Volvió a despertarse, y esta vez, con la mayor precaución, su mente empezó a explorar varias partes de su cuerpo. El dolor se mantenía a cierta distancia y ya no parecía que moverse tuviera que ser tan peligroso. Centró su pensamiento en los ojos y trató de determinar si lo que había ante ellos era luz u oscuridad. No podía adivinarlo, por lo que dejó vagar la mente por el rostro, donde el dolor permanecía latente, luego por la espalda, que le ardía y palpitaba, y por las manos. Una estaba fría y la otra caliente. Permaneció quieta durante lo que le parecieron horas pensando: ¿por qué una mano estaba fría y la otra caliente? Se mantuvo inmóvil una eternidad mientras su mente estudiaba el enigma.
Una mano caliente y una mano fría. Decidió moverlas, para ver si variaba la temperatura y, un siglo después, empezó el movimiento. Trató de apretar los puños y consiguió mover un poco los dedos. Pero fue suficiente: la mano caliente se sintió envuelta en más calor y una suave presión por encima y por debajo. Oyó una voz, una voz que sabía familiar pero no pudo reconocer. ¿Por qué aquella voz le hablaba en italiano? ¿O era chino? Entendía lo que le decía, pero no recordaba en qué lengua. Volvió a mover la mano. Qué agradable era aquel calor que había respondido a su primer movimiento. Probó otra vez y oyó la voz y sintió el calor. Oh, parecía mágico. Había palabras que podía comprender, y calor, y una parte de su cuerpo que estaba libre de dolor. Reconfortada por esta sensación, volvió a dormirse.
Finalmente, recobró el conocimiento y descubrió por qué una mano estaba caliente y la otra fría.
—Flavia —dijo con una voz casi inaudible.
La presión de la mano aumentó. Y el calor.
—Estoy aquí —dijo Flavia, y su voz sonó muy cerca.
Sin explicarse por qué, Brett sabía que no podía volver la cabeza para hablar con su amiga ni para mirarla. Trató de sonreír, de decir algo, pero una fuerza extraña le mantenía la boca cerrada, le impedía abrirla. Trató de gritar o de pedir socorro, pero la fuerza invisible no le dejaba abrir la boca.
—No trates de hablar, Brett —dijo Flavia, aumentando la presión de la mano—. No muevas la boca. Está atada con un alambre. Tienes una fisura en el maxilar. No hables. Todo va bien. Pronto te sentirás mejor.
Era muy difícil entender todas aquellas palabras. Pero el peso de la mano de Flavia era suficiente, el sonido de su voz bastaba para calmarla.
Cuando despertó estaba totalmente consciente. Aún le costaba bastante abrir el ojo, pero lo consiguió, aunque el otro permaneció cerrado. Suspiró de alivio al comprobar que ya no necesitaba recurrir a la astucia para burlar a su cuerpo. Paseó la mirada por la habitación y vio a Flavia dormida en la silla, con la boca abierta, la cabeza hacia atrás y los brazos colgando a cada lado del cuerpo, en actitud de abandono total.
Mientras observaba a Flavia, Brett volvió a pasar revista a su propio cuerpo. Quizá pudiera mover brazos y piernas, aunque sería doloroso, de un modo general, indeterminado. Al parecer, estaba de lado y sentía en la espalda un ardor difuso y doloroso. Finalmente, consciente de que esto sería lo peor, trató de abrir la boca y sintió la terrible presión que le comprimía los dientes. Estaban atados con un alambre, pero podía mover los labios. Lo peor era tener la lengua prisionera. Al pensarlo, sintió pánico. ¿Y si tenía que toser? ¿Se ahogaría? Ahuyentó el pensamiento con firmeza. Si podía discernir, señal de que estaba bien. No vio tubos que salieran de la cama y comprendió que no estaba sondada. Así que peor de lo que estaba ahora no iba a estar. Y esto era soportable. A duras penas, pero soportable.
De pronto, sintió sed. Tenía la boca seca y le ardía la garganta.
—Flavia —dijo con una voz que era menos que un suspiro, que casi ni ella podía oír. Flavia abrió los ojos y miró en derredor con expresión de pánico, como solía hacer cuando se despertaba bruscamente. Al momento, se inclinó hacia adelante, acercando la cara a la de Brett—. Flavia, tengo sed —susurró.
—Y buenos días a ti también —dijo Flavia con una carcajada de alivio, y entonces Brett comprendió que pronto estaría bien.
Flavia se volvió y tomó un vaso de encima de la mesa que tenía a su espalda. Dobló la caña de plástico e introdujo el extremo entre los labios de Brett, por el lado izquierdo, lejos del corte tumefacto que le torcía la boca hacia abajo.
—Hasta he mandado poner hielo como a ti te gusta —dijo fijando la caña en el vaso, mientras Brett trataba de sorber el líquido. Tenía los labios secos y pegados, pero por fin consiguió abrir una rendija y la bendita agua fría le bañó la boca y la garganta.
A los pocos tragos, Flavia retiró el vaso diciendo:
—Ya basta. Espera un poco y luego podrás tomar más.
—Me siento drogada —dijo Brett.
