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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (86 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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—Eso es invertir el orden natural de las cosas —objeté—. ¿No se afirma que el conocimiento precede al amor y que nadie ama lo que no ha conocido previamente?

El narrador se llevó las manos a la cabeza:

—¡Dios nos libre! —exclamó—. ¡Un platónico! Y es verdad: el conocimiento precede al amor. Lo que falta decir es que, si el conocimiento antecede al amor para inspirarlo, no deja nunca de acompañar al amor para sostenerlo. El acto de amar se prolonga en el amante, si el acto de conocer le dice que lo que ama es todavía un objeto de amor; y concluye si el acto de conocer le anuncia que su objeto de amor ha dejado de serlo.

Aquí el astrólogo Schultze empezó a dar señales de fastidio:

—No me parece —rezongó— que un Infierno de la Ira sea el lugar más adecuado para sostener una discusión académica sobre el arte de amar.

—Tiene razón —le dijo el Hombre de los Ojos Intelectuales—. Pero me felicito de que la discusión se haya dado, porque gracias a ella les resultará más fácil entender la naturaleza del abismo que se interpuso entre Belona y yo, no bien el deslumbramiento inicial hubo pasado. Conocer lo que amaba, o mejor dicho, saber lo que poseía, he ahí el imposible contra el cual empezó a estrellarse mi entendimiento amoroso. Belona cambiaba de aspecto a cada hora, como la luna o como el semblante marítimo del agua cuyas mutaciones veía yo desde los ventanales de mi estudio. A veces, en un instante de súbita desnudez, ella se mostraba tan próxima, tan accesible, tan rica de puentes y fácil de caminos, que todo mi ser volaba presurosamente a ella; y cuando se veía ya cercano a su margen, hallaba los puentes rotos, los caminos borrados y frente a sí una extraña lejanía en figura de mujer. Otras veces, cuando mi ser se creía en los extremos de la desesperanza, Belona caía sobre mí como un viento sorpresivo, o bien como una lluvia que no se imploraba ya, pero que igualmente venía en razón de no sé aún qué leyes misericordiosas. Así, entre claridades y tinieblas, conocí primero la inquietud, el desvelo más tarde, y, por último, los rigores de una obsesión que me llevaron a entablar con Belona una querella absurda (¡sólo ahora lo comprendo!); porque reclamarle a ella la razón de sus mutaciones valía tanto como exigirle al mar la de su gesticulación cambiante, la de su ira y la de su benevolencia. Lo malo fue que aquellas discusiones, lejos de aproximarnos, hicieron más honda la sima que nos distanciaba; entonces recurrí a los vulgares lenitivos del alcohol y del juego, que, si me adormecían una hora, me abandonaban al fin en un despertar amargo de vergüenza. ¡Cuántas veces, en la profunda medianoche, queriendo hallar en el trabajo una evasión o un olvido, lloré sobre las impasibles marionetas que solía manejar yo en mi estudio, o les hice representar escenas abominables que no eran sino la traducción del monólogo íntimo por el cual mi alma se había! enajenado del sueño!

El Hombre de los Ojos Intelectuales hizo aquí un alto y nos estudió con la mirada.

—El señor —dijo en seguida, señalándome— aludió recién a los platónicos. Ellos afirman que, por amor, el amante se va convirtiendo en lo que ama: es un acto de transmutación amorosa que termina en la paz del amante convenido al amado. Por difícil que parezca, mi conflicto con Belona se originaba en la imposibilidad de aquella inefable asimilación; porque, no conociéndola, mal podía yo asimilarme a ella, y sin convertirme a lo que amaba, difícilmente podía lograr esa quietud en el amor que se da como fin y recompensa del movimiento amoroso. Por el contrario, lejos de traerme la paz, Belona ejercía el poder infalible de suscitar en mi alma una íntima guerra; y justo es decir que obraba ella sin deliberación alguna y sólo por acto de presencia, con el más nimio de sus gestos y la más inocente de sus palabras. ¡Era «Belona», en fin, y demasiado tarde alcancé la verdadera significación de su nombre! Lo que nunca supe fue si el artillero que se lo había dado lo hizo como filósofo conocedor de la esencia que nombraba, o como un genio perverso que, al signar a Belona con el poder mágico de un nombre, había comprometido su suerte y la mía, desde nuestra cuna.

