Adiós Cataluña (25 page)

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Authors: Albert Boadella

Tags: #Ensayo

BOOK: Adiós Cataluña
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En el otro lado del teléfono noté una cierta consternación por la negativa de la
Creu
, y la
consellera
, no sabiendo qué decir exactamente, trató de encontrar, en última instancia, un argumento de peso:

—Te aseguro, Albert, que es el
President
directamente quien ha tenido todo el interés para que se te diera esta distinción. Se trata de restituir algo que debiera haberse hecho en el pasado.


Consellera
, lo agradezco más aún, pero no puedo aceptar; simplemente, porque en lo referente a su significado esta distinción, mucho antes que yo, la merecen la mayoría de los catalanes.

Lamentaba tener que ponerle un problema precisamente a la
consellera
Caterina Mieras. Me parecía una buena mujer que había accedido al cargo por cuestiones de cuota y que después, cuando su labor mostró cierta eficacia, fue atacada despiadadamente por el estatus cultural catalán, que son, sin lugar a dudas, los más retorcidos tragones de prebendas de todo el Estado.

—Bien... tú mismo; pero ahora... ¿cómo soluciono el asunto...?

—Este país se halla repleto de gente que sentirá una enorme alegría de tener esta
Creu
. Con toda franqueza, no creo ser digno de ella; más bien, todo lo contrario.

Aquí acabó la conversación.

La
Creu de Sant Jordi
es un galardón creado por Pujol para distinguir a aquellas personas que hubieran realizado una labor en pro de Catalunya. Naturalmente, «su» Catalunya; es decir, según el modelo político imperante. Todos los años se reparten cruces al por mayor, por lo que cada día es más difícil encontrar un ciudadano que no la tenga. Una de sus peculiaridades consiste en que, al fallecimiento del galardonado, le regalan al muerto una necrológica en los periódicos con escudo de la Generalitat incluido.

Precisamente en mi obra sobre Josep Pla había una escena en la que mientras el escritor paseaba por el monte con un acompañante, este encontraba tirada por los suelos una de esas míticas cruces. Completamente consternado le comunicaba a Pla el insólito hallazgo, con lo que el escritor comentaba escuetamente: «Desde la implantación generalizada del automóvil, en estos parajes se puede encontrar cualquier porquería».

¿Cómo iba yo a aceptar la distinción después de tal escarnio en público? Pero había otro motivo mucho más profundo: en el poco tiempo que llevaba Pascual Maragall como
President
, la deriva nacionalista seguía con tanta o más firmeza que en la época del pujolismo. La gente que esperaba un cambio de rumbo en este sentido, por ser el PSC la fuerza mayoritaria en el tripartito, se quedó pasmada ante lo que acontecía a diario y, pasado el pasmo, empezó a cundir una sensación de traición.

Las actuaciones políticas de Maragall parecían solo encaminadas a convertirse en el conductor de masas destinado a llevar a su pueblo hasta la soñada liberación del opresor español. Yo lo había votado con la ingenua esperanza de que optaría, tras veintitrés años de dale que dale pujolista, por un cambio de rumbo sobre todo en las cuestiones identitarias. Confieso que, debido a mi conocimiento del personaje, las esperanzas tampoco eran ilimitadas. Lo había tratado con cierta asiduidad, y admito que en la distancia corta resultaba un hombre de cierta llaneza; pero también mostraba demasiada facilidad para permitirse accesos de niño consentido, con lo cual los niveles de frivolidad intelectual alcanzaban a menudo cotas elevadas. En su presencia siempre me asaltaba la misma duda: cómo un economista de considerable maremágnum mental, que parecía incapaz de organizar sus propias compras domésticas, había conseguido que Barcelona llevara a buen término y con indudable eficacia unos Juegos Olímpicos. Su actuación como
President
me sacaría de dudas en pocos días.

