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Authors: Leopoldo Marechal

Tags: #Clásico, Relato

Adán Buenosayres (92 page)

BOOK: Adán Buenosayres
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Aquí don Ecuménico (bestia, hombre o lo que fuese) dejó de hablar un instante y pareció comulgar en silencio con su memoria. Algo de ironía, mucho de exaltación y bastante de resentimiento acababa yo de observar en la segunda parte de sus evocaciones, todo lo cual me hacía entender que se le estaba calentando la espirotrompa. Luego continuó su relato:

—Acabó mi adolescencia, y entré con bastante ímpetu en la edad viril. Circunstancias fortuitas me llevaron a ser un corredor de seguros, oficio azaroso en el que hice carrera, no sé si ayudado por una rica imaginación o por la facundia que había yo adquirido en mis diálogos epistolares con Dolores. Mis tendencias a la abstracción fueron debilitándose poco a poco; y, simultáneamente, raíces ávidas que parecían brotar del fondo de mi ser alargaron sus trompas absorbentes y se hundieron en el humus de la vida, en la gorda materia de los hombres, en el barro concreto del suceder. Entonces conocí a Raimunda y me enamoré cautelosamente de ella. Nuestro matrimonio fue un dechado de circunspección: si Dolores había sido para mí el ensueño con todos sus atributos, Raimunda se me presentaba como una imagen viva de la realidad, con sus leyes inflexibles pero tranquilizadoras, con su horizonte limitado pero seguro. Raimunda fue como un pedazo de buena tierra que uno ara y fertiliza, de la cual arranca uno flores y frutas, y sobre cuyo seno uno descansa largo a largo y profundamente, como los niños y los agricultores. Y yo me aferré a esa tierra y a su prolongación en los hijos: gradualmente fui renunciando a mi propio ser y a sus intransferibles anhelos, para vivir la existencia de los que me rodeaban, para cuidar el sueño de los otros, para sufrir sus dolores y asomarme a sus alegrías. Entonces hice una observación y descubrí una verdad: observé que, por amor, todos mis derechos se habían transformado en deberes; descubrí que, amando y prolongando aquella tierra, no había hecho yo sino extender mi territorio de dolor y mi área de vulnerabilidad.

»Con todo, un mundo firme se había organizado a mi alrededor: empezaba mi día con los ajetreos de Raimunda y el escándalo alegre de los chicos; mi día se cerraba con un vaivén de orinales infantiles y la lectura maquinal de una sexta edición; entre ambos paréntesis colocaba yo seguros, discutía contratos, galopaba calles, ascendía escaleras, frecuentaba rostros y voces iguales entre sí; de modo tal que, a fuerza de reiteraciones, adquirí una ciega confianza en la estabilidad de aquel pequeño universo. Y de pronto, cuando más firme lo creía, la muerte comenzó a trabajar en torno mío: empezó a trabajar sin anuncio, sin lógica, estúpidamente, como una guadañadora ciega que se hubiese metido en un trigal y cortara sin distinguir cuáles espigas estaban verdes y cuáles maduras. Pero cortó y cortó: la mujer y el niño cayeron por igual. Todavía me pregunto a qué leyes terribles o a que oscura necesidad pudo responder aquella destrucción maravillosa.

Un temblor de sollozo humano se hizo perceptible en la voz que narraba. Miré la cara del insecto y vi que cierta humedad se iba condensando en sus ojos poliédricos hasta redondearse y adquirir una forma de lágrima. Después, todo vestigio sentimental fue borrándose de aquel rostro, y entonces don Ecuménico adoptó un aire abstracto, como si a partir de aquel instante su narración debiera entrar en el árido terreno de la geometría:

—Al vertiginoso derrumbe de mi casa —dijo luego— sucedió en mí cierta edad de estupor que tuvo el carácter de una verdadera muerte. Dije ya que, renunciando a mi ser, había cobrado yo la forma de las criaturas que amaba. Y apenas quedé solo, me vi en una situación desconcertante: si, por un lado, no encontraba en mí aquel yo tan amorosamente convertido, por el otro, mal podía buscarlo, más allá de la muerte, en las criaturas que amé y que no eran ya sino fragmentos de carne mía en plena disolución. Aquel estado no duró mucho, naturalmente: al movimiento de dispersión o enajenación en que se había embarcado mi ser al constituir una familia, sucedió un movimiento de concentración gracias al cual, ¡y en mala hora!, fui recobrando solitariamente mis potencias. Me di a reflexionar entonces en la misteriosa causa, en el motor invisible que tan fácilmente construía y desbarataba las cosas de este mundo: en mi niñez, gracias al celo de mi madre, había yo adquirido la idea de un Dios que rige amorosamente a sus criaturas, y hasta recuerdo que hice una primera comunión bastante fervorosa; luego aquella noción había perdurado en mi alma, pero como la semilla que, no encontrando una tierra favorable, guarda latente su poder germinativo. Y ahora la semilla reventaba en mi ser, abría hojas y alargaba raíces; pero no ya con la soltura inocente de mi primera edad, sino como vigilada y discutida por un jardinero loco. Mi experiencia reciente, al conjugarse con los metafísicos recelos que habían torturado mi niñez y que retoñaban ahora, me hacía ver en la caducidad y mutación de las cosas un pecado oscuro que ya era urgente redimir. Al mismo tiempo, dejé de ver a Dios en la piadosa cara de su benevolencia, para mirarlo en el semblante de su rigor y temerlo como a una energía incógnita o como a un Demiurgo encolerizado a quien era preciso desagraviar y contener a fuerza de mortificaciones. Con tal objeto, inicié una vida penitencial tan minuciosa como absurda: para los otros, yo era siempre don Ecuménico, el corredor de seguros, el de las mismas argumentaciones, chistes e ingeniosidades que se habían hecho en mí una segunda naturaleza y se daban ahora mecánicamente, como un acto reflejo; para mí mismo era yo un alma escarmentada que ya no quería prestarse al ilusorio juego del mundo, que cerraba sus ojos a las imágenes engañadoras y sus oídos a los fantasmales reclamos, que reprimía sistemáticamente en su piel, en su olfato y en su gusto esa tendencia de los sentidos a dejarse llevar por el gran embuste de las cosas.

»De tal modo, y sin saberlo, imité yo a los ascetas antiguos, hasta culminar en un acto que otros hicieron sublime y que resultó en mí una tristísima comedia: la flagelación. Recuerdo, no sin vergüenza, la primera vez que, frente al espejo irónico de mi cuarto, me desnudé fríamente para darme, también en frío, quince o veinte azotes en las nalgas con un viejo cinturón que me había regalado Raimunda y que llevaba una hebilla de acero con mis iniciales: la quietud y el silencio de la medianoche, la frialdad ascética de mi habitación, el indignado asombro de mi cuerpo que gruñía bajo los azotes y la satisfacción de mi alma vencedora produjeron en mí cierta embriaguez que declinó en un sueño tranquilo. Aquella obra de flagelación fue continuada en sucesivas noches; pero no tardé yo en observar que, lejos de conducirme a las grandes revelaciones, aquellos cinturonazos degeneraban en un mecanismo glacial, y que mi embriaguez no trascendía los límites de cierta orgullosa complacencia. Luego, no sin temor, advertí que ya no estaba solo en el cuarto de mis flagelaciones, sino que ojos invisibles me seguían en cada uno de mis gestos, voces malévolas cuchicheaban por ahí, risas abominables estallaban y se reprimían en los rincones: supe al fin cuan temible y absurdo era ese juego que yo practicaba, cuando no se hacía bajo la mirada llorosa de los ángeles. Simultáneamente descubrí que algo de mis penitencias había trascendido a la casa de pensión donde yo vivía entonces y que regenteaba una triste arpía llamada irónicamente doña Consuelo: al parecer mis vecinos de habitación habían captado a través de los tabiques el chis-chas de mis nocturnas azotainas y parte de los monólogos con que yo las iba exaltando sin darme cuenta. Circularon rumores alarmistas, hubo cambios de miradas e inteligencia de ademanes, hasta que se llegó a la dolorosa verdad: «Don Ecuménico está chiflado.» Gracias a un resto de prudencia que todavía me quedaba, renuncié a los cinturonazos; y volví por mis fueros de hombre lúcido. No me costó gran cosa lograrlo: nuevamente me dejé llevar por el río monótono del acontecer. Pero mi lucha con la Divinidad no estaba concluida, sino postergada: la reanudé al entrar en la siniestra Casa de los Libros y conocer al Bibliotecario que Miraba desde Brumosas Lejanías.

