Después del éxito de la primera ofensiva, la euforia invadió el estado mayor, pero al mismo tiempo ocurrió algo muy curioso: los conjurados, que habían previsto una respuesta convencional del enemigo, quedaron completamente amilanados ante la sorprendente ferocidad del contraataque. Para colmo, se topaban en sus actividades sociales, culturales o docentes con colegas que les increpaban por su traición a las esencias. Completamente deprimidos y también temerosos de las represalias profesionales, de la noche a la mañana, se convertían en prófugos. Empezaron así las primeras deserciones del grupo promotor. Una cosa era firmar alguna de aquellas anteriores proclamas donde se instigaba al prójimo para que se lanzara al campo de batalla, y otra muy distinta combatir directamente. Ahora se trataba de bajar a la arena y medirse con los políticos convencionales en la operación de arengar a las masas del cinturón de Barcelona y demás localidades catalanas. En este período de la campaña bélica, las molleras demasiado refinadas no resistían la rudeza del cuerpo a cuerpo y se iban esfumando discretamente para refugiarse en sus selectas atalayas de análisis. Con cierta guasa y una pizca de machismo, yo les llamaba
las nenas
.
Las primeras bajas fueron sustituidas por nuevas incorporaciones a filas y cada vez las reuniones eran más multitudinarias. Para poder tomar decisiones rápidas se utilizó una estrategia de comunicación inmediata por medio del correo electrónico. En ese aspecto concreto, la iniciativa tendría la originalidad de ser el primer partido que se formaría a través de Internet.
En los primeros tiempos los correos eran puramente funcionales con el fin de resolver cuestiones prácticas, pero poco a poco las rivalidades y los recelos intelectuales o literarios empezaron a tomar protagonismo entre un puñado de conjurados. Uno abría el correo por la mañana y se encontraba con retorcidos culebrones repletos de intempestivas acusaciones, cuando no de insultos y denuncias sobre la falta de ética de alguno de los contendientes. Era evidente que las eternas envidias literarias afloraban con toda acritud, aunque se intentaba camuflarlas bajo la excusa de disidencias dogmáticas. Como no había leído un solo libro de aquellas insignes mentes, la mayoría de las veces me sentía un marciano en medio de un rifirrafe del cual no conseguía discernir unas mínimas razones que fundamentaran el estrepitoso gatuperio, y mucho menos que justificaran las iracundas dimisiones posteriores. Había gente que cada semana presentaba la dimisión, o amenazaba con ello, como si el invento se fuera al traste sin su erudita presencia. El circo dialéctico era diario. Algunos miembros del estado mayor se revelaban incapaces de controlar viejos automatismos de su militancia marxista y se pasaban el día organizando complejas tramas para ir tomando posiciones de poder en el interior de un ejército que aún combatía con mando colegiado. Lo curioso de su conducta es que tampoco pretendían liderar directamente el batallón, porque ello podía significar un riesgo; su afición irreprimible era esencialmente conspirar desde la sombra. Entre los unos y los otros, el recuerdo de las bregas escolares de la adolescencia se me hacía presente en cada conflicto.
En el fondo, aquel panorama interno explicaba precisamente la larga permanencia en el poder de nuestros adversarios. Si durante veinticinco años un régimen de majadería política seguía resistiendo con tanta firmeza era porque aquellos conjurados encarnaban la auténtica sustancia de la oposición. Pero incluso, a pesar de las miserias y las carencias, hay que admitir que venían a personificar lo mejor que corría por el país. Clara demostración de ello es que durante esta etapa inicial ninguno de los que se autoexcluyó por un pueril berrinche jamás hizo pública la más mínima disidencia.
El campo de operaciones de nuestra guerra lo habíamos previsto exclusivamente en los límites del territorio regional, pero al poco tiempo de empezar las hostilidades el ejército étnico-vernáculo recibió refuerzos y apoyo logístico en cuestiones territoriales por parte de las huestes del caudillo Zapatero que acababa de conquistar España. Este refuerzo inesperado y traicionero de los socialistas españoles fue definitivo para infundir una moral granítica al enemigo nacionalista, el cual, con el respaldo del nuevo caudillo, creyó llegada, después de la derrota frente a Felipe V, la gran oportunidad histórica de Catalunya para urdir la represalia secesionista. El resto es de sobra conocido: una bazofia intervencionista redactada como Estatuto, la desvergüenza del 3 por 100 en el Parlamento, las majaderías de Esquerra Republicana, una colección de incontinencias verbales del
President
Maragall y un interminable rosario de despropósitos en el funcionamiento general del país. En definitiva, una demostración más de que lo esencial para ellos no era los problemas de la Catalunya real, sino seguir medrando a base de alimentar la ficción general con cargo al contribuyente.