El estilo y la naturaleza del nuevo Gobierno tripartito quedó instantáneamente verificado con el viaje a Perpinyá de su
Conseller en Cap
, Carod-Rovira, a departir campechanamente con los pistoleros de las Vascongadas y Navarra. Además de todo lo que vino a significar esta primera hazaña, era la constatación más patente de que en Catalunya cualquier opción armada había fracasado, no por sensatez o pactismo como se hacía creer, sino por la comodidad que suponía vivir en la retaguardia con el frente militar a 600 kilómetros. En el fondo, a pesar de la distancia, estos chicarrones revoltosos del norte trabajaban también para nuestros intereses. Por lo menos, este era el criterio falaz, subyacente en la totalidad del nacionalismo catalán, y de aquí sus gestos de connivencia, como pedir diálogo con los asesinos de Ernest Lluch estando aún la víctima de cuerpo presente.

En resumen, a pesar de lo que venía aconteciendo con el nuevo Gobierno, la distancia con la tierra que me vio nacer era ya un abismo, mis ambiciones militares en este lugar se habían desvanecido en su totalidad. Lamentablemente, y con toda objetividad, una vez clarificado el panorama, me tocaba admitir que la guerra estaba perdida, y que si de alguna cosa había podido servir era, ¡oh gran paradoja!, para colaborar en el ascenso de los que ahora ostentaban el poder. En conclusión, había malgastado veinticinco años de mi vida en una estrategia de combate desacertada. Mi maestro J. M. Arrizabalaga, del que sigo alumno desde hace más de cincuenta años, me dijo una vez que una de las cosas más difíciles de la vida es saber escoger con precisión a los enemigos.

—¡Esto no se puede soportar! ¡Hay que hacer algo!

Arcadi Espada tenía que estar realmente muy alarmado por la deriva política, porque este hombre mientras se zampa una suculenta comida no plantea jamás temas trascendentes. Dolors había preparado un exquisito pollo criado en casa, rubricado con setas de Pruit, y el caldo acompañante era un
Bourgogne Chassagne Montrachet
con el que solo se pueden experimentar buenos sentimientos. Quizá por ello, Arcadi consiguió superar su natural impulso de voracidad gastronómica y nos sorprendió con un brote de filantropía realmente insólito en aquella circunstancia bucólica.

—No lo veo demasiado claro; dudo de que tenga solución; la epidemia está ya muy introducida y fuera de control. No albergo ninguna esperanza en este país.

Yo trataba de no contrariarlo del todo; pero, francamente, me sentía muy cómodo en la nueva condición de reservista y mis preocupaciones hacía tiempo que se iban desentendiendo de aquel parque temático del que se evaporaba día a día la vida inteligente.

Arcadi no cejaba en su empeño.

—Tendríamos que reunir un grupo de gente escogida para hacer frente al deterioro y al disparate en el que ha entrado la izquierda en Catalunya.

—¿Más manifiestos?

—Nada de eso. Hay que promover un nuevo partido político.

¡Maldita sea! Ya estábamos otra vez. Era como en aquellas películas antiguas en que se reclama la ayuda del viejo D'Artagnan que ya vive tranquilo en Gascuña cuidando pollos y cerdos. No obstante, estaba claro que si Arcadi había sido capaz de doblegar su naturaleza profunda, planteando el tema en pleno ágape, el asunto iba muy en serio. Con cierta pereza, y a pesar de mi escepticismo, no me tocaba más remedio que secundar los planes del amigo. Confieso que tampoco me desagradaba del todo la perspectiva de proscribirme yo mismo de mis conciudadanos con un torpedo en su línea de flotación, aunque intuía que abrir un boquete en el buque insignia parlamentario significaba para mí el destierro definitivo.

