Se llevaron todo lo que pudieron. Joey dijo a Myra que se quedara allí, que no fuera a ninguna parte, que su marido estaba muerto. Se marcharon. Myra se quedó tumbada en el suelo y forcejeó hasta que se liberó de la cuerda. No pudo bajar la escalera para comprobar cómo estaba Ed porque le pareció que se había roto el pie. También le habían roto varias costillas, aunque entonces no lo sabía.
Desafiando las órdenes de Joey, Myra salió de la casa. Estaba demasiado asustada para ir a la carretera principal, de modo que se arrastró a través de la maleza que había detrás del patio trasero —casi un kilómetro— hasta llegar a otra carretera menos frecuentada. Se quedó allí de pie, descalza y sangrando. Al final pasó un coche y ella lo paró haciendo señas.
Se acercó a la ventanilla del coche.
—Por favor, ayúdeme —dijo al conductor solitario—. Han entrado tres hombres en nuestra casa y creo que han matado a mi marido.
—No puedo ayudarla, señora.
Ella se dio cuenta de quién iba en el coche: era Joey y estaba solo. Le delató la voz. Lo miró con detenimiento; ya no iba cubierto con la media.
—Suélteme —dijo él cuando ella, al reconocerlo, le sujetó el brazo.
Se alejó a toda velocidad y ella cayó al suelo. Pero siguió andando hasta llegar a una casa, donde pudo telefonear para pedir ayuda. A Ed lo llevaron a toda prisa al hospital. Si ella no hubiera salido de la casa cuando lo hizo, dijeron los médicos más tarde, él habría muerto desangrado.
Luego, aquel mismo invierno, la detención de Paul Breuninger conmocionó Saint Peter.
Paul había dejado de vender coronas en el instituto. Dejó crecer su pelo pelirrojo y rizado, y no volvió a pisar la iglesia. Mi madre me dijo que Paul entraba en su casa por una puerta independiente. Que el padre Breuninger tenía la sensación de que había perdido el control sobre él. En febrero, colocado con ácido, Paul entró en una floristería de la carretera 30 y pidió una rosa amarilla a una tal señora Mole. Él y su socio, que esperaba en el coche, habían estudiado el terreno la semana anterior. Paul había pedido una rosa cada vez, observando la caja registradora mientras la señora Mole marcaba el precio.
Pero escogieron el día menos oportuno para robar. Su marido había salido unos minutos antes con el dinero recaudado durante la semana y la señora Mole tenía menos de cuatro dólares en la caja registradora. Paul perdió los estribos. Acuchilló a la señora Mole quince veces en la cara y el cuello, gritando una y otra vez: «¡Muere, zorra, muere!». La señora Mole no obedeció. Logró salir de la tienda y se desplomó en un montón de nieve que había fuera. Una mujer vio el hilo de sangre que había ido cayendo del montículo de nieve. Lo siguió y encontró a la señora Mole, inconsciente.
Aquel mayo, después de mi violación, volví a una congregación traumatizada, pero ningún miembro lo estaba tanto como el mismo padre Breuninger. Mi madre, en calidad de sacristana, había sido su confidente de dolor. Habían detenido a Paul, y aunque a los diecisiete años aún era un menor, iban a procesarlo como a un adulto. El padre Breuninger no tenía ni idea de que su hijo llevaba desde los quince años bebiendo casi una botella de whisky al día. No sabía nada de las drogas que habían encontrado en la habitación de Paul y muy poco de los novillos que había hecho en el instituto. Había considerado la insolencia de Paul como parte de una fase de la adolescencia.
Porque era la sacristana, y porque confiaba en él, mi madre explicó al padre Breuninger que me habían violado. Él lo anunció en la iglesia. No utilizó la palabra «violada», sino «brutalmente asaltada en un parque cerca del campus. Fue un robo». Para cualquier veterano que se preciara de serlo aquellas palabras sólo podían significar una cosa. Conforme se divulgaba la noticia, se dieron cuenta de que yo no tenía ningún hueso roto, ¿hasta qué punto había sido brutal? Ah, eso...
El padre Breuninger se presentó en nuestra casa. Recuerdo la compasión que vi en sus ojos. Incluso entonces tuve la sensación de que pensaba en su hijo de la misma manera que en mí: un chico que, en el precipicio de la edad adulta, lo había perdido todo. Yo sabía por mi madre que el padre Breuninger tenía dificultades en imputar a su hijo la responsabilidad del apuñalamiento de la señora Mole. Echaba la culpa a las drogas, al cómplice de veintidós años, a sí mismo. No podía echarle la culpa a Paul.
Nos reunimos toda la familia en el salón, la habitación menos utilizada de la casa, y permanecimos rígidamente sentados en los bordes de los anticuados sofás. Mi madre sirvió a Fred —así llamaban los adultos al padre Breuninger—una taza de té. Se habló de cosas triviales. Yo estaba sentada en el sofá de seda azul, la querida posesión de mi padre donde tenían prohibido sentarse los niños y los perros. (La Navidad anterior había logrado con una galleta que uno de los bassets se subiera a él. A continuación hice dos fotos de la perra masticando y las hice enmarcar para regalárselas a mi padre.)