El hecho más relevante durante nuestra preparación de efectivos para el combate definitivo fue encontrar el nombre:
Ciutadans de Catalunya
. Teresa Giménez nos proporcionó esta definición tan perfecta, a la que debemos gran parte del éxito inicial. En nuestro país existe verdadera escasez de ciudadanos en el sentido que atribuye a este término la Ilustración. El nombre de la plataforma fue una definición estratégica porque sitúa el problema esencial de nuestra nación en la contemporaneidad. España continúa padeciendo una mayoría de «pueblo» de «súbditos», e incluso de «vasallos vocacionales», y ello constituye uno de los mayores fracasos de nuestra democracia. Es evidente que desde la transición se percibe un mejor conocimiento de los derechos, pero sigue faltando una conciencia de los deberes, especialmente los referentes al compromiso personal en el funcionamiento de la colectividad. Pervive la ancestral dejación de las responsabilidades sobre quien ostenta un cargo superior. Eso comporta una resignación, a veces indigna, que se manifiesta en unas tragaderas disfrazadas de juicioso conformismo. En nuestro país la cobardía personal de la gente adquiere popularmente reputación de sensatez. La aquiescencia mayoritaria con el franquismo a partir de los años sesenta no se entendería si no fuera bajo esta lacra.
Para comprobar prácticamente la atávica aprensión de los españoles a reflexionar como ciudadanos libres, solo hay que escuchar hoy al «pueblo» cuando los micrófonos de los medios salen a la calle; entonces la opinión «popular» se convierte en uno de los espectáculos más deprimentes de nuestro país. El problema esencial que plantea semejante panorama es que no existen matices; solo hay dos reacciones extremas que se han alternado cíclicamente: la vil pasividad o el exterminio del adversario.
La denominación
Ciutadans de Catalunya
evoca también la primera frase que pronunció el
President
Tarradellas desde el balcón de la Generalitat en su regreso del exilio. No era casual; tuvo treinta y ocho años para pensársela. Dirigirse a los congregados en la plaza de Sant Jaume como ciudadanos y no como catalanes significaba poner por delante los derechos individuales sobre los derechos de los territorios. Este era precisamente el principio fundamental del ideario que
Ciutadans de Catalunya
iba elaborando.
Un año después de iniciar las hostilidades con la aparición del manifiesto se empezó a preparar el congreso constituyente que debía dar paso al partido, cuya finalidad primera era colocar una cabeza de puente en la fortaleza parlamentaria. De los quince oficiales que formaron el estado mayor inicial, ya solo quedábamos en activo cinco: Teresa Giménez, Arcadi Espada, Francesc de Carreras, Xavier Pericay y un servidor. En cambio, un abanico muy numeroso de gente diversa, repartida en gran cantidad de localidades, trabajaba incansablemente en primera línea. Formaban parte de un segmento de la ciudadanía que se había sentido siempre marginada del modelo impuesto por quienes ostentaban la casta de los genuinos aborígenes.
Con bastante antelación, los supervivientes del estado mayor habíamos dejado muy claro que no deseábamos dedicarnos a la política activa, y que, por lo tanto, entre los nuevos seguidores debían surgir los futuros líderes. Como era de prever, en estas condiciones, sin una figura carismática, el congreso arrancó con un desbarajuste monumental. Reinaba un caos absoluto y a medida que pasaba el tiempo podía ocurrir cualquier cosa. Traiciones, deslealtades, intrigas y toda clase de maniobras propias de los congresos se sucedían allí a ritmo vertiginoso, de tal manera, que no conseguías estar nunca al corriente del último contubernio. Cualquiera podía ser líder, y esta posibilidad instigaba las soterradas ambiciones de los arribistas, los cuales no daban abasto para situarse en todos los corros. No había ni la más ligera sombra de autoridad, y sacar el careto por aquellos locales era una peligrosa insensatez, ya que podías encontrarte liderando una facción que ni conocías. A medida que la hora final se acercaba, una manada de cuervos de los medios informativos esperaba en el café frotándose las manos ante la hecatombe que se avecinaba. En el centro neurálgico de la contienda, los militantes codiciosos de poder tenían la vejiga a punto de reventar, porque no osaban perder un segundo en el baño. Dominados por la desesperación, con los minutos contados para la clausura y sin ningún acuerdo, se decidió votar una sola lista con el fin de que, por lo menos, pudiera surgir una ejecutiva. La singularidad del asunto estaba en un estrambótico procedimiento bajo el cual el primero por orden alfabético sería el presidente. Es de suponer que quienes instigaron esta fórmula demencial debían de tener alguna esperanza de salir elegidos. No obstante, un extraño giro del destino hizo que fuera el nombre, en vez del apellido, lo que decidiera el orden, con lo cual el primero se llamaba Albert, de apellido Rivera; o sea, que por lista de apellidos no habría salido elegido. En resumen, el congreso se decidió como quien juega al tute; pero, como ocurre con los juegos de azar, la convicción no está de más para el triunfo. En aquel panorama caótico fue lo mejor que podía haber sucedido.
