—Gracias, no se moleste —respondió Brunetti y, con su respuesta, ajustó el tono a su propia medida—. ¿Cuánto tiempo ha sido socio suyo?
Murino no acusó que hubiera detectado la pugna por el dominio de la conversación.
—Cinco años, desde que abrí esta tienda.
—¿Y la tienda de Milán? ¿También tenía participación en ella?
—Oh, no. Son negocios independientes. Sólo tenía participación en ésta.
—¿Y cómo llegó a ser socio?
—Ya sabe lo que son estas cosas. Se corre la voz.
—No; lo siento, pero no lo sé,
signor
Murino. ¿Cómo se hizo socio suyo?
La sonrisa de Murino era persistentemente relajada; estaba decidido a no darse por enterado de la rudeza de Brunetti.
—Cuando tuve la oportunidad de alquilar este local, me puse en contacto con varios amigos míos de esta ciudad, con vistas a conseguir un préstamo. Tenía la mayor parte de mi capital invertido en las existencias de la tienda de Milán, y en aquel momento el mercado de antigüedades estaba estancado.
—¿A pesar de lo cual quería abrir otra tienda?
La sonrisa de Murino era seráfica.
—Yo tenía confianza en el futuro. La gente puede retraerse durante algún tiempo, pero son crisis pasajeras y al fin siempre vuelven a comprar cosas bellas.
Al igual que una mujer deseosa de que le regalen los oídos, Murino parecía estar pidiendo a Brunetti que dedicara un cumplido a las piezas que tenía en la tienda, relajando con ello la tensión creada con las preguntas.
—¿Su optimismo quedó justificado,
signor
Murino?
—Oh, no puedo quejarme.
—¿Y cómo se enteró su socio de su interés en un préstamo?
—Bueno, ya sabe lo que pasa, se corre la voz. —Al parecer, ésta era toda la explicación que el
signor
Murino estaba dispuesto a dar.
—¿Y entonces se presentó él, dinero en mano, solicitando ser su socio?
Murino se acercó a un arcón de novia y limpió una marca de dedos con el pañuelo. Se agachó, situando los ojos en plano horizontal con la superficie del arcón y frotó varias veces la marca hasta hacerla desaparecer. Dobló el pañuelo en un rectángulo perfecto, volvió a guardarlo en el bolsillo de la chaqueta, se volvió de espaldas al arcón y se apoyó en el borde.
—Sí; podríamos decir que así fue.
—¿Y qué consiguió a cambio de su inversión?
—El cincuenta por ciento de los beneficios durante diez años.
—¿Quién llevaba los libros?
—Tenemos un
contabile
que se encarga de eso.
—¿Quién hace las compras?
—Yo.
—¿Y las ventas?
—Yo. O mi hija. Trabaja aquí dos días a la semana.
—¿Así que usted y su hija son los que saben qué se compra y a qué precio y qué se vende y a qué precio?
—Tengo recibos de todas las compras y de todas las ventas,
dottor
Brunetti —dijo Murino casi con indignación en la voz.
Brunetti consideró durante un momento la opción de decir a Murino que en Italia todo el mundo tiene recibos de todo y que todos los recibos no son más que pruebas fabricadas para evadir el pago de impuestos. Pero uno no tiene necesidad de decir que llueve de arriba abajo ni que en primavera florecen los árboles. Análogamente, no es necesario hablar de la existencia del fraude fiscal, mucho menos, a un anticuario, y no digamos un anticuario napolitano.
—Estoy seguro de que las tiene,
signor
Murino —dijo Brunetti, y cambió de tema—. ¿Cuándo lo vio por última vez?
Murino esperaba la pregunta, porque la respuesta fue inmediata:
—Hace dos semanas. Fuimos a tomar una copa y le dije que a últimos de mes pensaba hacer un viaje de compras por Lombardía. Le dije que quería cerrar la tienda durante una semana y le pregunté si tenía algún inconveniente.
—¿Lo tenía?
—No; ninguno.
—¿Y su hija?
—Está muy ocupada preparando exámenes. Estudia derecho. A veces no entra nadie en la tienda en todo el día. Por eso me pareció que era un buen momento para cerrar. Además, tenemos que hacer pequeñas reparaciones.
—¿Qué reparaciones?
—Una puerta que da al canal se ha salido de los goznes. Si queremos utilizarla, tendremos que cambiar el marco —dijo señalando hacia las cortinas de terciopelo—. ¿Quiere verla?
—No, gracias.
Signor
Murino, ¿nunca se le ocurrió pensar que su socio pudiera incurrir en cierta incompatibilidad?
Murino sonrió interrogativamente.
—Me temo que no comprendo.
—Permita entonces que trate de aclarárselo. Su otro cargo podría haber servido para, digamos, favorecer su inversión conjunta en este negocio.
—Lo lamento, pero sigo sin comprender. —La sonrisa de Murino no hubiera parecido fuera de lugar en la cara de un ángel.
Brunetti puso ejemplos.
—Quizá utilizándolo a usted como especialista cuando se enteraba de que determinadas piezas o colecciones iban a ponerse a la venta. Quizá recomendando la tienda a personas que manifestaran interés por un objeto determinado.
