestas las pasarelas, de modo que no nos ha costado mucho llegar hasta aquí. ¿Hacia dónde va, comisario?