Un abogado muy joven, de cara risueña, hacía su primer y brillante discurso de presidente; en el futuro solo quedaría la imagen y poca cosa más, porque lo más rutinario caería como una losa sobre los utópicos afanes; pero en aquel momento, de forma tan azarosa como inusual, quedó demostrado que, al margen de las bajezas humanas, cuando algo encarna el empeño auténtico de un colectivo, los acontecimientos acaban por amoldarse a su necesidad. Estaba claro que
Ciutadans
representaba las aspiraciones de un sector de catalanes y, como siempre ha sucedido, el futuro dependería de lo que este segmento de la ciudadanía estuviera dispuesto a guerrear por sus deseos. Las expectativas tampoco eran infinitas, pues hasta entonces habían permanecido fuera de combate. Este era el objetivo fundamental: convertir un rebaño de sumisos contribuyentes en ciudadanos. Un ideal que sin duda era de naturaleza quimérica pues se trataba de una lucha desigual contra el ADN de una colectividad con síntomas ostensibles de narcisismo autocomplaciente.
Dolors ha empezado a pintar de nuevo. Las esperanzas de un futuro tramo placentero en nuestras vidas son plausibles.
INVENTARIO DE LOS COMBATES Y CONSECUENTES ESTRAGOS CAUSADOS EN MIS EFECTIVOS PERSONALES EN LA «GUERRA DE CIUTADANS»
Acometida de las vanguardias plásticas.
El enemigo en sus contraataques utilizaba reiteradamente mi nombre, y ello por dos razones estratégicas: la primera, porque era la figura más conocida de
Ciutadans
, y la segunda, para demostrar que la embestida traicionera contra el nacionalismo estaba liderada por un simple payaso que no se había distinguido precisamente por su fidelidad a la suprema causa. Las consecuencias no se hicieron esperar. Los artistas de vanguardia especializados en el
graffiti
infamante tomaron cartas en el asunto y plasmaron sus obras en numerosas paredes del territorio. Las pintadas de «
Boadella feixista
» iban apareciendo en diversas localidades. Una de las más espectaculares llenó un amplio espacio de la pared lateral del teatro de Figueres. El tiempo en que permaneció intacta esta pintada resultó ser un claro indicio de las corrientes soterradas que arruinan actualmente los cimientos de la sociedad catalana.
Para esbozar una perspectiva objetiva del asunto, debo precisar que mi compañía mantiene una buena relación con el personal del teatro de Figueres, pues se trata del espacio que utilizamos habitualmente para dar los últimos retoques a nuestros montajes. Hemos actuado allí numerosas veces y el trato con los trabajadores del local ha sido en todo momento de gran cordialidad. Paradójicamente, la pintada permaneció más de un año en la pared sin que a ninguno de estos técnicos y administrativos, que diariamente pasaban por delante, se les ocurriese limpiarla. Con el propio alcalde de Figueres nuestras relaciones siempre fueron afables; incluso en alguna ocasión me había pedido colaboración para que actores de la compañía hicieran el pregón de fiestas de la ciudad. Cosa que se hizo de forma brillante. Pues bien, ni el a la sazón alcalde socialista, Joan Armangué, fue capaz de enviar la brigada de limpieza para que borrara una infamia en la pared de su propio teatro municipal. Tuvo que ser mi hijo Bernat quien, un año después, indignado por tan cobardes recelos, cogió los bártulos y acabó con aquella lamentable muestra de vileza de mis conciudadanos.
Esta es la Cataluña actual. El resultado de tantos años de silencio es la complicidad pasiva de los ciudadanos encubierta bajo una apariencia de sereno oasis frente a la imagen de una crispada y turbulenta España. Lo peor de todo es que estos incidentes de apariencia anecdótica reflejan el miedo, y cuando este se instala en una sociedad, por la razón que sea y en la dimensión que sea, ya no es posible el desarrollo natural de la libertad. A pesar de todo, en Cataluña se puede vivir hoy muy bien, del mismo modo que se podía en la época de Franco, hasta plácidamente, a condición de que no te interpongas en el sistema; más concretamente, en las martingalas identitarias.
Asalto a nuestras posiciones
El sistema consideró mi apoyo militar a Ciutadans la gota que desbordaba el vaso. Era un ultraje a los sagrados protocolos de la tribu. De todos los guerreros participantes, yo era señalado como el máximo traidor, y tenía que pagar por ello. Bajo este supuesto, no fue nada extraño que en mi primer acto público con ocasión de presentar la plataforma en Girona, una veintena de reclutas niñatos, no destetados aún del pecho patriotero, junto a un puñado de chusqueros veteranos, asaltara el salón del hotel con el propósito de impedir la presentación. Los miembros de la carnada, algunos con la cara cubierta, irrumpieron en el interior de la sala armados con pitos y banderas independentistas. Sus otras armas eran insultos y amenazas que me dedicaban y que también extendían al público asistente. Se trataba de munición convencional: cantos patrióticos y gritos de
hijos de puta, fascistas, franquistas, traidores, Boadella burgués, trabaja de payés
y otras ramplonerías por el estilo. Prevenida con antelación, la policía autonómica no hizo nada ante tan flagrante agresión a la libertad. No lo hizo, ni a instancias del director del hotel, que les exigía desalojar de un local privado aquel tropel vociferante.