—¿Quiere tomar algo,
signora
? —preguntó señalando con un movimiento de la cabeza el bar situado en la esquina de enfrente.
—No vendría mal un café contra el frío —respondió ella—. Un
caffè corretto
—puntualizó, y él asintió. Si tuviera que estar toda la mañana aquí sentado, sin moverse, con este frío húmedo, también le gustaría un chorro de grappa en el café. Le dio las gracias otra vez y entró en el bar, donde pagó un
caffè corretto
para que se lo llevaran a la
signora
Maria. Por la reacción del camarero, era evidente que ésta era práctica normal en el vecindario. Brunetti no recordaba si había en el actual Gobierno un ministro de Información; si así era, nadie mejor cualificado para el cargo que la
signora
Maria.
Al llegar a la
questura
, subió rápidamente a su despacho, que, sorprendentemente, no estaba ni glacial ni tropical. Durante un momento fugaz, alimentó la ilusión de que al fin el sistema de calefacción hubiera sido reparado, ilusión que se desvaneció cuando el radiador situado debajo de la ventana se puso a soltar vapor con un gemido agudo. Entonces, al ver el montón de papeles que tenía encima de la mesa, Brunetti se explicó el fenómeno: la
signorina
Elettra debía de haberlos traído hacía poco y había abierto la ventana unos minutos.
Colgó el abrigo detrás de la puerta y se acercó a la mesa. Se sentó y empezó a leer los documentos. El primero era un extracto de las cuentas bancarias de Semenzato correspondientes a los cuatro últimos años. Brunetti no tenía ni la menor idea de cuánto ganaba un director de museo, dato que se propuso averiguar, pero sabía lo que eran las cuentas de una persona rica. Se habían hecho ingresos cuantiosos sin aparente regularidad y análogamente, sin una pauta manifiesta, se habían retirado importes de cincuenta millones o más. En el momento de la muerte de Semenzato, el saldo era de doscientos millones de liras, una suma enorme para tenerla en una cuenta de ahorro. Los datos que figuraban en la segunda hoja indicaban que sus inversiones en bonos del Estado ascendían al doble de esta cantidad. ¿Una esposa rica? ¿Operaciones de Bolsa afortunadas? ¿O algo más?
En las hojas siguientes se detallaban las llamadas al extranjero hechas desde el número de su despacho. Eran varias docenas, pero tampoco se advertía un patrón.
Las tres últimas hojas recogían los importes pagados con cargo a las tarjetas de crédito durante los dos últimos años, y Brunetti pudo deducir de ellos los billetes de avión adquiridos. Repasó la lista rápidamente, sorprendido por la frecuencia y la envergadura de los viajes. Al parecer, para el director del museo, pasar un fin de semana en Bangkok era tan normal como para cualquier persona irse a la casa de la playa. O hacer una visita de tres días a Taipei y, de regreso a Venecia, dormir una noche en Londres. El detalle de los cargos de sus dos tarjetas de crédito indicaba que Semenzato no escatimaba en los gastos cuando viajaba.
Debajo de estos papeles, encontró un fajo de hojas de fax sujetas con un clip. Todas hacían referencia a Carmello La Capra. En la primera hoja, la
signorina
Elettra había escrito en lápiz la observación: «Un hombre interesante.» El padre de Salvatore no tenía un medio de vida visible: ni empleo ni trabajo fijo. En su declaración de impuestos de los tres últimos años indicaba la profesión de «asesor», término que, asociado a su procedencia de Palermo, hizo sonar señales de alarma en la mente de Brunetti. Su extracto bancario indicaba que se habían ingresado fuertes sumas en sus distintas cuentas, en divisas, por así decir, interesantes, cuando no sospechosas: pesos colombianos, escudos ecuatorianos y rupias paquistaníes. Brunetti encontró una copia de la escritura de venta del
palazzo
que La Capra había comprado hacía dos años y que debió de pagar en efectivo, ya que de ninguna de sus cuentas se había retirado una suma proporcionada a la adquisición.
La
signorina
Elettra había conseguido no sólo copias de los estados de cuentas de La Capra sino también liquidaciones de los pagos hechos con las tarjetas de crédito, tan completas como las que ella había obtenido de Semenzato. Brunetti, que sabía lo mucho que se tardaba en conseguir esta información por la vía oficial, no tuvo más remedio que admitir que habían sido obtenidos extraoficialmente, lo que probablemente equivalía a decir ilegalmente. Así lo admitió, y siguió leyendo. Sotheby's y la taquilla del Metropolitan Opera de Nueva York, Christie's y el Covent Garden de Londres y la Sydney Opera House, seguramente, al regreso de un fin de semana en Taipei. La Capra se había hospedado, cómo no, en el Oriental de Bangkok, donde al parecer pasó un fin de semana. Al ver esto, Brunetti buscó la lista de los viajes y la liquidación de los pagos con tarjeta de crédito de Semenzato. Puso un papel al lado del otro. La Capra y Semenzato habían pasado en el Oriental las mismas dos noches. Brunetti separó las hojas de uno y otro y las dispuso encima de la mesa en dos columnas. Por lo menos en cinco ocasiones, Semenzato y La Capra habían estado en una ciudad extranjera en el mismo hotel y las mismas fechas.