—Lo estás,
cara.
Entra una enfermera cada pocas horas y te pone una inyección.
—¿Qué hora es?
Flavia se miró el reloj.
—Las ocho menos cuarto.
El número no le decía nada.
—¿De la mañana o de la noche?
—De la mañana.
—¿De qué día?
—Martes —sonrió Flavia.
—¿Por la mañana?
—Sí.
—¿Y tú por qué estás aquí?
—¿Dónde quieres que esté?
—En Milán. Esta noche tienes función.
—Para eso están las suplentes, Brett —dijo Flavia con indiferencia—. Para cantar cuando la titular está enferma.
—Tú no estás enferma —dijo Brett, atontada por el dolor y los calmantes.
—Que no te oiga el director general de La Scala, o te haré pagar la multa por mí. —A Flavia le costaba trabajo mantener el tono jovial, pero lo intentaba.
—Tú nunca suspendes.
—Bien, esta vez he suspendido y no se hable más. Vosotros, los anglosajones, sois muy formales en las cosas del trabajo —dijo Flavia, ya con falsa ligereza—. ¿Más agua?
Brett asintió e inmediatamente se arrepintió del movimiento. Se quedó quieta un momento, con los ojos cerrados, esperando que se calmaran la náusea y el vértigo. Cuando los abrió, vio a Flavia inclinada sobre ella con el vaso. Nuevamente, saboreó la fresca delicia, cerró los ojos y se adormeció. De repente, preguntó:
—¿Qué sucedió?
—¿No lo recuerdas? —preguntó Flavia, alarmada.
Brett cerró los ojos un momento.
—Sí, recuerdo que tenía miedo de que te mataran. —El hablar con los dientes juntos hacía vibrar en su cabeza una resonancia sorda.
Flavia, manteniendo su tono de bravata, rió:
—No hay miedo. Debe de ser por todas las Toscas que he cantado en mi vida. Me lancé sobre ellos con el cuchillo y herí a uno en un brazo. —Repitió el ademán, sonriendo al recordar la escena. Brett no dudaba de que su amiga había clavado el cuchillo—. Me gustaría haberlo matado —prosiguió Flavia con naturalidad, y Brett le creyó.
—¿Qué pasó después?
—Que salieron corriendo. Entonces bajé a llamar a Luca, él fue a buscar al médico y te trajimos aquí. —Flavia vio cómo a Brett se le cerraban los ojos y se quedaba dormida unos minutos, con los labios abiertos, a la vista el detalle grotesco del alambre.
De pronto, abrió los ojos y miró la habitación como si no supiera dónde estaba. Al ver a Flavia se tranquilizó.
—¿Por qué lo hicieron? —Flavia dio voz a la pregunta que llevaba dentro desde hacía dos días.
Brett tardó en contestar.
—Semenzato.
—¿Del museo?
—Sí.
—¿Por qué? ¿Qué dijeron?
—No lo entiendo. —Si hubiera podido mover la cabeza sin dolor, Brett la hubiera movido ahora—. No sé por qué. —Tenía la voz ahogada por la dura trampa que le impedía abrir la boca. Volvió a pronunciar el nombre de Semenzato y cerró los ojos. Cuando volvió a abrirlos, preguntó—: ¿Qué tengo?
Flavia tenía la respuesta preparada y dijo escuetamente:
—Dos costillas rotas y una fisura en la mandíbula.
—¿Qué más?
—Eso es lo más grave. También tienes una desolladura en la espalda. —Al ver la extrañeza de Brett, explicó—: Diste de espaldas contra la pared y te arañaste con los ladrillos al caer. Y tienes varios cardenales en la cara —terminó Flavia, sin darle importancia—. El contraste realza el color de tus ojos, pero no estoy segura de que me guste el efecto.
—¿Es grave? —preguntó Brett, disgustada por el tono jocoso.
—No es nada —dijo Flavia con evidente falsedad. Brett la miró largamente obligándola a rectificar—. Tendrás que llevar un vendaje en las costillas y estarás tiesa durante una semana poco más o menos. Ha dicho el médico que no habrá secuelas. —Como era la única buena noticia que podía dar, completó el informe del médico—: Dentro de unos días te quitarán los alambres. Es sólo una fisura. Y los dientes están bien. —Al ver el escaso consuelo que la noticia procuraba a Brett, agregó—: La nariz, también. —Seguía sin aparecer la sonrisa—. No te quedarán cicatrices: cuando baje la hinchazón, estarás perfectamente. —Flavia no habló de las cicatrices que le quedarían en la espalda ni de lo que tardarían en borrarse las marcas de la cara.
De pronto, Brett se sintió exhausta por esta breve conversación y el sueño volvió a invadirla.
—Vete a casa un rato, Flavia. Yo dormiré un poco y… —Su voz se apagó antes de que pudiera terminar la frase. Ahora dormía. Flavia se recostó en la silla y se quedó contemplando la cara que descansaba de lado en la cama. Durante aquel día y medio, los hematomas de la frente y las mejillas se habían puesto casi negros, y un párpado seguía hinchado, lo mismo que el labio inferior, alrededor del corte vertical abierto.
