Brunetti tardó un momento en preguntar:
—¿Y Semenzato hace eso?
—No estoy seguro. Pero de las cuatro piezas que me trajeron para que les echara una mirada, dos eran imitaciones. —Se quedó pensativo y agregó, a regañadientes—: Eran buenas imitaciones, pero imitaciones.
—¿Cómo lo supiste?
Lele miró a Brunetti como si éste le hubiera preguntado cómo sabía que una determinada flor era una rosa y no un lirio.
—Mirándolas —dijo simplemente.
—¿Les convenciste?
Lele sopesó si debía ofenderse por la pregunta o no, pero luego recordó que, al fin y al cabo, Brunetti no era más que un policía.
—Los conservadores decidieron no adquirir las piezas.
—¿Quién había propuesto la compra? —Pero Brunetti ya conocía la respuesta.
—Semenzato.
—¿Y quién las vendía?
—Eso no llegamos a saberlo. Semenzato dijo que se trataba de una venta de un particular, que se había dirigido a él un comerciante particular que quería vender las piezas, dos platos supuestamente florentinos del siglo XIV y dos venecianos. Éstos eran auténticos.
—¿Todos de la misma procedencia?
—Creo que sí.
—¿Podían ser robados?
Lele reflexionó antes de contestar.
—Quizá. Pero de unas piezas tan importantes, si son auténticas, la gente tiene información. Existe un registro de ventas, y los conocedores de la mayólica suelen estar al corriente de quién posee las mejores piezas y cuándo se venden. Pero no era éste el caso de las piezas florentinas. Eran falsas.
—¿Cómo reaccionó Semenzato cuando se lo dijiste?
—Oh, dijo que se alegraba mucho de que yo lo hubiera descubierto y evitado que el museo hiciera una adquisición embarazosa. Éstas fueron sus palabras, «una adquisición embarazosa», como si el marchante tuviera perfecto derecho a tratar de vender falsificaciones.
—¿A él le dijiste eso? —preguntó Brunetti.
Lele se encogió de hombros, un gesto que era compendio de siglos, quizá milenios, de supervivencia.
—No me dio la impresión de que él deseara oír tal cosa.
—¿Y qué pasó?
—Dijo que devolvería esas dos piezas al marchante y le diría que el museo no estaba interesado en su adquisición.
—¿Y las otras?
—El museo las compró.
—¿Al mismo marchante?
—Creo que sí.
—¿Preguntaste quién era?
Esta pregunta valió a Brunetti otra de aquellas miradas.
—Esas cosas no se preguntan —explicó Lele.
Brunetti conocía a Lele de toda la vida, por lo que preguntó:
—¿Te dijeron los conservadores quién era?
Lele se rió con franco regocijo, al ver dinamitada de modo tan fulminante su pose de escrupulosa discreción.
—Pregunté a uno de ellos, pero no tenían ni idea. Semenzato no mencionó el nombre.
—¿Cómo sabía él que el marchante no trataría de vender los platos falsos a otro museo o a un coleccionista particular?
Lele esbozó su sonrisa torcida, doblando una comisura de los labios hacia abajo y la otra hacia arriba, la sonrisa que Brunetti siempre había pensado que simbolizaba el carácter italiano, siempre oscilando entre la amargura y la alegría, siempre pronta a pasar de una a otra.
—No me pareció oportuno mencionarlo.
—¿Por qué?
—Nunca me ha parecido la clase de hombre al que le gusta que se le cuestione o aconseje.
—Pero te pidió que examinaras los platos.
Otra vez la sonrisa.
—Me lo pidieron los conservadores. Por eso digo que no le gustan los consejos. No le gustó que yo dijera que no eran auténticos. Me dio gentilmente las gracias por mi ayuda, dijo que el museo estaba en deuda conmigo. A pesar de todo, no le gustó.
—Interesante, ¿no? —comentó Brunetti.
—Mucho —convino Lele—; especialmente, en un hombre que está encargado de proteger la autenticidad de la colección del museo. Y —agregó— de asegurarse de que no haya falsificaciones circulando por el mercado. —Pasó por delante de Brunetti y cruzó la sala para enderezar un cuadro de la pared del fondo.
—¿Alguna otra cosa que yo deba saber de él?
De espaldas a Brunetti, mirando su propio cuadro, Lele respondió:
—Me parece que son muchas las cosas que deberías saber de él.
—¿Por ejemplo?
Lele retrocedió hacia Brunetti y contempló el cuadro a mayor distancia. Parecía satisfecho con la rectificación efectuada.
—Nada en concreto. En esta ciudad tiene muy buena reputación y amigos influyentes.
—Entonces, ¿a qué te refieres?
—Guido, éste nuestro es un mundo pequeño —empezó Lele, y se interrumpió.
—¿Te refieres a Venecia o a los que tratáis en antigüedades?
