—No, señor; no se lo pregunté. La
dottoressa
parecía muy afectada por su muerte y por la posibilidad de que esa joven estuviera implicada en lo que ahora sucede aquí, sea lo que sea. Pero eso es todo.
—¿Está seguro, Brunetti? —Patta incluso entornó los ojos al preguntarlo.
—Completamente. Apostaría mi reputación. —Como hacía siempre que mentía a Patta, lo miró a los ojos sin pestañear—. ¿Puedo continuar, señor? —Nada más preguntarlo, Brunetti descubrió que no tenía nada más que decir, o por lo menos, que decir a Patta. No le diría que la familia de la japonesa era tan rica que, probablemente, ella no podía tener un interés económico en sustituir las piezas. La idea de la forma en que Patta reaccionaría a la hipótesis de que el móvil pudieran ser los celos le hacía sentir una ligera náusea.
—¿Cree usted que la japonesa sabía que las piezas que se enviaban a China eran falsas?
—Es posible.
—¿O incluso que lo hubiera organizado ella? —dijo Patta con énfasis—. Tuvo que ayudarla alguien, alguien de aquí, de Venecia.
—Eso parece, señor. Es una posibilidad que estoy investigando.
—¿Cómo?
—He iniciado una investigación de las cuentas del
dottor
Semenzato.
—¿Con qué autoridad? —ladró Patta.
—La mía, señor.
Patta se reservó el comentario.
—¿Qué más?
—He hablado de Semenzato con varias personas, y espero recibir información sobre su reputación real.
—¿A qué se refiere con lo de su «reputación real»?
Ah, cuan raramente la fortuna pone en nuestras manos al enemigo para que hagamos con él lo que queramos.
—¿No le parece, señor, que todo funcionario tiene una reputación oficial, lo que la gente dice de él en público, y una reputación real, lo que la gente sabe que es verdad y dice de él en privado?
Patta apoyó la mano derecha en la mesa con la palma hacia arriba haciendo girar con el pulgar el anillo del dedo meñique, aparentemente concentrado en el movimiento.
—Quizá, quizá. —Levantó la mirada de la palma de la mano—. Prosiga, Brunetti.
—He pensado empezar por estas dos cosas y ver adonde me llevan.
—Sí; me parece lógico —dijo Patta—. Recuerde que quiero saber todo lo que hace y todo lo que averigua. —Consultó su Rolex Oyster—. No quiero entretenerlo más, Brunetti, para que pueda ponerse con esto cuanto antes.
Brunetti se levantó, comprendiendo que había sonado la hora del almuerzo de Patta. Empezó a caminar hacia la puerta, curioso por descubrir la forma en que Patta le recordaría que debía tratar a Brett con guantes de terciopelo.
—Una cosa, Brunetti —dijo Patta cuando su subordinado llegaba a la puerta.
—¿Sí, señor? —preguntó él con verdadera curiosidad, un sentimiento que Patta muy raramente le inspiraba.
—Quiero que trate a la
dottoressa
Lynch con guantes de terciopelo. —Vaya, conque ésta era realmente la fórmula.
De nuevo en su despacho, lo primero que hizo Brunetti después de abrir la ventana fue llamar a Lele. En su casa no contestaban, por lo que Brunetti probó en la galería, donde el pintor descolgó el aparato después de seis señales.
—
Pronto
.
—
Ciao
, Lele, aquí Guido. Te llamo por si has podido averiguar algo.
—¿Sobre esa persona? —preguntó Lele, dándole a entender que no podía hablar con libertad.
—¿Hay alguien contigo?
—Ah, sí, ahora que lo menciona, yo diría que sí. ¿Estará todavía en su despacho dentro de un rato,
signor
Scarpa?
—Sí, estaré aquí una hora todavía.
—Muy bien,
signor
Scarpa. Le llamaré en cuanto termine.
—Gracias, Lele —dijo Brunetti y colgó.
¿Quién podía ser la persona que estaba con Lele que no debía saber que éste hablaba con un comisario de policía?
Repasó los papeles de la carpeta, haciendo anotaciones aquí y allá. Había estado varias veces en contacto con la sección de la policía encargada de la investigación del robo de obras de arte, pero en este momento lo único que podía darles era el nombre de Semenzato; pruebas, ninguna. Aunque era posible que Semenzato tuviera una reputación que no aparecía en los informes oficiales, una reputación que no llegaba al papel.
Hacía cuatro años, Brunetti había tratado con uno de los capitanes de la brigada antirrobo de arte de la policía de Roma, acerca de un retablo gótico robado de la iglesia de San Giacomo dell'Orio. Giulio nosecuántos, no recordaba el apellido. Descolgó el teléfono y marcó el número de la
signorina
Elettra.
—¿Sí, comisario? —dijo, cuando él se identificó.
—¿Ha sabido algo de Heinegger o de sus amigos del banco?
—Esta tarde lo sabré.