—Eso nunca se me ocurrió.
—¿Se le ocurrió a su socio?
Murino sacó el pañuelo para limpiar otra marca. Cuando la superficie quedó a su gusto, dijo:
—Yo era su socio, comisario, no su confesor. Creo que a esa pregunta sólo él podría responder.
—Pero eso, desgraciadamente, no es posible.
Murino movió la cabeza tristemente.
—No; no es posible.
—¿Qué pasará ahora con su participación en el negocio?
La cara de Murino era todo asombro e inocencia.
—Oh, yo seguiré repartiendo los beneficios con su viuda.
—¿Y usted y su hija seguirán comprando y vendiendo?
La respuesta de Murino tardó en llegar, pero cuando se produjo no fue sino la confirmación de lo evidente.
—Sí, naturalmente.
—Naturalmente —corroboró Brunetti, aunque la palabra no sonó igual ni tenía el mismo sentido dicha por él.
La cara de Murino se encendió de una cólera repentina, pero antes de que pudiera contestar, Brunetti dijo:
—Muchas gracias por su tiempo,
signor
Murino. Que tenga un provechoso viaje a Lombardía.
Murino se apartó del arcón y se acercó a la puerta a buscar el paraguas de Brunetti. Se lo dio sosteniéndolo por la tela todavía mojada. Abrió la puerta, la sostuvo cortésmente y, cuando Brunetti salió, la cerró con suavidad. Brunetti se encontró bajo la lluvia y abrió el paraguas. Una ráfaga de aire trató de arrancárselo de la mano, pero él lo sujetó con fuerza y se encaminó a casa. Durante toda la conversación ninguno de los dos había pronunciado ni una sola vez el nombre de Semenzato.
Mientras cruzaba el
campo
barrido por la lluvia, Brunetti se preguntaba si Semenzato podía haber confiado en que un hombre como Murino llevara debidamente las cuentas de todas las compras y ventas. Desde luego, Brunetti había visto asociaciones comerciales más extrañas todavía, y no debía olvidar que él no conocía a Semenzato sino, por así decir, en retrospectiva, visión que rara vez favorece la claridad. De todos modos, ¿quién iba a ser tan incauto como para fiarse de la palabra de un anticuario tan escurridizo como aquél? Aquí una voz más fuerte que sus intentos de sofocarla apostilló: «Y napolitano por más señas.» Nadie aceptaría su palabra sin más. Pero, si el grueso de sus transacciones se hacía en objetos robados y falsificaciones, el rendimiento del negocio lícito tendría escasa importancia. En este caso, Semenzato no se hubiera molestado en cuestionar los recibos ni la palabra de Murino sobre si un
armadio
o una mesa se había comprado por tanto y vendido por tanto más. Al pensar en términos de precios, pérdidas y ganancias, Brunetti tuvo que reconocer que no disponía de cifras base, no tenía idea del valor de mercado de las piezas que, según Brett, habían desaparecido. Ni siquiera sabía qué piezas eran. Eso, mañana.
A causa de la lluvia, que era cada vez más fuerte, y de la amenaza de
acqua alta
, las calles estaban insólitamente desiertas, a pesar de ser la hora en que la gente volvía del trabajo a casa o salía a hacer las últimas compras antes de que cerraran las tiendas. Brunetti podía transitar fácilmente por las estrechas calles sin tener que molestarse en ladear el paraguas para dejar paso a otros transeúntes. Ni siquiera en el ancho tramo superior del puente de Rialto había gente: lo nunca visto. Muchos de los puestos de venta estaban vacíos y las cajas de frutas y verduras habían sido retiradas antes de la hora del cierre y los vendedores habían escapado del frío intenso y del diluvio persistente.
Al entrar en su edificio, cerró con un portazo: con tiempo húmedo, la cerradura se atascaba y había que recurrir a la violencia para hacer que el pesado portalón se cerrara o se abriera. Agitó varias veces el paraguas, lo enrolló y se lo puso debajo del brazo. Agarrando el pasamanos con la derecha, inició la larga ascensión hasta su apartamento. En el primer piso, la
signora
Bussola, viuda de un abogado y sorda, veía el
telegiornale
, lo que significaba que toda la planta tenía que oír las noticias. Como era de suponer, tenía puesto RAI Uno; ella no quería saber nada de esos ultras de izquierda de RAI Due. En el segundo piso, los Rossi estaban callados, lo que significaba que habían terminado la discusión y estaban en la parte trasera de la casa, el dormitorio. En el tercer piso tampoco se oía nada. Hacía dos años había ido a vivir allí una pareja joven que había comprado toda la planta, pero Brunetti podía contar con los dedos de una mano las veces que había visto a uno u otro en la escalera. Se decía que él trabajaba para el municipio, aunque no se sabía exactamente a qué se dedicaba. La mujer salía por la mañana temprano y volvía a las cinco y media de la tarde, y nadie sabía tampoco adonde iba ni qué hacía, un hecho que a Brunetti le parecía milagroso. En el cuarto piso sólo había olores. Los Amabile salían poco, pero inundaban la escalera de deliciosos y tentadores aromas culinarios. Esta noche parecía haber
capriolo
y, quizá, alcachofas, aunque también podían ser berenjenas fritas.