—A ambos, pero especialmente a nosotros. En esta ciudad somos sólo unos cinco o diez los que contamos realmente: mi hermano, Bortoluzzi, Ravanello… Y casi siempre nos servimos de sugerencias e insinuaciones tan tenues que nadie que no estuviera al corriente sabría lo que pasa. —Al ver que Brunetti no comprendía, trató de explicar—: Hace una semana me trajeron una Virgen policromada con el Niño dormido en el regazo. Era una pieza siglo XV perfecta. Toscana. Quizá incluso finales del XIV. Pero el marchante que me la enseñaba levantó el Niño (eran tallas separadas) y señaló un punto de la espalda, debajo del hombro, en el que se veía un parchecito diminuto. —Se quedó aguardando la reacción de Brunetti. En vista de que ésta no se producía, prosiguió—: Eso quiere decir que en un principio era un ángel, no un Niño. El parche tapaba el lugar donde, Dios sabe cuándo, le habían cortado las alas tapando con pasta la señal, para que pareciera un Niño Jesús.
—¿Por qué?
—Porque hay más ángeles que Niños. Así, quitándoles las alas… —La voz de Lele se apagó.
—¿…los ascendían de categoría? —preguntó Brunetti, que al fin había comprendido.
La carcajada de Lele resonó en toda la galería.
—Sí, eso es. Fue ascendido a Jesús, y el ascenso significaba que podría venderse más caro.
—Sin embargo, el marchante te lo enseñó.
—Ahí es donde yo quería ir a parar, Guido. Me lo dijo pero no me lo dijo, sólo me enseñó el pegotito, y lo mismo hubiera hecho con cualquiera de nosotros.
—¿Pero no con un comprador cualquiera? —apuntó Brunetti.
—Quizá no —reconoció Lele—. La señal estaba muy bien disimulada, y muy pocos la hubieran descubierto. O no hubieran sabido qué significaba.
—¿Lo hubieras sabido tú?
Lele asintió rápidamente.
—Antes o después, sí, si me hubiera llevado la talla a casa y hubiera vivido con ella.
—¿Pero no el comprador accidental?
—Probablemente, él no.
—Entonces, ¿por qué te lo enseñó a ti?
—Porque pensó que, a pesar de todo, aún querría comprar la pieza. Y porque es importante que sepamos que, por lo menos entre nosotros, nadie trata de dar gato por liebre.
—¿Hay alguna moraleja en todo esto, Lele? —preguntó Brunetti con una sonrisa. Desde niño, todo lo que le había dicho Lele encerraba una lección.
—No estoy seguro de que haya una moraleja, Guido, pero Semenzato no es miembro del club. No es uno de nosotros.
—¿Y quién tomó la decisión, él o tú?
—No creo que eso lo decidiera alguien en particular. Y, desde luego, a mí nadie me ha dicho nada de él directamente. —Lele, hombre más de imágenes que de palabras, contemplaba, por el gran ventanal de la galería, los efectos de la luz en el canal—. Más que excluirlo deliberadamente, nunca lo consideramos uno de los nuestros.
—¿Quién más está enterado de esto?
—Tú eres el primero al que cuento lo de las piezas de mayólica. Y no estoy seguro de que haya alguien que esté «enterado», es decir, que tenga conocimiento de algo concreto.
—¿Sobre él?
Lele se rió:
—Sobre la mayoría de los marchantes del país, a decir verdad. —Y, en tono más serio, agregó—: Y también sobre él, sí.
—No es muy buena recomendación, para tratarse del director de uno de los museos más importantes de Italia, ¿verdad? —preguntó Brunetti—. Se le quitan a uno las ganas de comprarle una Virgen policromada.
Con otra fuerte carcajada, Lele dijo:
—Tendrías que conocer a algunos de los otros. A la mayoría no les compraría yo ni un cepillo de dientes de plástico. —Los dos se rieron, pero enseguida Lele preguntó con seriedad—: ¿Por qué te interesa?
En su calidad de servidor de la ley, Brunetti había jurado no revelar información de la policía a personas no autorizadas.
—Alguien quiere impedir que hable sobre la exposición de China que se celebró aquí hace cinco años.
—¿Hmm? —murmuró Lele, solicitando más información.
—La persona que organizó la exposición estaba citada para hablar con él, pero fue agredida salvajemente y se le advirtió que no acudiera a la cita.
—¿La
dottoressa
Lynch? —preguntó Lele.
Brunetti asintió.
—¿Ya has hablado con Semenzato?
—No —respondió Brunetti—. No quiero atraer la atención sobre él. Dejemos que quienquiera que hiciera esto crea que el aviso ha surtido efecto.
Lele asintió frotándose ligeramente los labios con la mano, un gesto que hacía siempre cuando trataba de resolver un problema.
—¿No podrías indagar por ahí, Lele? Enterarte de si se habla de él.
—¿Si se habla en qué sentido?
—No sé exactamente. Si tiene deudas, por ejemplo. Mujeres… Alguna pista de ese marchante o de personas que él conozca que estén involucradas en… —Dejó la frase sin terminar, por no saber cómo expresar lo que deseaba.
—Es natural que conozca a toda la gente del ramo.