¿Sentía el cazador esta emoción cuando veía las primeras huellas en la nieve o cuando oía un susurro de hojas a su espalda y al volverse descubría el vivo flamear de unas alas? La Capra y su nuevo
palazzo
, La Capra y sus compras en Sotheby's, La Capra y sus viajes al Próximo y al Lejano Oriente. Su camino se cruzaba repetidamente con el de Semenzato, y Brunetti sospechó que la razón era su común interés por las cosas muy bellas y muy caras. ¿Y Murino? ¿Cuántos de los objetos que adornaban el nuevo hogar del
signor
La Capra habían salido de su tienda?
Brunetti decidió bajar al despacho de la
signorina
Elettra para darle las gracias personalmente pero abstenerse de preguntar por su fuente de información. La puerta del despacho estaba abierta, y ella tecleaba en el ordenador mirando la pantalla con la cabeza ladeada. Hoy las flores —observó Brunetti— eran rosas rojas, por lo menos, dos docenas, símbolo de amor y añoranza.
Ella notó su presencia, levantó la mirada hacia él, sonrió y dejó de escribir.
—
Buon giorno
, comisario. ¿En qué puedo ayudarle?
—He venido a darle las gracias,
bravissima
Elettra, por los papeles que ha dejado en mi mesa.
Ella sonrió, al oírle usar su nombre de pila, como si viera en ello un tributo y no una libertad.
—No hay de qué darlas. Interesantes las coincidencias, ¿verdad? —preguntó sin tratar de disimular la satisfacción que le producía haberlas observado.
—Muy interesantes. ¿Y las listas de llamadas telefónicas? ¿Las tiene?
—Están verificándolas, para ver si hablaron el uno con el otro. Tienen las listas del teléfono del
signor
La Capra de Palermo además del teléfono y el fax que se hizo instalar aquí. Les he pedido que busquen si alguna llamada procedía del domicilio o el despacho de Semenzato, pero eso lleva más tiempo y probablemente no lo tendremos hasta mañana.
—¿Todo esto lo debemos a su amigo Giorgio? —preguntó Brunetti.
—No; él está en Roma, haciendo un cursillo, de modo que les dije que el
vicequestore
Patta necesitaba esta información inmediatamente.
—¿Le preguntaron para qué la necesitaba?
—Claro que sí, comisario. No querría usted que facilitaran esta clase de información sin la debida autorización, ¿verdad?
—Por supuesto que no. ¿Y qué les dijo?
—Que era un asunto confidencial. Asunto del Gobierno. Eso hará que trabajen más aprisa.
—¿Y si el
vicequestore
se entera? ¿Y si ellos se lo mencionan y le dicen que ha usado usted su nombre?
La sonrisa de la muchacha se hizo más cálida todavía.
—Les dije que él tendría que negar que estaba al corriente y que no le gustaría que le hablaran de ello. Además, me parece que están acostumbrados a hacer cosas tales como controlar teléfonos particulares y hacer listas de llamadas.
—Eso me parece a mí también —convino Brunetti. E incluso tenía la impresión de que se guardaban grabaciones de lo que ciertas personas decían durante esas llamadas, una idea paranoica que compartía con buena parte de la población, pero no lo dijo a la
signorina
Elettra sino que le preguntó—: ¿Existe alguna posibilidad de que nos las den hoy?
—Les llamaré. A lo mejor esta tarde.
—¿Tendrá la bondad de subírmelas si llegan,
signorina
?
—Naturalmente —respondió ella, volviendo a mirar el teclado.
Él fue hacia la puerta, pero antes de llegar, tratando de aprovechar el clima de confianza de los últimos minutos, dijo:
—
Signorina
, perdone la pregunta, pero siempre me ha intrigado por qué vino a trabajar para nosotros. No todo el mundo renunciaría a un empleo en la Banca d'Italia.
Ella dejó de escribir, pero mantuvo los dedos en las teclas:
—Oh, me apetecía un cambio —respondió con naturalidad, y volvió a concentrarse en la escritura.
«Sí, y los peces vuelan», pensaba Brunetti al subir a su despacho. Durante su ausencia, el calor se había hecho tórrido, por lo que abrió las ventanas unos minutos, aunque no del todo, para que no entrara la lluvia. Luego las cerró y volvió a su mesa.
La Capra y Semenzato: el misterioso personaje del Sur y el director del museo. El hombre acaudalado con pasión por el lujo y el director de museo bien situado para satisfacerla. Eran una pareja interesante. ¿Qué otros objetos podía tener en su poder el
signor
La Capra? ¿Los tendría ya en su
palazzo
? ¿Se habían terminado los trabajos de restauración y, en tal caso, qué cambios se habían hecho? Sería fácil averiguarlo: no tenía más que ir al ayuntamiento y pedir que le enseñaran los planos. Desde luego, lo que figurara en los planos quizá no se pareciera mucho a lo que se había hecho en realidad, pero si preguntaba cuál de los inspectores municipales había firmado la licencia, podría hacerse una idea de la relación.