Y, por fin, su propia puerta y la promesa de sosiego. Que se desvaneció nada más poner un pie en el recibidor. Del fondo del apartamento llegaban los sollozos de Chiara. ¿Qué le pasaba a su pequeña espartana, la niña que nunca lloraba, a la que podías castigar privándola de lo que más deseaba sin que se le escapara ni una lágrima, y que había permanecido pálida pero impávida mientras le reducían la fractura de la muñeca? Y ahora no sólo lloraba sino que berreaba.
Brunetti fue rápidamente por el pasillo hasta la habitación. Paola, sentada al borde de la cama, acunaba a su hija.
—Cielo, no podemos hacer nada más. Hemos puesto hielo y ahora hay que esperar a que haga efecto.
—Duele,
mamma
, duele mucho. ¿No puedes hacer algo?
—Puedo darte un poco más de aspirina. Quizá te calme.
Chiara hipó y repitió con una voz extrañamente aguda:
—
Mamma
, por favor haz algo.
—¿Qué pasa, Paola? —preguntó él con voz átona, muy serena.
—Oh, Guido —dijo Paola volviéndose hacia él pero sin soltar a la niña—. Le ha caído la mesa en el dedo.
—¿Qué mesa? —preguntó él, en lugar de qué dedo.
—La mesa de la cocina. —La que tenía carcoma. ¿Qué hacían, querían moverla solas? ¿Por qué, si estaba lloviendo? No podían sacarla a la terraza. Pesaba demasiado.
—¿Cómo ha sido?
—No me ha creído cuando le he dicho que había tantos agujeros, ha querido tumbarla de lado para mirar, se le ha escurrido de las manos y le ha caído en el dedo gordo del pie.
—A ver —dijo él, mirando el pie que descansaba encima de la colcha, envuelto en una toalla que sujetaba una bolsita de plástico llena de hielo sobre el dedo lesionado, para prevenir la hinchazón.
Era lo que él suponía, pero el dedo tenía peor aspecto de lo que había imaginado, estaba hinchado, con la uña de un rojo vivo que prometía amoratarse con el tiempo.
—¿Está roto? —preguntó.
—No, papá, puedo moverlo sin que duela. Pero da unos latigazos muy fuertes —dijo Chiara. Había dejado de llorar, pero su cara indicaba que el dolor era intenso—. Por favor, papá, haz algo.
—Papá no puede hacer nada, Chiara —dijo Paola ladeando un poco el pie y ajustando la bolsa de hielo.
—¿Cuándo ha sido? —preguntó él.
—Esta tarde, nada más irte tú —respondió Paola.
—¿Y está así desde entonces?
—No, papá —dijo Chiara, defendiéndose de la implícita acusación de que se había pasado la tarde llorando—. Me ha dolido al principio, luego se ha calmado y ahora vuelve a doler un montón. —Ya había pedido una vez a su padre que hiciera algo, y Chiara no era de las que repiten una petición.
Entonces Brunetti recordó algo que había aprendido hacía años, en el servicio militar. A uno de los hombres de su unidad se le cayó una tapa de alcantarilla en el dedo gordo del pie. No se lo rompió porque le dio en la punta, pero se le hinchó y se le puso muy rojo como a Chiara.
—Algo se puede hacer —empezó, y Paola y Chiara se volvieron a mirarlo.
—¿El qué? —preguntaron al unísono.
—Es un poco espeluznante —dijo él—, pero efectivo.
—¿Qué es, papá? —dijo Chiara, a la que volvía a temblarle la barbilla del dolor.
—Tengo que atravesar la uña con una aguja para que salga la sangre.
—¡No! —gritó Paola, abrazando más estrechamente a su hija.
—¿Funciona, papá?
—Aquella vez funcionó, hace muchos años. No lo hice yo sino el médico, pero yo miraba.
—¿Te parece que podrás, papá?
Él se quitó el abrigo y lo dejó a los pies de la cama.
—Creo que sí, cielo. ¿Quieres que pruebe?
—¿Me calmará el dolor?
—Creo que sí.
—De acuerdo.
Él miró a Paola, pidiendo opinión. Ella dio un beso a Chiara en el pelo, la envolvió en un abrazo más apretado y movió la cabeza, afirmativamente, tratando de sonreír a su marido.
Él fue a la cocina, sacó una vela del tercer cajón de la derecha del fregadero, la insertó en una palmatoria de cerámica, tomó una caja de fósforos y volvió al dormitorio. Puso la palmatoria en el pupitre de Chiara, encendió la vela y fue al estudio de Paola. Del cajón de arriba sacó un clip sujetapapeles y lo estiró para obtener una fina varilla mientras volvía al cuarto de Chiara. Había dicho «aguja» pero después recordó que el médico había utilizado un clip porque —según dijo— una aguja era muy fina para perforar la uña rápidamente.