—Oh, hace meses que trato de familiarizarme con los archivos. He hecho varios cambios porque el sistema actual no tiene lógica. Espero que nadie se moleste.
—No lo creo. Nadie ha podido encontrar nunca nada en ese archivo, de modo que cualquier cambio tiene que ser para mejorar. Además, se supone que todo está pasado al sistema informático.
Ella lo miró con la expresión del que ha pasado algún tiempo en medio de las fichas acumuladas, y Brunetti tomó nota de no repetir esta observación. La joven puso la carpeta encima de la mesa. Él observó que hoy llevaba un vestido de lana negra con un atrevido cinturón rojo ceñido a la fina cintura. La joven sacó un pañuelo del bolsillo y se enjugó la frente.
—¿Siempre hace aquí tanto calor, comisario? —preguntó.
—No,
signorina
, es algo que ocurre durante unas semanas a partir de primeros de febrero. Generalmente, termina antes de fin de mes. No afecta su despacho.
—¿Es el
scirocco
? —La pregunta era lógica. Si el viento cálido de África traía el
acqua alta
, también podía traer temperatura alta al despacho.
—No,
signorina
. Es el sistema de calefacción. Nadie ha podido descubrir la causa. Ya se acostumbrará. De todos modos, antes de fin de mes habrá pasado.
—Así lo espero —dijo ella volviendo a enjugarse la frente—. Si no desea nada más, me iré a almorzar.
Brunetti miró el reloj y vio que era casi la una.
—Llévese un paraguas —dijo—. Parece que volverá a llover.
Brunetti fue a almorzar a casa con su familia, y Paola cumplió su promesa de no contar a Raffi lo que había pensado su padre al ver las jeringuillas en su habitación. Pero, a cambio de su silencio, obtuvo de Brunetti la firme promesa de que no sólo la ayudaría a sacar la mesa a la terraza a la primera señal de buen tiempo sino que también manejaría las jeringuillas para inyectar el insecticida en los múltiples agujeros hechos por las carcomas en las patas del mueble para hibernar en ellos.
Después del almuerzo, Raffi se encerró en su cuarto, diciendo que tenía que hacer deberes de griego, concretamente, traducir diez páginas de Homero para el día siguiente. Dos años antes, cuando se consideraba un anarquista, se encerraba en su cuarto para elucubrar sombríamente sobre los males del capitalismo y quién sabe si precipitar con ello su caída. Pero este año había encontrado no sólo novia sino también, al parecer, el afán de ser admitido en la universidad. En cualquier caso, seguía desapareciendo de la mesa inmediatamente después de la comida, de lo que Brunetti deducía que su deseo de soledad obedecía más a un imperativo de la adolescencia que a una orientación política.
Paola formuló veladas amenazas a Chiara si no la ayudaba a fregar los cacharros, y mientras ellas dos trajinaban Brunetti se asomó a la cocina para decirles que se iba a trabajar.
Cuando salió a la calle, ya había empezado a caer la lluvia que había estado amenazando toda la mañana, todavía era fina pero tenía trazas de arreciar. Abrió el paraguas y torció por Rugetta, camino del puente de Rialto. A los pocos minutos, se felicitó de haberse acordado de ponerse las botas, porque en el suelo se habían formado grandes charcos que invitaban a chapotear. Cuando hubo cruzado el puente, la lluvia arreció, y Brunetti llegó a la
questura
con los pantalones empapados de la pantorrilla a la rodilla, por encima de lo que protegían las botas.
En el despacho, se quitó la chaqueta y pensó que ojalá pudiera quitarse también los pantalones y colgarlos encima del radiador: allí se secarían en dos minutos. Pero se limitó a dejar la ventana abierta para enfriar el despacho y luego se sentó a la mesa, marcó el número de la centralita y pidió que le pusieran con la brigada antirrobo de arte de la policía de Roma. Cuando consiguió comunicación, dio su nombre y preguntó por el
maggiore
Carrara.
—
Buon giorno
, comisario.
—Enhorabuena,
maggiore
.
—Gracias, ya era hora.
—Todavía es muy joven. Le sobra tiempo para llegar a general.
—Cuando yo llegue a general, en los museos de este país no quedará ni un solo cuadro. —La risa de Carrara, cuando al fin llegó, se había producido con la demora suficiente como para que Brunetti se quedara con la duda de si el comentario era realmente una broma.
—Por eso le llamo, Giulio.
—¿Por cuadros?
—No sé si cuadros, en cualquier caso, museos.
—¿De qué se trata? —preguntó Carrara con aquella viva curiosidad que, según recordaba Brunetti, sentía el romano por su trabajo.
—Tenemos un caso de asesinato.
—Sí, lo sé, Semenzato, en el
palazzo
Ducale. —La voz era neutra.
—¿Sabe algo de él, Giulio?
—¿Oficial o extraoficialmente?
—Oficialmente.
—No sé nada. Nada de nada. Absolutamente nada. —Adelantándose a Brunetti, Carrara interrumpió su propia letanía para preguntar—: ¿Es suficiente para pasar a la pregunta siguiente, Guido?