Una pausa teatral fue la que abrió aquí ese bicho increíble de don Ecuménico. Había cacareado las últimas palabras en un tono que traducía cierta falsedad lamentable o no sé yo qué gusto de rancias literaturas, y en el cual, sin embargo, la cuerda poética y la humorística resonaban también. Luego prosiguió así:

—No dudo ya que algún demonio me llevó de la mano hasta la Casa de los Libros. Era una venerable mansión porteña, cuyo frente pintado al óleo y cuyas ventanas enrejadas tenían el aire más inocente del mundo. Según me contó después el Bibliotecario que Miraba desde Brumosas Lejanías, el fundador y donante de aquella especie de Instituto había reunido allí volumen tras volumen, llevado por una extraña pasión que tal vez fuese la del genio, o quizá la del avaro que amasa estúpidamente su tesoro, o acaso la del hombre vacío que llena sus horas con maquinales gestos de coleccionista. El busto del Fundador, por otra parte, decoraba el
hall de
la biblioteca; y puedo asegurar que ni en sus facciones marmóreas, ni en sus ojos huecos, ni en su vestidura que había respetado el escultor hasta el alfiler de corbata, pude yo descubrir si aquel hombre había sido un intelectual o un idiota.

»La primera sala de lectura se había destinado a los niños; y habitualmente acampaba en ella una legión de mocosos azogados que se debatían entre papeles infantiles, bajo la mirada bovina de una celadora cuya testa sin cuello parecía como atornillada en un torso exuberante de ancas y ubres. El segundo salón era un recinto amplio, con estanterías que llegaban al techo, acogedoras mesas de lectura y grabados antiguos en las paredes: allí conocí al Bibliotecario que Miraba desde Brumosas Lejanías; y allí, en un ambiente claro y neutral, hice mis primeras armas de lector, sin sospechar el desastre a que me llevaría en lo futuro aquel ejercicio inocente. Debo aclararles que la sala número dos había sido especializada en obras de literatura: la novela, el teatro, la poesía se alineaban en los estantes; y yo empecé a devorarlo todo, y me hundí en aquellos mundos ficticios hasta las rodillas del alma. Pero, señores, yo había renunciado anteriormente al engañoso desfile de imágenes, pasiones y sentimientos que constituyen una existencia humana, ¿y qué hada la literatura, sino multiplicar aquellas imágenes, estilizar aquellas pasiones, glorificar aquellos sentimientos y prolongar, en ficción, la coloreada mentira de las cosas? ¡Sí, sí! Lo que anhelaba mi ser era vivir en un cubo hermético, entre figuras y sólidos inventados por la geometría, ¡y entregarme a ideas abstractas, en las que no interviniese ni el fantasma de una rosa! Yo tenía una pelea que librar con el Eterno, y sólo podía librarla en el territorio enemigo, vale decir en las anchas, glaciales y silenciosas llanuras de lo Abstracto. Entonces fue cuando, sin quererlo, empecé a mirar la
puertecita acolchada.