Al igual que Don Alonso Quijano antes de emprender la aventura, limpié las armas de orín y moho y me puse en camino del Restaurante-Hotel Barceló-Sants, que era el lugar secreto donde debíamos reunimos los conjurados. Sentados alrededor de la mesa, diez lumbreras nos disponíamos a provocarle acidez gástrica al Gobierno regional de izquierdas. Aunque, de momento, la acidez la encajamos nosotros en aquel
selfservice
de gustos, como mínimo, indescifrables. Es posible que Arcadi lo hubiera escogido para así evitarse dualidades entre el disfrute gastronómico y las especulaciones ideológicas que requería la cena. De los presentes en aquella primera reunión solo conocía a Félix de Azúa, Xavier Pericay, Iván Tubau y Francesc de Carreras. Los otros eran Teresa Giménez Barbat, Basilio Baltasar, Félix Ovejero y Ferran Toutain. Nada sacamos en claro en este primer encuentro, porque únicamente Teresa, Xavier y un servidor apoyábamos la tesis de Arcadi concerniente al partido; los demás estaban por los manifiestos. Una vez realizados los tanteos iniciales solo conseguimos, pues, decidir que seguiríamos reuniéndonos. Mi primera impresión fue más bien pesimista, porque allí había una mayoría de brillante personal de retaguardia, pero muy poco guerrero de primera línea. No obstante, el don de la oportunidad es uno de los signos más preclaros de la inteligencia, y el pronunciamiento de Arcadi debió de coincidir con el momento idóneo, pues, contra todo pronóstico, las reuniones no cesaron.

En aquellas juntas de estado mayor, cada uno hacía exhibición de sus depurados análisis sobre la situación política, con la particularidad de que, a pesar de coincidir con el antecesor, tenías que desarrollar otra versión más rebuscada si no querías pasar por un zoquete. Había un tono exhibicionista, casi infantil, en las demostraciones de materia gris, y a primera vista me pareció harto complicado que entre aquellos adalides de la teoría ensortijada surgiera algo concreto. También las procedencias eran muy diversas; el grupo podía aparentar a primera vista una cierta inclinación hacia la izquierda, pero siempre desde posiciones muy críticas con este sector. Algunos venían de antiguas escaramuzas en el terreno de la lengua; otros, del apostolado laico del camarada Lenin, y algún despistado, de las insignes familias pertenecientes al catalanismo moderado que ponen huevos en todos los nidos. Era un popurrí en el que decidir la fecha de la próxima junta ocupaba la mayor parte del debate; pero, a pesar de todo, a trancas y barrancas, la idea de partido político fue ganando terreno, aunque solo como inducción a la ciudadanía, pues la mayoría de aquel estado mayor querían permanecer impolutos ante un embrión de crecimiento todavía incierto. Confabulados durante casi un año para preparar el gran combate, se consiguió finalmente sacar a la luz un par de folios que llevaban por título
Manifiesto por un nuevo partido político en Catalunya
. Lo firmábamos quince conspiradores. Yo calculaba que, a ese ritmo de folios, la guerra empezaría cuando Catalunya fuera ya una diminuta provincia del imperio planetario chino.

Sin embargo, la presentación pública del manifiesto en rueda de prensa causó conmoción. El sistema no tenía previsto un ataque por este flanco. Más que un ataque, era un aviso de ataque; pero, aun así, suficiente para que el bando nacionalista tocara a rebato y empezara una contraofensiva con la finalidad de poner fuera de combate a unos mercenarios vendidos a la siniestra España y que encima osaban amenazar con un nuevo partido. En la forma como actuaron las fuerzas regionales a partir de aquel manifiesto, la libertad quedó maltrecha, la verdad escarnecida y nuestra integridad física insegura. En todo momento quedó demostrada mi creencia de que en Catalunya, más que una democracia, se había instaurado un régimen.