—Está bien —sonrió Brunetti—. ¿Y extraoficialmente?
—Es curioso que me haga esa pregunta. En realidad, tengo encima de la mesa una nota para llamarle. No sabía que llevaba usted el caso hasta que leí su nombre en el periódico esta mañana, y pensé en llamarle para hacerle varias sugerencias. Y de paso pedirle un par de favores. Creo que hay varias cosas que nos interesan a ambos.
—¿Como por ejemplo?
—Sus cuentas bancarias.
—¿Las de Semenzato?
—¿No estábamos hablando de él?
—Lo siento Giulio, pero durante todo el día se me ha estado repitiendo que no se debe hablar mal de los muertos.
—Si no podemos hablar mal de los muertos, ¿de quién vamos a hablar mal? —preguntó Carrara con sorprendente sensatez.
—Ya tengo a una persona trabajando en eso. Mañana deberíamos disponer de las cuentas. ¿Algo más?
—Me gustaría echar una ojeada a la lista de sus llamadas de larga distancia, tanto desde su domicilio como desde su despacho del museo. ¿Cree que podrá conseguirlas?
—¿Todavía hablamos extraoficialmente?
—Sí.
—Las tendrá.
—Bien.
—¿Algo más?
—¿Ya ha hablado con la viuda?
—No; personalmente, no. Habló con ella uno de mis hombres. ¿Por qué?
—Quizá ella sepa qué viajes hizo su marido durante los últimos meses.
—¿Por qué le interesa eso? —preguntó Brunetti con auténtica curiosidad.
—No existe una razón especial, Guido. Pero nos gusta saber eso cuando el nombre de una persona nos ha saltado a la vista más de una vez.
—¿Y ha sido así en este caso?
—Sí.
—¿Con qué motivo?
—Ninguno en concreto, a decir verdad. —Carrara parecía pesaroso por no poder concretar una acusación—. Dos hombres a los que arrestamos en el aeropuerto hace más de un año con figuras de jade chinas dijeron que habían oído mencionar su nombre en una conversación. Eran simples correos; no sabían prácticamente nada; ni siquiera el valor de lo que transportaban.
—¿Y era? —preguntó Brunetti.
—Miles de millones de liras. Las figuras procedían del Museo Nacional de Taiwan, del que habían desaparecido tres años antes, nadie sabía cómo.
—¿Eran esas figuras lo único que había desaparecido?
—No; pero son lo único que se ha recuperado. Hasta el momento.
—¿En qué otra ocasión oyó mencionar su nombre?
—Se lo oí a uno de los pequeños delincuentes a los que aquí tenemos colgados de un hilo. En cualquier momento podríamos encerrarlo por drogas y allanamiento pero lo dejamos libre a cambio de la información que nos pasa de vez en cuando. Nos dijo que había oído mencionar el nombre de Semenzato durante una conversación telefónica de uno de los hombres a los que él vende cosas.
—¿Cosas robadas?
—Naturalmente. No tiene nada más que vender.
—¿Y ese hombre hablaba con Semenzato o de Semenzato?
—Hablaba de él.
—¿Le dijo qué había oído?
—El que hablaba sólo dijo a la otra persona que debía tratar de ponerse en contacto con Semenzato. En un principio, la referencia no parecía incriminatoria. Al fin y al cabo, se trataba de un director de museo. Pero después atrapamos a los dos hombres en el aeropuerto y ahora Semenzato aparece muerto en su despacho. Así que pensé que había llegado el momento de hablar de eso con usted. —Carrara hizo una pausa lo bastante larga como para señalar que él ya no tenía nada más que ofrecer y que había llegado el momento de ver lo que podía conseguir—. ¿Qué han podido averiguar ustedes sobre él?
—¿Recuerda la exposición de China que se celebró hace unos años?
Carrara emitió un gruñido de asentimiento.
—Varias de las piezas que iban en la expedición de vuelta a China eran copias.
Por la línea llegó claramente el silbido de Carrara, que tanto podía ser de sorpresa como de admiración por semejante hazaña.
—Y, al parecer, Semenzato era socio comanditario de un par de negocios de antigüedades, uno de aquí y otro de Milán —prosiguió Brunetti.
—¿Quién es el dueño?
—Francesco Murino. ¿Lo conoce?
El tono de Carrara era lento y comedido.
—Sólo como conocíamos a Semenzato, extraoficialmente. Pero nos hemos tropezado con su nombre más de una vez y más de dos.
—¿Algo en concreto?
—Nada. Por lo visto, sabe cubrirse bien. —Se hizo una larga pausa y entonces Carrara agregó, en una voz repentinamente más seria—: O alguien más lo cubre.
—¿Ésas tenemos? —preguntó Brunetti. Aquella respuesta podía significar cualquier cosa: una rama del Gobierno, la Mafia, un Gobierno extranjero, incluso la Iglesia.
—Sí. Ninguna de las pistas conduce a ningún sitio. Oyes un nombre y luego dejas de oírlo. La brigada de Delitos Económicos le ha hecho tres inspecciones en los dos últimos años, y está limpio.