El narrador hizo aquí otra pausa, y su arrugado entrecejo nos anunció que la historia entraría en un campo difícil.

—La muerte de Belona —prosiguió al fin— acabó súbitamente con aquel estado de locura. Todavía recuerdo el asombro y la consternación que se apoderaron de la ciudad en aquella inolvidable mañana de febrero, cuando los pescadores que volvían del mar hallaron el cuerpo de Belona flotando sobre las aguas. Yo había pasado en el Casino toda la noche anterior, hasta el amanecer; y no me había sorprendido a mi regreso la ausencia de Belona, pues bien conocía sus hábitos matinales y su costumbre de asistir a la salida del sol en el mar: para esto último le bastaba con descender la pendiente de la loma en cuyo vértice habían edificado nuestra casa, y salir a la punta rocosa que frente a la misma se adentraba en el océano como el espolón de una galera. Todos estos detalles iba dando yo a un oficial de policía en aquella mañana terrible, mientras me conducían a la Prefectura donde se hallaba el cuerpo de Belona que yo debía reconocer. Me resulta difícil expresar ahora la mezcla de anonadamiento y horror que dominaba mi ser, cuando la vi tendida en una mesa vulgar, con sus vestidos goteantes aún, olorosa de mar, ¡y bella como nunca! Porque, sobre la derrota de su cuerpo, más allá de su naufragio y pese a la devastación que amenazaba ya su pobre carne, todavía era Belona, con su pelo broncíneo en forma de casco y aquella expresión suya de beligerancia que ni el océano mismo había logrado borrar. ¡Sí, era Belona! Y los que me acompañaban lo supieron, cuando me acerqué a ella y besé sus tristes ojos amargos de sal. Descartada la hipótesis del suicidio (pues todos los que nos conocían no dudaban que, al segar a Belona, la muerte había truncado un idilio en flor), sólo quedaba la idea de un accidente como explicación de la tragedia: y a ese respecto no dejaron lugar a dudas las investigaciones que se hicieron en el espolón rocoso a que me referí anteriormente y que fue señalado como lugar indiscutible del drama.

»Aunque parezca monstruoso, los días que siguieron han dejado en mi memoria un recuerdo halagador. La muerte de Belona, poetizada en todos los comentarios, no tardó en arrojar sobre mí una luz prestigiosa: no sólo se había estrechado a mi alrededor el círculo ferviente de mis amistades, sino que rostros nuevos trataban de acercárseme y de ser admitidos en una participación de mi congoja. En los lugares públicos me sentía blanco de todas las dulces miradas compasivas; un silencio elogioso reinaba de súbito entre los hombres o las mujeres a quienes me dirigía y que, al contestarme luego, bajaban la voz, como temerosos de herirme con algún vocablo. Y yo, aún sin conciencia exacta de lo que ocurría, me dejaba ganar por el consuelo adormecedor de aquellas voces, miradas y cuidados reverenciales. En síntesis, la muerte de Belona me trajo lo que su vida me negara siempre: el amanecer de una quietud interior que otra vez me familiarizaba con el sueño y me devolvía gradualmente el perdido sabor de las cosas. Y en eso andaba yo, cuando se produjo ante mí «la primera manifestación de lo abominable».

»Me será necesario describir prolijamente los hechos de aquel mediodía (porque lo abominable ocurrió a plena luz, como si no quisiera favorecerme ni con el alivio de la duda en que suelen dejarnos los acontecimientos anormales, cuando se dan en circunstancias propicias a la alucinación). E insistiré, además, en los detalles vulgarísimos de aquel almuerzo, para que vislumbren ustedes algo del terror que se apoderaría de mí ante una irrupción tan violenta de lo sobrenatural en un medio corriente, ordinario y pacífico. Ese día mis amigos y yo almorzábamos, como de costumbre, en el salón-estudio. La mesa plegable había sido colocada junto al ventanal del océano; yo me había sentado a la cabecera, frente al mar cuyo azul voluntarioso parecía metérsenos en el salón a través de los cristales; tres de mis convidados estaban a mi derecha, y los tres restantes a mi izquierda. Quedaba, pues, en la mesa un costado vado: el que yo tenía enfrente. Debo añadir que durante aquella mañana yo había dado señales de una gran animación: por vez primera, desde la muerte de Belona, se me vio estudiar con interés las escenografías que llenaban el salón, aventurar algunos planes artísticos y hasta jugar con los fantoches de mi teatro en miniatura. Al asombro inicial de mis amigos sucedió su júbilo, cuando advirtieron en mí la reacción de una inteligencia que habían juzgado peligrosamente lastimada; y en ese clima fausto se inició el almuerzo, entre un choque de vasos tímidos y una excitación de voces que todavía se refrenaban. Tal era el ambiente del salón-estudio, cuando lo abominable se manifestó a mis ojos.