Con escasas excepciones, la totalidad de los medios de comunicación catalanes no solo fustigaron el proyecto, sino que la mayoría nos insultó descaradamente. Como acostumbra a ocurrir, y no al revés, los medios anticiparon la ofensiva, calentando el ambiente. Después, el propio Gobierno lo hizo por boca de su primer
conseller
, señor Bargalló, que además se permitió elaborar un sutil pronóstico de lo que podía sucedemos, estableciendo paralelismos con Jiménez Losantos; solo le faltó citar explícitamente el tiro en la rodilla, aunque por otros canales las amenazas de muerte fueron menos taimadas. El resto de partidos de todo signo expuso sus reprobaciones, que iban desde el desprecio más burdo hasta la mofa en la forma de vaticinar nuestro estrepitoso fracaso. El gremio más corrupto de la sociedad catalana reaccionaba cerrando filas para que nadie accediera al botín sin su beneplácito. Lo más suave fue llamarnos intelectuales
pijos
, mientras la izquierda se dedicaba afanosamente a colgarnos su machacona catalogación de fachas.

A partir de aquí, para calificar a los conjurados, y obviando que aún no se había constituido ningún partido, se utilizarían dos titulares: «el partido de los intelectuales» o «el partido de Boadella». No sé cuál de los dos me parecía peor. Era previsible que al ser precisamente yo el guerrero más conocido del nuevo ejército me llevara la mayor parte de los palos; una leña que acostumbraba a ser diaria y reiterativa. Solo tenían que añadir a mi pérfido currículo esta nueva gesta para convertirme ante la tribu en su enemigo público número uno.

Paradójicamente, la impúdica exhibición de obscenidad y degradación de los medios tuvo un efecto contrario. Aquella saña exacerbada contra un puñado de guerreros desarmados incitó la curiosidad de muchos ciudadanos que intuyeron viles intereses en el ataque despiadado. El eslogan daliniano
que se hable de mí aunque sea bien
empezó a funcionar.

Mis razones para sumarme a esta guerra fueron expresadas en la rueda de prensa con estas palabras:

Después de tantos años dedicados a un arte cuyo fundamento es tratar de captar lo que puede interesar o necesitar el público, me atrevo a plantear la hipótesis de que hay mucha gente en este territorio que se encuentra en una situación similar a la nuestra.

Esta dilatada práctica de mi oficio me ha llevado a constatar que detrás de las palabras, las frases o las inclinaciones intelectuales se esconden impulsos fisiológicos muy precisos; sin ellos, nada profundo es posible. Por ejemplo: resulta evidente que un súbito deseo sexual ha creado grandes páginas de la poesía amorosa.

En este sentido, durante las últimas semanas, vengo preguntándome cuáles son las necesidades físicas que me llevan a coincidir con las ideas de estos compañeros de viaje, y he llegado a la conclusión de que mi reacción ideológica proviene directamente del hígado y del sistema digestivo.

Les explico: ustedes comprenderán que por pura deformación profesional puedo sentir una enorme atracción ante el espectáculo público de la perversidad, el despotismo, o incluso ante los canallas y los monstruos químicamente puros. De la misma forma que me seducen profesionalmente tales expresiones de la ferocidad humana, la tontería y la gansada provinciana me sumergen en la más profunda depresión. Hoy, la política catalana es solo esto: un conglomerado de cursis y capullos con la justa proporción de mangantes en nombre de la patria. En este desierto cerebral, por no haber, no hay ni políticos diabólicos.

Obviamente, puedo seguir compensando estas frustraciones cívicas con buena gastronomía y mejores vinos, que hoy no faltan, pero también me parece injusto que por el empeño de unos estafadores especializados en falsificaciones sentimentales tengamos que acabar en la intoxicación compulsiva o con el sistema digestivo y el hígado destrozados. Por lo tanto, se trata de incitar a todos los ciudadanos de este rincón del Mediterráneo que les sucede algo parecido a sumarse al manifiesto como reacción no tan solo cívica, sino de estricta conservación de la salud. Creo que esta es una razón muy sólida, porque no es de carácter místico. Es solo una motivación de pura supervivencia física, y ante ello estoy convencido de que somos muchos los que en este país no deseamos perder la salud por culpa de unos desatinados delirios provincianos.

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