El padre Breuninger nos hizo levantar y cogernos las manos en círculo. Llevaba una sotana negra y un alzacuellos blanco, y la borla de seda del cordón que le ceñía la cintura se balanceó un momento en el aire hasta detenerse.
—Oremos —dijo.
Yo estaba sorprendida. Mi familia era crítica, intelectual y escéptica. Aquello me parecía una hipocresía. Mientras él rezaba, miré a Mary, a mis padres, al padre Breuninger. Tenían la cabeza inclinada; los ojos cerrados. Yo me negué a cerrarlos. Rezaban por mi alma. Me quedé mirando fijamente la entrepierna del padre Breuninger. Pensé en que bajo la tela negra era un hombre. Tenía una polla como cualquier otro hombre. ¿Qué derecho tenía a rezar por mi alma?, me pregunté.
Luego pensé en su hijo Paul. Mientras estaba allí pensé en Paul siendo detenido y teniendo que cumplir una condena. Pensé en Paul siendo humillado y en la satisfacción que debía de haber sentido la señora Mole. Paul no había obrado bien. El padre Breuninger, que había pasado toda su vida alabando a Dios, había perdido a su hijo, lo había perdido de verdad, más de lo que a mí me podrían perder jamás. Yo había obrado bien. De pronto me sentí poderosa, y pensé que lo que mi familia estaba haciendo, aquel acto de fe o de caridad, era estúpido. Me enfadé con ellos por seguir con aquella farsa. Por estar de pie sobre la alfombra del salón —la habitación de las ocasiones especiales, de las vacaciones y las celebraciones— y rezar por mí a un Dios en el que no estaba segura de que creyeran.
El padre Breuninger se marchó por fin. Tuve que abrazarlo. Olía a loción para después del afeitado y a las bolas de naftalina del armario de la iglesia donde colgaba sus vestimentas. Era un hombre limpio y bienintencionado. Estaba pasando su propia crisis, pero entonces no había manera, a través de Dios o de lo que fuera, de que yo estuviera con él.
Luego vinieron las ancianas. Las maravillosas, cariñosas y sabias ancianas.
Cada vez que venía una me llevaban al salón y me hacían sentar en el preciado orejero de mis padres. Aquella butaca me ofrecía una perspectiva incomparable. La persona sentada en ella alcanzaba a ver el resto de la habitación (a su derecha el sofá azul) y el comedor, donde estaba expuesto el juego de té de plata. Cuando las señoras venían de visita, se les servía té en la porcelana china que había sido un regalo de boda de mis padres, y mi madre las atendía como un honor poco frecuente.
La primera en venir fue Betty Jeitles. Betty Jeitles tenía dinero. Vivía en una bonita casa cerca de Valley Forge, que mi madre codiciaba y por delante de la cual conducía muy deprisa, para que no pareciera que lo hacía. Betty tenía la cara surcada de profundas arrugas. Recordaba una exótica raza de perro, un refinado shar-pei, y hablaba con un acento aristocrático que mi padre explicó con las palabras «dinero de familia».
Yo estaba en camisón y bata cuando vino la señora Jeitles. Me senté de nuevo en el sofá azul. Ella me regaló un libro:
Akienfield: retrato de un pueblo chino.
Me recordó que cuando yo era pequeña les había dicho a las señoras que tomaban café que quería ser arqueóloga. Pasamos el rato de su visita hablando de cosas triviales. Mi madre participó. Habló de la iglesia y de Fred. Betty escuchaba, y cada pocas palabras, asentía o pronunciaba un par de palabras. Recuerdo que me examinó en el sofá mientras mi madre hablaba; quería decir algo pero no era una palabra que pudiera decirse.
A continuación vino Peggy O'Neil, a quien mis padres llamaban «la Solterona». Peggy no era una fortuna de Main Line. Su dinero provenía de haber dado clase en un colegio toda su vida y de haber ahorrado escrupulosamente. Vivía algo apartada de la carretera en una casa encantadora en la que mi madre nunca se detenía mucho rato. Llevaba el pelo teñido de negro azabache. Estaba especializada, junto con Myra, en bolsos de temporada. Bolsos de mimbre con sandías pintadas en primavera, o bolsos hechos con cuentas ensartadas con correas de cuero, en otoño. Llevaba vestidos sencillos, de madrás y cloqué. Los materiales parecían pensados para distraer al que la miraba por la forma de su cuerpo. Ahora que he sido profesora la reconozco como ropa de profesora.
Si Peggy me trajo un regalo, no me acuerdo. Pero ella, que era menos reservada que la señora Jeitles, no necesitaba regalarme nada. Hasta tuve que recordarme llamarla señorita O'Neil en lugar de Peggy. Contó chistes y me hizo reír. Comentó que tenía miedo en su casa. Habló de lo peligroso que era vivir sola siendo mujer. Me dijo que yo era especial, que era fuerte y que lo superaría. También me dijo, riéndose, pero con toda seriedad, que no era malo ser soltera.
La última en venir fue Myra.