»Era una puertecita esmeradamente acolchada, una insignificante puertecita que se disimulaba en un rincón del segundo recinto: era una puertecita invisible casi, tal como las que se disfrazaron en las catacumbas, en las pirámides y en las recatadas fortalezas alquímicas. No hubiera sido extraño que la puertecita de marras diese a un sucucho vulgar donde se guardasen escobas, plumeros y trastos de la misma índole. Pero, de ser así, ¿a qué venía el riguroso acolchonamiento de la puertecita? Durante una semana hice cálculos en torno de ese misterio que había concluido por obsesionarme; y finalmente resolví tantear al Bibliotecario que Miraba desde Brumosas Lejanías. Era un hombre sin edad calculable y sin filiación discernible, un hombre rigurosamente neutro del que nada se hubiera podido afirmar o negar: lo envolvía el hondo pero tranquilizador silencio de los vegetales; no exteriorizaba jamás emoción alguna; parecía que sus ojos húmedos y fríos rodasen blandamente sobre las cosas, ¡ay!, blandamente y sin penetrarlas, como se desliza un arroyo sobre guijarros. ¿Era la estolidez o el secreto lo que se recataba en aquel hombre oscuro? Recuerdo que, al oír mis insinuaciones acerca de la puertecita, el Bibliotecario se obstinó en su mutismo; pero, ¿no habían asomado a sus ojos dos chispas de luz inédita? Lo cierto es que no dijo una palabra, giró sobre sus talones y volvió a sus ficheros metálicos. Al siguiente día insistí en mi demanda: el hombre volvió a escucharme con su indiferencia vegetal; pero esta vez algo aflojaba en él, algo parecido al rigor de una consigna que no sabe aún si ceder o no. Al fin, lejano como siempre, me dirigió estas dos palabras: «¿Qué busca?»; y las dijo con cierta voz herrumbrosa y cansada, como si desde la misma eternidad no hubiera tenido él otra misión que la de preguntarles aquello a los hombres: «¿Qué busca?» Entonces, un rapto de confianza loca me llevó a decírselo todo; y el Bibliotecario que Miraba desde Brumosas Lejanías escuchó largamente, con la frialdad de una balanza que recibe pesos y los registra. No me alentó en el relato de la historia, no aprobó ni desaprobó sus términos; una vez concluida, no aventuró comentario alguno, me volvió las espaldas y regresó a sus ficheros de color verde aceituna. Pero al día siguiente aquel hombre fatal, aquel hombre ininteligible, aquel hombre absurdo me franqueaba la puertecita acolchada; y lo hacía con el gesto mecánico de un guardián, sin deponer su mutismo, sin que se le moviera una línea de la cara.

»Detrás de la puertecita se ahuecaba un recinto brumoso iluminado por cierta claraboya de vidrios cuya opacidad no sabía uno si atribuir a la incuria de los limpiadores o a esa roña ineluctable que va dejando el tiempo en las cosas destinadas a morir. Pero no bien se hacía uno a la luz fantasmal de la claraboya, observaba que no era el abandono sino un orden casi exagerado lo que se imponía en el recinto número tres: adosadas a los muros tres librerías repletas levantaban sus imponentes arquitecturas; frente a la claraboya se veía un escritorio de madera tallada, con su atril para la lectura, su antiguo sillón frailero y su lámpara verde; una gran alfombra extendida en el suelo devoraba el rumor de los pasos y sugería no sé yo qué amenazante invitación al sigilo. Ni estampas ni pinturas distraían allí el rumbo de los ojos: por el contrario, muebles, libros, alfombra y aun el damasco celeste que tapizaba los muros habían perdido su color original hasta identificarse allí en un tono único, sin definición, ajado, muerto. Tal era el recinto número tres, el que se ocultaba detrás de la puertecita, el que fue laboratorio de la transformación risible, de la maldad sin gloria, de la oscura metamorfosis que ven ustedes en mí. Pero, ¿qué abominación acechaba en aquel recinto?

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