«Envuelto en una luz opulenta que hacía brillar la salsa de los platos y el vino de las copas; gratamente inclinado a tantas voces amigables y a la tentación de un mundo que otra vez me reclamaba, sentí de pronto que algo se movía delante de mis ojos, algo parecido a una mosca verde, a una mosca zumbante y de brillo metálico. La espanté con los dedos, huyó la mosca. Y entonces, frente a mí, sentadas en el costado vacío de la mesa, vi a tres mujeres de luto que me clavaban sus tres pares de ojos ardientes y reían como bacantes ebrias en una triple gárgara de risa oscura, monótona, sin eco. Aturdido por aquella visión, rechacé mi cubierto, me restregué los párpados y volví a mirar: las tres mujeres de luto, las tres comensales no invitadas permanecían allí, sentadas en el costado vacío de la mesa, clavándome sus ojos escrutadores y riendo siempre. Más tarde supe que mis amigos habían entrado en un silencio penoso al verme rechazar el plato con violencia y fijar una mirada estúpida en el sector de la mesa para ellos vacío; pero en aquel instante nada veía yo, como no fueran los rostros afilados y el espantable atuendo de las tres mujeres. Porque advertí muy luego que no estaban de luto en realidad, sino que vestían negras ropas de baile, sobrecargadas de cintajos y guarniciones, pero tan desgarradas y sucias, que parecían salir de una bacanal o de un crimen. El mismo desorden se mostraba en sus pelos alborotados, entre cuyos mechones lucían aún fragmentos de diademas, hojas de oro y escarabajos de plata; y la misma suciedad era visible en sus gargantas bullentes de risa y en sus dedos largos cuyas uñas de luto resaltaban en la blancura del mantel. Al evocar aquel instante recuerdo ahora que no se me ocurrió poner en duda la realidad de las mujeres; ¡era difícil con aquella luz brutal que parecía desnudarlas! Lo que yo intuía, en mi zozobra, era que las tres hembras estaban allí con algún propósito definido, y que yo debería enfrentarlas, dar oídos a la prodigiosa maldad que sin duda se traían y oponerles una resistencia invencible, una dura coraza de menosprecio. Afirmado en tal resolución, me atreví a clavarles una mirada en la que se traducía el desafío; y sólo entonces advertí que los ojos de aquellas mujeres no eran inquisidores, sino terriblemente sabios;
y
sólo entonces, ¡loco de mí!, supe que sus risas no expresaban malignidad alguna, sino un conocimiento tan aterrador, que al adivinarlo sentí correr gotas heladas por mi frente. «¡No, no!», grité de súbito. «¡Eso no!» Y tomando una copa la arrojé violentamente contra las hembras fatídicas. Al punto me sentí rodeado, asistido y consolado de voces amigables; pero mi atención estaba puesta en las tres mujeres que me contemplaban y reían, que cuchicheaban ahora entre sí, que volvían luego a clavarme sus ojos meditativos y a reír con la risa nocturna de los que saben. Entonces me puse de pie y huí del estudio: en el salón quedaban seis comensales atónitos que dirigían sus miradas a un sector vacío de la mesa.

«Toda la tarde aquella estuve empeñado en una difícil batalla con el terror. Abrirse paso entre los velos de locura que lo ceñían y apuraban ya, discernir lo que había en el fondo secreto de aquella visión al estudiarla sin interferencias de pánico: he ahí la labor que debía cumplir mi entendimiento en su nueva zozobra. Pero hacia el anochecer de aquel mismo día una luz deslumbrante se hizo en el caos: era indiscutible que la revelación de las tres mujeres fatales había coincidido exactamente con la hora en que mi ser iniciaba un movimiento de resurrección y otro de olvido; y no era de extrañar que los injuriados manes de Belona se hubieran hecho visibles en la mesa donde se festejaba ya mi traición a su recuerdo; las tres mujeres habían querido enseñarme, pues, que mi destino y el de Belona continuaban atados, y que Belona seguiría promoviendo en mí la extraña guerra de su nombre, a pesar de su muerte y mas allá de su muerte.

