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Authors: Alice Sebold

Tags: #drama

Afortunada

BOOK: Afortunada
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Esta es una historia real de una violación. Cuando Alice Sebold, autora de Desde mi cielo, tenía 19 años y estudiaba en la Universidad de Syracuse fue asaltada y brutalmente violada. En Afortunada la autora habla de ello con total libertad, haciendo un retrato profundo de la tragedia de una mujer americana, de clase media y su lucha por salir adelante. Afortunada empieza con el relato detallado de la violación, que tuvo lugar en un parque a media noche. La autora explica cómo sintió la muerte muy cercana, cómo reconoció a su violador, un hombre negro joven, y cómo la justicia manejó su caso.

Alice Sebold

Afortunada

ePUB v1.0

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17.09.11

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NOTA DE LA AUTORA

Por respeto a su intimidad, he cambiado los nombres de algunas de las personas que aparecen en estas páginas.

Prologo

En el túnel donde me violaron, un túnel que había sido una entrada subterránea a un anfiteatro, un lugar por el que los actores salían repentinamente de debajo de los asientos del público, una chica había sido asesinada y descuartizada. La policía me contó su caso. A su lado, me dijeron, yo había sido afortunada.

Sin embargo, en aquel momento me pareció que tenía más en común con la chica asesinada que con los corpulentos y fornidos agentes de policía o con mis perplejas amigas de la universidad. La chica asesinada y yo habíamos estado en el mismo lugar subterráneo. Habíamos yacido entre hojas muertas y botellas de cerveza rotas.

Durante la violación vi algo entre las hojas y los cristales. Un lazo rosa para el pelo. Cuando me hablaron de la chica asesinada, me la imaginé suplicando como había hecho yo, y me pregunté cómo se le había desprendido el lazo del pelo. Tal vez se lo había arrancado su asesino o quizá ella misma se había soltado el pelo para ahorrarse el dolor, creyendo, esperando sin duda poder permitirse más tarde reflexionar sobre las consecuencias de «ayudar al agresor». Nunca lo sabré, del mismo modo que nunca sabré si era suyo el lazo, o si, como las hojas, se había abierto camino hasta allí de forma natural. Siempre pensaré en ella cuando me acuerde del lazo rosa. Pensaré en esa chica en los últimos momentos de su vida.

1

Esto es lo que recuerdo. Tenía los labios cortados. Me los mordí cuando él me cogió por detrás y me tapó la boca. Dijo estas palabras: «Si gritas te mataré». Me quedé inmóvil. «¿Lo entiendes? Si gritas date por muerta.» Asentí con la cabeza. Me sujetaba los brazos a los costados rodeándolos con el brazo derecho mientras con el izquierdo me tapaba la boca.

Me quitó la mano de la boca.

Grité. Rápida, bruscamente.

Empezó el forcejeo.

Volvió a taparme la boca. Me dio un rodillazo en las piernas por detrás para tirarme al suelo.

—No lo has entendido, zorra. Te mataré. Tengo un cuchillo. Te mataré.

Volvió a quitarme la mano de la boca y caí gritando al sendero de ladrillos. Se sentó a horcajadas sobre mí después de darme una patada en el costado. Hice ruidos que apenas se oyeron, como pisadas suaves. Lo incitaron a seguir, le sirvieron para justificar su comportamiento. Me moví con dificultad por el camino. Llevaba mocasines de suela blanda con los que, frenética, traté de darle patadas. No lo alcancé o sólo lo rocé. Yo nunca había peleado antes, siempre era la última en la clase de gimnasia.

De alguna manera, no recuerdo cómo, volví a ponerme de pie. Recuerdo que le mordí, lo empujé, no sé qué más le hice. Luego eché a correr. Como un gigante que es pura fuerza, él me agarró por el extremo de mi larga melena castaña. Tiró de ella con fuerza y me hizo caer de rodillas delante de él. Fue mi primer intento de fuga fallido, a causa del pelo, del pelo largo de mujer.

—Tú te lo has buscado —dijo él, y yo empecé a suplicarle.