—Bien. Mientras tanto, le agradeceré que mire si puede encontrar en los archivos el nombre de un capitán de la sección antirrobo de obras de arte de Roma. Giulio nosecuántos. Nos escribimos hará unos cuatro años, quizá cinco, sobre un robo que se cometió en San Giacomo dell'Orio.
—¿Tiene alguna idea de dónde pueda estar archivado, comisario?
—O en mi nombre, ya que yo redacté el informe original, o en el nombre de la iglesia o, quizá, en robo de obras de arte. —Reflexionó un momento y agregó—: Compruebe la ficha de un tal Sandro… es decir, Alessandro Benelli con dirección en San Lio. Creo que aún estará en la cárcel, pero quizá se mencione el nombre del capitán. Si mal no recuerdo, declaró en el juicio.
—Sí, señor. ¿Lo quiere para hoy?
—Sí,
signorina
, si es posible.
—Bajaré al archivo ahora mismo. Quizá encuentre algo antes del almuerzo.
El optimismo de la juventud.
—Gracias,
signorina
—dijo Brunetti y colgó. En el mismo instante, sonó el teléfono. Era Lele.
—No podía hablar, Guido. Tenía en la galería a alguien que quizá pueda serte útil en esto.
—¿Quién es? —Como Lele no contestara, Brunetti se apresuró a pedir disculpas, al recordar que lo que él necesitaba era la información, no la fuente—. Perdona, Lele. Olvida que te he preguntado eso. ¿Qué te ha dicho?
—Al parecer, el
dottor
Semenzato era un hombre muy ocupado. Además de director del museo, era socio de dos tiendas de antigüedades, una de aquí y otra de Milán. El hombre con el que yo hablaba trabaja en una de las tiendas.
Brunetti resistió la tentación de preguntar en cuál y guardó silencio, sabiendo que Lele le diría lo que considerase necesario.
—Parece ser que el dueño de estas tiendas, no Semenzato sino el dueño oficial, tiene acceso a piezas que no llegan a mostrarse en las tiendas. Esta persona me ha dicho que en dos ocasiones se desembalaron por error piezas que se habían recibido en la tienda y que, en cuanto el dueño las vio, las hizo volver a embalar diciendo que eran para su colección particular.
—¿Te ha dicho qué piezas eran?
—Una era un bronce chino y la otra, una cerámica preislámica. Me ha dicho también, y creo que esto puede interesarte, que estaba casi seguro de haber visto una foto de la cerámica en un artículo sobre las piezas que se llevaron del museo de Kuwait.
—¿Cuándo ocurrió eso?
—La primera vez fue hace un año y la segunda, hará unos tres meses —respondió Lele.
—¿Te ha dicho algo más?
—Que varios clientes de su tienda tienen acceso a la colección privada.
—¿Y él cómo lo sabe?
—A veces, hablando con estos clientes, el dueño se refería a piezas que tenía pero que no estaban en la tienda. O llamaba por teléfono a un cliente y le decía que tal día recibiría tal o cual pieza, pero esas piezas no pasaban por la tienda. Sin embargo, después parecía que se había hecho la venta.
—¿Por qué te ha contado eso, Lele? —preguntó Brunetti, aunque comprendía que no debía preguntar.
—Hace años trabajamos juntos en Londres, y le hice varios favores.
—¿Y cómo se te ha ocurrido preguntarle precisamente a él?
Lele, en lugar de ofenderse, se rió.
—Oh, verás, pregunté por ahí por Semenzato y me dijeron que hablase con mi amigo.
—Gracias, Lele, —Brunetti, al igual que todos los italianos, sabía que la trama sutil de los favores personales envuelve todo el sistema social. Todo parece casual: alguien habla con un amigo, luego cambia impresiones con un primo, y la información va circulando. Y esta información modifica el saldo entre el Debe y el Haber. Antes o después, los favores se pagan y las deudas se cobran.
—¿Quién es el dueño de las tiendas?
—Francesco Murino, un napolitano. Tuve tratos con él hace años cuando abrió la tienda de aquí, y es un
vero figlio di puttana
. Si aquí se hace algún negocio sucio, seguro que él mete mano.
—¿Es el de la tienda de Santa Maria Formosa?
—Sí, ¿lo conoces?
—Sólo de vista. Que yo sepa, nunca ha tenido problemas con la policía.
—Guido, ya te he dicho que es napolitano. Claro que no ha tenido problemas, pero eso no significa que no sea una víbora. —El énfasis que Lele puso en sus palabras despertó la curiosidad de Brunetti acerca de los tratos que pudiera haber tenido con Murino.
—¿Nadie ha dicho nada más de Semenzato?
Lele resopló con impaciencia.
—Ya sabes lo que ocurre cuando alguien se muere. Nadie quiere decir la verdad.
—Sí; lo mismo me ha dicho otra persona esta mañana.
—¿Qué más te ha dicho esa persona? —preguntó Lele con lo que parecía auténtica curiosidad.
—Que espere un par de semanas, porque entonces la gente empezará a decir la verdad otra vez.