Ojalá recordara su visita. Mejor dicho, ojalá recordara con detalle cómo iba vestida, cómo nos sentamos o qué dijo. Sólo recuerdo la sensación de estar de pronto en presencia de alguien que lo «había entendido». No sólo había comprendido lo ocurrido —hasta donde podía—, sino también lo que yo sentía.
Yo estaba sentada en el sillón orejero. Su presencia me reconfortaba. Ed no se había recobrado del todo de la paliza. Nunca lo haría. Había recibido demasiados golpes en la cabeza. Ahora estaba aturullado, lo confundía todo. Myra era como yo: la gente daba por hecho que era fuerte. Sus aparentes cualidades y su reputación les hacía creer que, si tenía que ocurrirle algo a alguna de las ancianas de la iglesia, le había ocurrido a la que tenía mayor capacidad de recuperación. Me habló de los tres hombres. Se rió al decir que no habían sabido lo guerrera que podía ser una mujer de su edad. Iba a testificar. Habían detenido a Joey basándose en su descripción. Aun así, se le empañaban los ojos cuando hablaba de Ed.
Mi madre observaba a Myra buscando pruebas de que yo me recobraría. Yo observaba a Myra en busca de pruebas de que me entendía. En un momento determinado dijo:
—Lo que me pasó a mí no tiene nada que ver con lo que te ha pasado a ti. Tú eres joven y guapa. Nadie se interesó en mí en ese sentido.
—Me violaron —dije.
Se produjo un silencio en la habitación. Mi madre se sintió de pronto incómoda. El salón, con sus muebles de anticuario cuidadosamente colocados y encerados, los cojines de punto de mi madre que decoraban la mayoría de las sillas, y los retratos de nobles españoles que te miraban sombríos desde las paredes, cambió de pronto. Me había parecido que tenía que decirlo. Pero también me di cuenta de que decirlo equivalía a un acto de vandalismo. Como si desde el otro lado del salón hubiera arrojado un cubo de sangre al sofá azul, a Myra, al orejero, a mi madre.
Las tres nos quedamos allí sentadas y lo observamos caer gota a gota.
—Lo sé —dijo Myra.
—Necesitaba decir la palabra —dije.
—Es dura.
—No es «lo que me ha pasado», «el asalto», «la paliza», o «eso». Creo que es importante llamarlo por su nombre.
—Fue una violación —dijo ella—, y a mí no me pasó.
Volvimos a hablar de cosas intrascendentes. Al cabo de un rato se marchó. Pero yo había tomado contacto con un planeta distinto del que habitaban mis padres o mi hermana. Un planeta donde un acto de violencia te cambiaba la vida.
Aquella misma tarde vino a casa un chico de nuestra iglesia, el hermano mayor de un amigo mío. Yo estaba en camisón en el porche. Mi hermana estaba arriba en su habitación.
—Niñas, Jonathan ha venido a veros —dijo mi madre desde el vestíbulo delantero.
Tal vez fuera su pelo rubio rojizo, o el hecho de que ya era licenciado y había conseguido un trabajo en Escocia, o que su madre lo tenía en muy alto concepto y, como consecuencia, sabíamos casi todo el currículum de su niño mimado; fuera lo que fuese, mi hermana y yo estábamos secretamente enamoradas de él. Llegamos al mismo tiempo al vestíbulo, yo procedente de la parte trasera de la casa, mi hermana bajando por la escalera de caracol. Él clavó la vista en ella inmediatamente. Mi hermana no hizo aspavientos. Yo no podía acusarla de haberse mostrado coqueta o melosa, o de haber jugado sucio. Era guapa. El le sonrió y empezaron a intercambiar palabras de cumplido: «¿Cómo estás?», «Bien, ¿y tú?». Advirtieron mi presencia en el umbral. Fue como si él hubiera fijado la vista sobre algo que no debería estar allí.
Hablamos un par de minutos. Luego mi hermana y Jonathan entraron en el salón, yo me disculpé y volví a la parte trasera de la casa; cerré la puerta del salón, salí al porche y me senté de espaldas a la casa. Lloré. Me pasó por la cabeza la expresión «buenos chicos». Había visto cómo me había mirado Jonathan y ahora estaba convencida: ningún buen chico me querría. Yo era todas aquellas horribles palabras que se empleaban para una violación: estaba cambiada, ensangrentada, estropeada, arruinada.
Cuando Jonathan se marchó, mi hermana flotaba.
Aparecí en el umbral de la sala de estar. No me habían visto, pero a través de la ventana que daba al porche había oído la alegre voz de mi hermana.
—Creo que le gustas —dijo mi madre.
—¿En serio? —preguntó mi hermana, elevando el tono de voz en la segunda sílaba.
—A mí me lo ha parecido —respondió mi madre.
—¡Le gusta Mary porque a ella no la han violado! —dije yo, haciendo notar mi presencia.
—No digas eso, Alice —dijo mi madre.
—Es un buen chico —dije yo—. A mí nunca me querrá ningún buen chico.
Mi hermana se había quedado sin habla. ¡Vaya manera de hundirla! Había estado boyante y se lo merecía. La semana posterior a mi regreso había pasado la mayor parte del tiempo en su habitación, en segundo plano y sin acaparar la atención.