Se metió una mano en el bolsillo trasero y sacó un cuchillo. Yo seguí forcejeando; sentía cómo se me arrancaba dolorosamente el pelo del cuero cabelludo mientras hacía lo posible por zafarme. Me abalancé hacia él y le sujeté la pierna izquierda con los brazos, haciéndole perder el equilibrio y tambalearse. Yo no lo sabría hasta que la policía lo encontró más tarde en la hierba, a unos palmos de mis gafas rotas, pero con aquel movimiento se le cayó el cuchillo de las manos y lo perdió.

Entonces utilizó los puños.

Tal vez estaba furioso por haber perdido su arma o porque yo no le obedecía. Fuera cual fuese la razón, aquello significó el final de los preámbulos. Yo estaba boca abajo en el suelo y él se sentó sobre mi espalda. Me golpeó la cabeza contra los ladrillos. Me maldijo. Me dio la vuelta y se sentó sobre mi pecho. Yo balbuceaba. Suplicaba. Fue entonces cuando me rodeó el cuello con las manos y empezó a apretar. Perdí el conocimiento durante un segundo. Cuando volví en mí, supe que estaba mirando a los ojos al hombre que iba a matarme.

En ese momento me entregué a él. Estaba convencida de que no saldría con vida. Ya no podía seguir forcejeando. Él iba a hacer lo que quisiera conmigo, eso era todo.

Todo se hizo más lento. Él se levantó y empezó a arrastrarme por el pelo a través de la hierba. Yo me retorcía y medio gateaba, tratando de seguirle el paso. Desde el sendero había entrevisto la oscura entrada del túnel del anfiteatro. A medida que nos acercábamos a ella y me di cuenta de que era allí adonde nos dirigíamos, sentí una oleada de pánico. Supe que iba a morir.

A pocos pasos de la entrada del túnel había una vieja puerta de hierro. Tenía casi un metro de altura y dejaba un estrecho espacio por el que tenías que meterte para entrar en el túnel. Mientras él tiraba de mí y yo gateaba sobre la hierba, vi la verja y supe que si me llevaba más allá de ese punto no sobreviviría.

Por un instante, mientras él me arrastraba por el suelo, me agarré débilmente a la parte inferior de aquella puerta de hierro, antes de que un fuerte tirón me obligara a soltarla. La gente cree que una mujer deja de luchar cuando está físicamente agotada, pero yo estaba a punto de empezar la verdadera lucha, una lucha de palabras y mentiras, una lucha cerebral.

Cuando la gente habla de escalar montañas o bajar en canoa por rápidos, dice que se funde con ellos, su cuerpo está de tal modo en sintonía con ellos que a menudo, cuando les pides que expresen en palabras cómo lo hicieron, no son capaces de explicarlo del todo.

Dentro del túnel, donde había esparcidas por el suelo botellas de cerveza rotas, hojas muertas y otras cosas que no pude reconocer, me fundí con aquel hombre. Tenía mi vida en sus manos. Los que dicen que preferirían luchar a muerte antes que ser violados son unos necios. Yo prefiero que me violen mil veces. Haces lo que tienes que hacer.

—Levántate —dijo él.

Obedecí.

Yo temblaba de manera incontrolable. Afuera hacía frío, y el frío combinado con el miedo y el agotamiento hicieron que me estremeciera de pies a cabeza.

Él tiró mi bolso y la cartera con mis libros a un rincón del túnel cerrado.

—Desnúdate.

—Tengo ocho dólares en el bolsillo trasero —dije—. Mi madre tiene tarjetas de crédito y mi hermana también.

—No quiero tu dinero —dijo, y se echó a reír.

Lo miré. Esta vez a los ojos, como si fuera un ser humano, como si pudiera dialogar con él.

—Por favor, no me violes —dije.

—Desnúdate.

—Soy virgen —dije.

No me creyó. Repitió la orden.

—Desnúdate.

Me temblaban tanto las manos que no podía controlarlas. Tiró de mí hacia él cogiéndome del cinturón hasta que mi cuerpo quedó pegado al suyo, que estaba apoyado en la pared del fondo del túnel.