Quedaba la cuestión de qué objetos podía contener el recién restaurado
palazzo
, pero averiguarlo exigía otra clase de planteamiento. En Venecia, ciudad en la que
palazzi
como el de La Capra se vendían a razón de siete millones de liras el metro cuadrado, no existía el magistrado que librase una orden de registro sobre la base de una coincidencia de fechas en unas facturas de hotel.
Brunetti decidió probar primero la vía oficial, lo que suponía hacer una llamada al otro extremo de la ciudad, a las oficinas del
catasto
, donde tenían que registrarse todos los planos, proyectos y cambios de propiedad. Tardó mucho en conseguir comunicación con el despacho adecuado, y su llamada deambuló por los teléfonos de funcionarios displicentes que, antes ya de que Brunetti tuviera ocasión de explicarles lo que quería, estaban seguros de que esa información debía dársela otra persona. Varias veces probó de hablar en veneciano, confiando en que el uso del dialecto le facilitara las cosas al demostrar a la persona que estaba al otro extremo del hilo que quien llamaba era no sólo un policía sino un veneciano nativo. Las tres primeras personas le contestaron en italiano —no eran venecianas— y la cuarta, en un sardo cerrado y totalmente incomprensible, por lo que Brunetti tuvo que recurrir otra vez al italiano; pero ni aun así. Finalmente, tras varias tentativas más, encontró lo que buscaba.
Sintió viva alegría cuando oyó una voz de mujer que hablaba en el más puro veneciano y, por si fuera poco, con marcado acento de Castello. Olviden lo que dijo Dante de que si el toscano tiene dulce sabor. Ésta sí que era lengua para el deleite.
Mientras esperaba pacientemente que la burocracia se aviniera a escucharle, Brunetti abandonó la pretensión de conseguir una copia de los planos, por lo que se limitó a pedir el nombre de la empresa que había hecho la restauración. Era Scattalon, una de las mejores y más caras de la ciudad. En realidad, esta firma tenía un contrato, más o menos a perpetuidad, para proteger el
palazzo
de su suegro contra los no menos perpetuos estragos del tiempo y las mareas.
Arturo, el hijo mayor de Scattalon, estaba en el despacho, pero no estaba dispuesto a revelar a la policía datos de un cliente.
—Lo siento, comisario, pero se trata de información reservada.
—Lo único que me interesa es poder hacerme una idea aproximada del importe de las obras, diez millones más o menos —explicó Brunetti, que no comprendía por qué había de ser reservada o confidencial esta información.
—Lo siento, pero es totalmente imposible. —En el otro extremo del hilo se apagó el sonido, y Brunetti supuso que Scattalon había tapado el micro con la mano para hablar con otra persona. Al momento decía—: Para dar esta clase de información, necesitamos una petición judicial.
—¿Serviría de algo si yo le pidiera a mi suegro que hablara con su padre? —preguntó Brunetti.
—¿Y quién es su suegro? —preguntó Scattalon.
—El conde Orazio Falier —dijo Brunetti saboreando por primera vez en su vida cada una de las sonoras sílabas que se deslizaban por su lengua.
Nuevamente se ahogó el sonido al otro extremo, pero Brunetti aún percibía un ronco murmullo de voces masculinas. El teléfono golpeó ligeramente una superficie dura, se oyeron ruidos de fondo y otra voz que decía:
—
Buon giorno, dottor
Brunetti. Tiene que perdonar a mi hijo. Es nuevo en la empresa. Acaba de salir de la universidad y todavía no está familiarizado con el negocio.
—Desde luego,
signor
Scattalon, lo comprendo perfectamente.
—¿Qué información desea,
dottor
Brunetti? —preguntó Scattalon.
—La cifra aproximada de lo que el
signor
La Capra invirtió en la restauración de su
palazzo
.
—Desde luego,
dottore
. Un momento, voy a buscar la carpeta. —El teléfono fue puesto otra vez en la mesa, pero Scattalon no tardó en volver. Dijo que no sabía a cuánto había ascendido el precio de compra, pero calculaba que, durante el último año, su empresa había facturado a La Capra por lo menos quinientos millones, en concepto de mano de obra y materiales. Brunetti supuso que ésta era la cifra
in bianco
, el importe oficial que se declararía al Gobierno. Como no conocía a Scattalon, no podía preguntar al respecto, pero era de suponer que la mayor parte del trabajo se había pagado
in nero
, con lo que Scattalon se evitaba tener que declarar y pagar impuestos por el ingreso. Brunetti calculó que a lo indicado habría que sumar por lo menos otros quinientos millones de liras, embolsados, si no por el propio Scattalon, por otros industriales a los que se hubiera pagado en negro.