Habían mantenido a Flavia fuera de la sala de urgencias a la viva fuerza, mientras los médicos curaban a Brett las heridas de la espalda y le vendaban el tórax. Tampoco estuvo presente mientras le inmovilizaban los maxilares con finos alambres. Ella se había paseado por los largos pasillos del hospital uniendo sus temores a los de los otros pacientes y familiares que deambulaban como ella, se agolpaban en el bar o contemplaban el patio desde las ventanas. Había estado paseando durante una hora y había pedido tres cigarrillos a otras tantas personas, los primeros que fumaba en diez años.
Desde última hora de la tarde del domingo, había estado junto a la cama de Brett, esperando que despertara, y una sola vez había ido al apartamento, el día anterior, únicamente para ducharse y llamar por teléfono dando el pretexto de una supuesta enfermedad que le impediría cantar en La Scala esta noche. Tenía los nervios en tensión por la falta de sueño, el exceso de café, el renovado deseo del cigarrillo y la viscosa envoltura de miedo que se pega a la piel del que está demasiado tiempo dentro de un hospital. Mientras miraba a su amante, volvió a desear haber matado al hombre que le había hecho esto. Flavia Petrelli no conocía el arrepentimiento, pero era muy poco lo que ella no supiera de la venganza.
A su espalda se abrió una puerta, pero Flavia no se volvió para ver quién entraba. Otra enfermera. No un médico, seguramente; éstos eran aquí muy escasos. Al cabo de un momento, oyó una voz de hombre:
—
¿Signora
Petrelli?
Ella volvió la cabeza, intrigada por quién podía ser y cómo la había encontrado aquí. En la puerta vio a un hombre más bien alto y corpulento, que le era vagamente familiar, pero no recordaba de qué. ¿Uno de los médicos de la planta o, mucho peor, un periodista? Se había quedado en la puerta, al parecer, esperando permiso para entrar y acercarse a Brett.
—Buenos días,
signora
—dijo el hombre, sin moverse—. Soy Guido Brunetti. Nos conocimos hace años.
Era el policía que había investigado el caso Wellauer de La Fenice. Ahora lo recordaba: no carecía de inteligencia, y Brett, por razones que Flavia no acababa de explicarse, lo encontraba simpático.
—Buenos días,
dottor
Brunetti —respondió Flavia ceremoniosamente, a media voz. Se levantó, miró a Brett para cerciorarse de que dormía y fue hacia él. Le tendió la mano que él estrechó brevemente.
—¿Lo han asignado a esto? —preguntó ella. En cuanto lo hubo dicho, reparó en la agresividad del tono y la lamentó.
Él pasó por alto el tono y respondió la pregunta.
—No,
signora,
pero he visto el nombre de la
dottoressa
Lynch en el parte y quería saber cómo está. —Antes de que Flavia pudiera referirse a su tardanza, él explicó—: El caso fue encomendado a otra persona y no he visto el informe hasta esta mañana. —Miró a la mujer dormida, dejando que su mirada hiciera la pregunta.
—Está mejor —dijo Flavia. Dio un paso atrás y con un ademán lo invitó a acercarse a la cama. Brunetti cruzó la habitación y se paró detrás de la silla de Flavia. Dejó la cartera de mano en el suelo, apoyó las manos en el respaldo de la silla y miró la cara de la agredida. Finalmente, preguntó:
—¿Qué ocurrió? —Había leído el informe y la declaración de Flavia, pero quería oír su versión directamente.
Flavia reprimió el impulso de decir que esto era precisamente lo que él debería estar averiguando, pero respondió, en voz baja:
—El domingo fueron a casa dos hombres, diciendo que eran del museo y que traían unos papeles para Brett. Ella les abrió la puerta. En vista de que pasaba el tiempo y ella no venía, salí al recibidor para ver qué la retenía y la vi en el suelo. —Mientras la mujer hablaba, él movía la cabeza afirmativamente; todo esto constaba en la declaración que ella había hecho a dos policías—. Yo tenía un cuchillo en la mano. Estaba picando verduras y se me olvidó que lo llevaba. Cuando vi lo que estaban haciendo, me lancé sobre ellos sin pensar y herí a uno. Creo que profundamente, en un brazo. Se fueron corriendo.
—¿Robo? —preguntó él.
—Es posible. —Flavia se encogió de hombros—. Pero, ¿por qué hacerle eso? —preguntó agitando la mano en dirección a Brett.
Él asintió nuevamente.
—Es verdad, sí —murmuró y retrocedió hasta donde ella se había quedado—. ¿Hay objetos de valor en el apartamento? —preguntó con su voz normal.
—Supongo que sí. Hay alfombras, cuadros, porcelanas.
—¿Entonces pudo tratarse de un intento de robo? —preguntó, y a Flavia le sonó como si tratara de convencerse a sí mismo.
—Dijeron que los enviaba el director del museo. ¿Cómo se habían enterado de la relación? —preguntó ella. Flavia nunca había creído que el robo fuera el motivo y cada vez que miraba la cara de Brett le parecía menos verosímil la explicación. Si este policía no lo entendía así, no entendería nada.