—Bésame —dijo.

Me acercó la cabeza y nuestros labios se encontraron. Yo tenía los labios fuertemente apretados. Él tiró con más fuerza de mi cinturón, apretando más mi cuerpo contra el suyo. Me cogió el pelo e hizo un ovillo con él en su puño. Me echó la cabeza hacia atrás y me miró. Empecé a llorar, a suplicar.

—Por favor, no lo hagas —dije—. Por favor.

—Cállate.

Volvió a besarme y esta vez me metió la lengua en la boca. Al suplicar, yo había abierto la boca, exponiéndome a aquello. Volvió a echarme la cabeza bruscamente hacia atrás y dijo:

—Bésame.

Y lo hice.

Cuando quedó satisfecho, se detuvo y trató de desabrocharme el cinturón. Era un cinturón con una hebilla extraña y no supo abrirla. Para que me soltara, para que me dejara en paz, le dije:

—Deja, ya lo hago yo.

Me observó.

Cuando terminé, me bajó la cremallera de los téjanos.

—Ahora quítate la blusa.

Llevaba una chaqueta de punto. Me la quité. Trató de ayudarme a desabrochar la blusa. Lo hizo con torpeza.

—Ya lo hago yo —volví a decir.

Me desabroché la blusa de tela oxford, y, como la chaqueta, me la quité. Era como arrancarme plumas, o alas...

—Ahora el sujetador.

Lo hice.

Me los cogió —los pechos— con las manos. Los manoseó y apretó, restregándomelos contra las costillas. Retorciéndomelos. Supongo que no es necesario que diga que me dolió.

—Por favor, no hagas eso, por favor —dije.

—Bonitas tetas blancas —dijo él.

Esas palabras me hicieron renunciar a las demás, entregaba cada parte de mi cuerpo a medida que él la reclamaba: la boca, la lengua, los pechos.

—Tengo frío —dije.

—Túmbate.

—¿En el suelo? —pregunté bobamente, inútilmente.

Vi, entre las hojas y los cristales, la tumba. Mi cuerpo abatido, descuartizado, amordazado, sin vida.

Primero me senté, o más bien me tambaleé hasta quedarme sentada. Él me cogió los pantalones por los extremos y tiró de ellos. Mientras yo trataba de ocultar mi desnudez —al menos tenía las bragas puestas—, él examinó mi cuerpo. Todavía siento cómo durante aquel examen sus ojos iluminaron mi piel enfermizamente pálida en aquel túnel oscuro. Hizo que todo —mi cuerpo— pareciera de pronto horrible. «Feo» es una palabra demasiado suave, pero es la que más se acerca.

—Eres la peor zorra a la que le he hecho esto —dijo. Lo dijo con asco, como si me analizara. Veía la pieza que había cazado y no le gustaba.

Pero no importaba, terminaría.

A partir de aquel momento empecé a mezclar la realidad con la ficción, utilizando lo que fuese para intentar que se pasara a mi bando. Inspirarle lástima, que me viera en peor situación que él.

—Soy adoptada —dije—. Ni siquiera sé quiénes son mis padres. Por favor, no me hagas esto. Todavía soy virgen.

—Túmbate.

Lo hice. Temblando, me acerqué más a él y me tumbé boca arriba sobre el frío suelo. Me quitó las bragas con brusquedad e hizo un ovillo con ellas. Las arrojó lejos de mí, a un rincón donde las perdí de vista.

Lo vi bajarse la cremallera de los pantalones y dejarlos caer hasta los tobillos.

Se tumbó sobre mí y empezaron las embestidas. Yo estaba familiarizada con aquello. Era lo que Steve, un chico del instituto que me gustaba, había hecho contra mi pierna porque no le dejé realizar lo que más deseaba, que era hacer el amor conmigo. Con Steve yo estaba totalmente vestida y él también. Se fue a su casa frustrado y yo me sentí a salvo. Mis padres estuvieron en el piso de arriba todo el tiempo. Me dije que Steve me quería.

BOOK: Afortunada
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