«Trabajar en el recuerdo de Belona, ésa fue la desvelada, la férrea, la penitencial agricultura que ocupó enteramente mis horas en los días que siguieron. Era necesario reconstruir su imagen línea por línea, volumen por volumen, gesto por gesto, y mantenerla después bajo la mirada del alma, noche y día, sin desmayos ni distracciones; era preciso evocar todos los instantes de su vida, uno a uno, con la tremenda precisión del cinematógrafo, y luego juntarlos en una simultaneidad viviente, para que así los contemplara mi corazón, aunque se rompiera de angustia. No imaginan ustedes hasta qué grado de minuciosidad llevé yo aquella imposible reconstrucción de Belona: en mi locura, llegué a perseguir los rastros de un color o de un aroma suyo, en sus cajones íntimos, entre sus frías ropas olvidadas, en los objetos familiares que había tocado ella tantas veces. Y más aún: aquellos objetos de su preferencia no tardaron en cobrar ante mí un prestigio mágico que durante algunos días me inclinó al más grosero de los fetichismos, el de adorar un peine, reverenciar una joya o besar una triste pantufla de raso. Transcurrió así una semana justa, desde aquel almuerzo inolvidable: tantas obras de contrición y de reparación habían agotado ya casi todos los recursos de mi ser, pero le habían traído, en cambio, esa dulzura lastimada o ese dolorido gozo en que suele fructificar la penitencia.

»Aquella tarde, rompiendo al fin mi voluntaria reclusión, había salido al paisaje y caminaba yo junto al mar, en esa playa desierta que se alonga más allá del Faro, entre los médanos calientes y la frescura de las olas. Duras aves marinas picoteaban aún la cresta del oleaje; un toro negro, hundido en el mar hasta las rodillas, olfateaba la espuma salada y mugía blandamente; algunos tiburones muertos yacían aquí y allá, semienterrados en la arena, y el olor de sus putrefacciones, unido al salitroso y áspero de la marisma, castigaba mis narices pero fortalecía mi ánimo con no sé qué rigor saludable. A la paz inmensa que bajaba de las alturas respondía ya la de la tierra que buscaba su sueño: y con una y otra paz quería fundirse ahora la quietud de mi alma triunfante que, redimida
y
consolada en la posesión de una Belona eterna, discurría sin miedo junto al mar, suspiraba de alivio y se atrevía nuevamente a posar una mirada tranquila sobre las cosas. Y cuando esas emociones tomaban ya en mi ser el agradecido vuelo de una oración, sentí de pronto que la mosca verde zumbaba otra vez delante de mis ojos; y al espantarla con la mano, vi a las tres mujeres fatales que me salían al encuentro, que se alineaban frente a mí, que volvían a clavarme la dura intelección de sus ojos y a reír, a reír, a reír sabiamente. Quedé un instante como petrificado: todas las construcciones que había erigido mi locura se abatieron en un pavoroso derrumbe interior; y otra vez me sentí desnudo ante las tres mujeres implacables que me observaban y reían de pie, dando al viento sus lujosos andrajos y los viboreantes mechones de sus cabelleras. Quise hacerles frente, aventuré hacia ellas algunos pasos, y no retrocedieron. Les arrojé a la cara puñados de arena que no consiguieron hacerles atragantar sus risas abominables. Entonces me di a la fuga, en pleno anochecer, corriendo sobre los pegajosos arenales que retenían mis talones y entre las algas traicioneras que se anudaban a mis tobillos. Pero esta vez las hembras me perseguían: volaban detrás de mí, lanzando en la excitación de su carrera gritos bestiales, carcajadas hirientes, resuellos inmundos. No sabré decir ahora cuánto duró aquella fuga entre los médanos anochecidos; al recordarla, empero, lo hago con la noción de una carrera infinita.

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