Lele soltó una carcajada tan fuerte que Brunetti tuvo que apartar el auricular del oído hasta que su amigo acabó de reír.
—Cuánta razón tiene —dijo entonces Lele—. Aunque no creo que tarden tanto.
—¿Quieres decir con eso que hay más cosas que decir de él?
—No, Guido; no quiero inducirte a error, pero a un par de personas no ha parecido sorprenderles mucho que muriera de este modo. —Como Brunetti no preguntara, Lele explicó—: Al parecer, tenía tratos con gente del Sur.
—¿Es que ahora se interesan por el arte? —dijo Brunetti.
—Sí; por lo visto ya no tienen bastante con las drogas y las prostitutas.
—Creo que vale más que de ahora en adelante doblemos la vigilancia en los museos.
—Guido, ¿a quién crees que compran los cuadros?
¿Sería esto otro salto cualitativo: la Mafia, competidora de Sotheby's?
—Lele, ¿son de fiar esas personas con las que has hablado?
—Puedes creer lo que dicen, Guido.
—Gracias, Lele. Si sabes algo más, dímelo, por favor.
—Descuida. Guido, si en esto están implicados los caballeros del Sur, vale más que tengas cuidado, ¿de acuerdo? —Una señal del poder que la Mafia empezaba a adquirir aquí, en el Norte, era la de que la gente era reacia a pronunciar su nombre.
—Naturalmente, Lele, y gracias otra vez.
—Lo digo en serio —insistió Lele antes de colgar.
Brunetti colgó a su vez y, casi sin pensar, cruzó el despacho y abrió la ventana para que entrara aire frío. Los trabajos de la fachada de la iglesia de San Lorenzo que quedaba enfrente, habían sido interrumpidos durante el invierno, y el andamiaje estaba desierto. Uno de los grandes plásticos que lo cubrían se había desgarrado y, a pesar de la distancia, Brunetti lo oía restallar ásperamente sacudido por el viento. Sobre la iglesia navegaban oscuras nubes que venían del Sur y que, seguramente, traían más lluvia para la tarde.
Brunetti miró el reloj. No había tiempo para visitar al
signor
Murino antes del almuerzo, pero aquella tarde pasaría por la tienda, a ver cuál era su reacción ante la visita de un comisario de policía. La Mafia. Obras de arte robadas. Sabía que más de la mitad de los museos del país estaban casi permanentemente cerrados, pero nunca se había detenido a pensar lo que esto podía significar por lo que se refería a hurto, robo y, en el caso de las piezas de la exposición de China, sustitución. Los vigilantes estaban mal pagados y, sin embargo, sus sindicatos eran fuertes y se oponían a que se permitiera trabajar en los museos a guardias voluntarios. Recordaba haber oído años atrás la sugerencia de que se permitiera servir como guardias voluntarios de los museos a los jóvenes que optaban por dos años de servicio social en lugar del año y medio de servicio militar. La idea ni llegó a debatirse en el Senado.
Suponiendo que Semenzato hubiera intervenido en la sustitución de piezas auténticas por falsas, ¿quién mejor situado que un anticuario para vender los originales? Él disponía de la clientela y también de los conocimientos necesarios para hacer una valoración exacta y, por otra parte, si ello era necesario, sabría cómo hacer la entrega de las piezas sin la interferencia de la policía y del departamento financiero de la comisión de Bellas Artes. Hacer entrar y salir del país obras de arte era juego de niños. Bastaba una mirada al mapa de Italia para ver lo permeables que eran las fronteras. Miles de kilómetros de bahías, calas, ensenadas y playas. Además, para los bien organizados o bien relacionados, estaban los puertos y los aeropuertos por los que cualquier cosa podía pasar impunemente. No eran sólo los que guardaban los museos los que estaban mal pagados.
Un golpe en la puerta interrumpió sus reflexiones.
—
Avanti
—gritó cerrando la ventana. Hora de volver a asarse.
Entró la
signorina
Elettra, con un bloc en una mano y una carpeta en la otra.
—En esta carpeta he encontrado el apellido del capitán. Es Carrara, Giulio Carrara. Sigue en Roma pero el año pasado fue ascendido a
maggiore
.
—¿Cómo lo ha averiguado,
signorina
?
—He llamado a su despacho en Roma y he hablado con su secretaria. Le he dicho que le avise de que usted le llamará esta tarde. Ya había salido a almorzar y no volverá hasta las tres y media. —Brunetti sabía lo que en Roma podía significar las tres y media.
Como si hubiera expresado su pensamiento en voz alta, la
signorina
Elettra dijo:
—Le he preguntado y ella me ha dicho que realmente regresa a las tres y media, así que estoy segura de que puede llamarle.
—Gracias,
signorina
—dijo y una vez más dio gracias en silencio de que esta maravilla pudiera resistir incólume el diario asalto de las intemperancias de Patta—. ¿Puedo preguntarle cómo ha conseguido encontrar el nombre tan pronto?