—¿Se ha asociado su nombre al de Semenzato?
—Aquí, no. ¿Qué más tenemos?
—¿Conoce a la
dottoressa
Lynch?
—
L'americana
? —preguntó Carrara.
—Sí.
—Naturalmente que sé quién es. Al fin y al cabo, estoy licenciado en Historia del Arte, Guido.
—¿Tan conocida es?
—Su libro sobre arte chino es el mejor que se ha escrito. Sigue en China, ¿verdad?
—No; está aquí.
—¿En Venecia? ¿Y qué hace ahí?
Lo mismo se había preguntado Brunetti. La respuesta que se había dado era que estaba tratando de decidir entre regresar a China, quedarse junto a su amante y, ahora, descubrir si su anterior amante había sido asesinada.
—Vino para hablar con Semenzato acerca de las piezas que se enviaron a China. La semana pasada, dos gorilas le dieron una paliza. Le hicieron una fisura en la mandíbula y le fracturaron varias costillas. Apareció en los periódicos.
Otra vez sonó el silbido de Carrara, pero ahora consiguió transmitir compasión.
—Aquí no hablaron de ello.
—Su ayudante, una japonesa que vino para supervisar la devolución de las piezas a China, murió allí de accidente.
—Freud dice no sé dónde que los accidentes no existen, ¿verdad?
—No sé si Freud incluía a China cuando dijo eso, pero no parece que fuera un accidente, desde luego.
El gruñido de Carrara podía significar cualquier cosa. Brunetti optó por interpretarlo como una afirmación y dijo:
—Mañana por la mañana hablaré con la
dottoressa
Lynch.
—¿Por qué?
—Quiero convencerla para que salga de la ciudad una temporada y quiero saber más cosas acerca de las piezas sustituidas. Qué eran, si tienen valor en el mercado…
—Claro que tienen valor en el mercado —le interrumpió Carrara.
—Sí, eso ya lo imagino, Giulio. Pero quiero tener una idea de cuál pueda ser ese valor y de si podrían venderse abiertamente.
—Perdón. No entendí a qué se refería, Guido. —Su pausa podía interpretarse como una disculpa, y agregó—: Si viene de una excavación de China, puedes pedir lo que quieras.
—¿Tanto valor tiene?
—Tanto valor. Pero, ¿qué desea saber concretamente?
—Primero, dónde y cómo se hicieron las copias.
Carrara le interrumpió otra vez.
—Italia está llena de talleres que se dedican a hacer copias, Guido. Copias de todo: estatuas griegas, joyas etruscas, alfarería Ming, pinturas renacentistas. Usted diga qué quiere y saldrá un artesano italiano que le hará una copia que engañará a los especialistas.
—¿Pero no tienen ustedes toda clase de medios para detectarlas? La prueba del carbono 14 y esas cosas.
Carrara se rió.
—Hable con la
dottoressa
Lynch, Guido. Le dedica un capítulo de su libro. Estoy seguro de que puede decirle cosas que le mantendrán despierto en las largas noches de invierno. —Brunetti oyó ruido en el otro extremo del hilo, seguido de un silencio, cuando Carrara cubrió el micro con la mano. Al cabo de un momento, el
maggiore
le decía—: Perdone, Guido, pero acaban de darme una conferencia con Vietnam que hace dos días que estoy tratando de conseguir. Llámeme sí sabe algo. Yo también le llamaré. —Antes de que Brunetti pudiera asentir, Carrara había colgado.
Totalmente ajeno al calor que hacía en su despacho, Brunetti reflexionaba sobre lo que le había dicho Carrara. Tómese un director de museo, agréguense guardias, sindicatos, un poco de Mafia y el resultado era un cóctel lo bastante fuerte como para dar a la rama antirrobo de obras de arte una buena resaca. Sacó una hoja de papel del cajón y empezó a hacer la lista de la información que necesitaba de Brett. Una descripción completa de las piezas falsificadas. Más información acerca de cómo pudo llevarse a cabo la sustitución y de dónde y cómo se habían hecho las copias. Y necesitaba una descripción detallada de las conversaciones mantenidas y la correspondencia intercambiada con Semenzato.
Interrumpió la escritura y dejó que su pensamiento derivara hacia lo personal: ¿regresaría Brett a China? Al pensar en ella, evocando la imagen de cómo la había visto por última vez, dando un puñetazo en la mesa y saliendo de la sala con un portazo, advirtió una discrepancia que hasta aquel momento se le había escapado. ¿Por qué ella sólo había recibido una paliza mientras Semenzato había sido asesinado? Brunetti no dudaba de que los hombres enviados a su casa sólo llevaban órdenes de hacerle llegar su violenta advertencia para que no acudiera a la cita. Pero, ¿por qué molestarse, si de todos modos iban a matar a Semenzato? ¿La intervención de Flavia había alterado el equilibrio de las cosas o acaso Semenzato, de algún modo, había provocado la violencia que le había costado la vida?