—Eso ya lo sé. Pero lo que me interesa es saber si ha tenido que ver con algo que sea ilegal. —Como Lele no contestara, añadió—: Ni siquiera estoy seguro de lo que pueda ser eso, ni de si tú podrás descubrirlo.
—Yo puedo descubrirlo todo —dijo Lele llanamente; era simple afirmación, no jactancia. Calló unos momentos, mientras seguía frotándose con la mano los labios apretados. Finalmente, retiró la mano y dijo—: De acuerdo. Conozco a varias personas que pueden saber algo, pero necesito un par de días. Uno de los hombres con los que me gustaría hablar está en Birmania. Te llamaré a finales de semana. ¿De acuerdo?
—De acuerdo, Lele. No sé cómo darte las gracias.
El pintor lo atajó agitando una mano.
—No me des las gracias hasta que haya encontrado algo.
—Si hay algo que encontrar —puntualizó Brunetti, tratando de mitigar la antipatía que adivinaba en Lele hacia el director del museo.
—Oh, siempre hay algo.
Al salir de la galería de Lele, Brunetti giró a la izquierda y, por el paso subterráneo, salió al Zattere, el largo
fondamenta
que discurre a lo largo del canal de la Giudecca. Al otro lado del agua, levantaban sus altas cúpulas la iglesia de la Zittelle y, más allá, la del Redentore. Un fuerte viento del Este levantaba olitas espumeantes que hacían bailar los
vaporetti
como juguetes en una bañera. Incluso a esta distancia, Brunetti percibió el golpe sordo con el que uno de ellos chocó contra el muelle y vio tensarse la amarra. Se subió el cuello del abrigo y apretó el paso, impelido por el viento, pegándose a la pared, para rehuir las salpicaduras que llegaban del dique. Il Cucciolo, el bar en el que él y Paola pasaban las horas durante las primeras semanas de conocerse, estaba abierto, pero la gran plataforma de madera construida sobre el agua estaba completamente vacía de mesas, sillas y parasoles. Para Brunetti, la primera señal de la primavera era la reaparición de las mesas y las sillas en Il Cucciolo después de su hibernación. Hoy, la sola idea de sentarse allí le daba escalofríos. El bar estaba abierto, pero no entró, porque los camareros eran los más antipáticos de la ciudad, y su displicente lentitud sólo podía tolerarse a cambio de unas horas de sol.
Cien metros más allá, después de la iglesia de los Gesuati, Brunetti empujó una puerta vidriera y entró en el ambiente cálido y acogedor de Nico's bar. Golpeó varias veces el suelo con los pies, se desabrochó la chaqueta y se acercó al mostrador. Pidió un grog y observó cómo el camarero sostenía un vaso debajo de la espita de la cafetera, extraía un chorro de vapor que enseguida se condensó en agua hirviendo, le agregaba ron, una rodaja de limón y una buena dosis de una determinada botella y se lo ponía delante. Brunetti echó en el vaso tres terrones de azúcar, y encontró su salvación. Removió el brebaje lentamente, reconfortado por el aromático vapor que despedía. Como ocurre con la mayoría de las bebidas, el grog olía mejor que sabía, pero Brunetti ya estaba acostumbrado y el hecho había dejado de decepcionarle.
La puerta volvió a abrirse y un soplo de viento helado empujó al interior del local a dos muchachas. Llevaban parka forrada y ribeteada de piel que enmarcaba sus caras encendidas por el frío, gruesas botas y guantes y pantalón de lana. Por el aspecto, debían de ser norteamericanas, o quizá alemanas, ya que, si eran lo bastante ricas, podías confundirlas.
—Oh, Kimberly, ¿estás segura de que es aquí? —preguntó la primera en inglés, recorriendo el local con ojos esmeralda.
—Lo dice la guía, Alison. Nico's es famoso. —Lo pronunciaba de modo que rimara con
sicko
[1]
, palabra que Brunetti había aprendido durante la última convención de la Interpol—. Es famoso por el
gelato
.
Brunetti tardó un momento en prever lo que podía ocurrir ahora. En cuanto lo advirtió, tomó un rápido sorbo del grog, que le escaldó la lengua. Pacientemente, empezó a agitar vigorosamente la bebida con la cucharilla, haciéndola saltar contra la pared del vaso, con la esperanza de que así se enfriara antes.
—Ah, me parece que ya sé dónde está. En esas cosas con tapadera redonda —dijo la primera, acercándose a Brunetti y mirando por encima del mostrador hacia el lugar en el que se encontraban las existencias del famoso
gelato
de Nico's, muy limitadas por imperativo de la estación, en las cosas que tenían tapadera redonda—. ¿De qué lo quieres?
—¿Te parece que tendrán bayas del páramo?
—No; en Italia, no creo.
—Supongo que no. Me parece que valdrá más ir a lo básico.
El camarero se acercó con una amplia sonrisa dedicada a tanta belleza y esplendorosa salud, para no hablar del coraje.
—¿Si? —preguntó afablemente.
—¿Tiene
gelato
? —preguntó una de las muchachas, pronunciando la última palabra en voz alta y firme, aunque defectuosamente.