Sólo puedo intentar imaginar cómo me vieron. Con la cara hinchada, el pelo mojado, la ropa que llevaba —concretamente los pantalones de «rebelde» y sin sujetador—, y para colmo, el efecto del Demerol.
Hice un retrato robot a partir de facciones grabadas en microfilm. Trabajé con un agente y me sentí frustrada porque ninguna de las facciones de mi violador parecían encontrarse entre las cincuenta y tantas narices, ojos y labios. Las describí con exactitud, y cuando ninguna de las diminutas facciones en blanco y negro entre las que podía escoger me parecía aceptable, el policía decidía cuál era la mejor. El retrato robot que hicimos aquella noche se parecía poco a él.
A continuación, el policía me hizo una serie de fotos, sin saber que aquella noche ya había tenido otra sesión fotográfica. Ken Childs, un chico que me gustaba, me había sacado casi un rollo de fotos en varias poses por todo su apartamento.
Ken estaba colado por mí, y yo sabía que hacía las fotos para enseñarlas a la gente ese verano. Sabía que juzgarían las fotografías. ¿Era guapa? ¿Parecía lista? ¿Se limitarían sus amigos a un «Parece simpática»? ¿O peor aún: «Lleva un bonito jersey»?
Había engordado, pero los vaqueros que llevaba seguían yéndome demasiado grandes, y había tomado prestados de mi madre una camisa de tela oxford y una chaqueta de punto de ocho trenzas. El adjetivo que primero acude a mi mente es «demodé».
Así pues, en las fotos de «antes» que había tomado Ken Childs, al principio estoy posando, luego me da la risa tonta y acabo riéndome a mandíbula batiente. A pesar de toda mi timidez, me perdí en la tontería de risitas bobas de nuestro enamoramiento de adolescentes. Estoy sosteniendo en equilibrio una caja de pasas sobre la cabeza, leyendo con atención la etiqueta de detrás como si fuera un texto apasionante, con los pies apoyados en el borde de la mesa del comedor. Y sonriendo, sonriendo sin parar.
En las fotos de «después» que me hizo la policía estoy conmocionada. La palabra «conmocionada», en este contexto, quiere decir que yo ya no estaba allí. Si has visto fotos de víctimas de crímenes sabrás que parecen descoloridas o más oscuras de lo normal. Las mías eran de la variedad sobreexpuesta. Había cuatro clases de fotos: cara, cara y cuello, cuello y de cuerpo entero con un número de identificación. Nadie te dice en ese momento lo importantes que serán esas fotos. La «cosmética» de una violación es fundamental para demostrar cualquier caso. Hasta entonces, aparentemente, yo tenía a mi favor dos cosas: había llevado ropa holgada, poco seductora; y saltaba a la vista que me habían golpeado. Si sumas a eso mi virginidad, empezarás a comprender gran parte de lo que importa en una sala de tribunal.
Por fin me dejaron marchar del edificio de Seguridad Pública con Cindy, Mary Alice y Tree. Prometí a los agentes de la comisaría que volvería en unas horas, y que entonces haría mi declaración jurada y miraría las fotos del archivo de la policía. Quería que vieran que era seria, que no iba a fallarles. Pero ellos trabajaban en el turno de noche. Aunque volviera —y para ellos, estaba lejos de ser seguro que lo hiciera—, no estarían allí para ver que había cumplido mi palabra.
El agente volvió a llevarnos en coche a la residencia Marion. Era por la mañana temprano y había empezado a clarear por encima del Thorden Park, en lo alto de la colina. Tenía que decírselo a mi madre.
En la residencia reinaba un silencio sepulcral. Cindy entró en su habitación situada al comienzo del pasillo, y Mary Alice y yo acordamos que nos reuniríamos con ella de un momento a otro. Ninguna de las dos teníamos un teléfono privado.
Fuimos a mi habitación, donde encontré un sujetador y unas bragas que ponerme debajo de la ropa.
De nuevo en el pasillo, nos encontramos con Diane y su novio, Victor. Llevaban despiertos toda la noche, esperando a que yo volviera.
Mi relación con Victor, antes de aquella mañana, había consistido principalmente en no comprender qué tenía en común con Diane, quien me parecía una chica estridente. Era guapo y atlético, y se mostraba muy callado cuando estaba con todas nosotras. Había entrado en la universidad sabiendo ya la especialidad que quería hacer. Era algo parecido a ingeniería eléctrica. Muy distinto de la poesía. Victor era negro.
—Alice —dijo Diane.
Salieron otras chicas por la puerta abierta de Cindy. Chicas que conocía de vista o ni siquiera conocía.
—Victor quiere abrazarte —dijo Diane.
Miré a Victor. Aquello era demasiado. Él no era mi violador, eso lo sabía. Ése no era el problema. Pero me estaba impidiendo hacer lo último que quería hacer en este mundo y sabía que tenía que hacer: llamar a mi madre.
—No sé si puedo —le dije a Victor.
—Era negro, ¿verdad? —preguntó él. Trataba de atraer mi mirada.
—Sí.
—Lo siento —dijo. Lloraba. Las lágrimas le corrían despacio por las mejillas—. Lo siento mucho.
No sé si lo abracé porque no podía soportar verlo llorar (no le pegaba nada al Victor que yo conocía, el Victor callado que estudiaba con ahínco o sonreía con timidez a Diane), o porque me instaron a hacerlo los que nos rodeaban. Él me abrazó hasta que tuve que apartarme y entonces me soltó. Estaba destrozado, y yo no atinaba a comprender qué le estaba pasando por la cabeza. Tal vez ya sabía que tanto familiares como extraños dirían cosas como «Apuesto a que era negro», y quería darme algo que lo contrarrestara, una experiencia en las primeras veinticuatro horas que me hiciera resistir la tentación de encasillar a la gente y volcar en ellos todo mi odio. Fue el primer hombre —negro o blanco— al que abracé después de la violación, y sólo supe que no podía darle nada a cambio. Los brazos que me rodeaban, la vaga amenaza de fuerza física, todo fue demasiado para mí.
Cuando terminamos, Victor y yo teníamos público. Era algo a lo que tendría que acostumbrarme. De pie cerca de él, pero sin abrazarlo ya, fui consciente de la presencia de Mary Alice y de Diane. Ellas formaban parte del cuadro. Los demás estaban borrosos y retirados a un lado. Veían mi vida como si fuera una película. En su versión de los hechos, ¿qué papel les correspondía? Con los años descubriría que en unas cuantas versiones, yo había sido su mejor amiga. Conocer a una víctima es como conocer a alguien famoso. Sobre todo cuando el crimen representa un tabú. Cuando reunía datos para escribir este libro en Syracuse, conocí a una mujer así. Al principio no me reconoció, sólo sabía que yo estaba escribiendo un libro sobre la violación de Alice Sebold, y entró apresuradamente en la habitación y me dijo a mí y a los que me ayudaban que «la víctima de aquel caso había sido su mejor amiga». Yo no tenía ni idea de quién era ella. Cuando alguien me llamó por mi nombre, ella parpadeó, se acercó a mí y me abrazó para guardar las apariencias.
En la habitación de Cindy, me senté en la cama más próxima a la puerta. Estaban allí Cindy, Mary Alice y Tree, y tal vez Diane. Cindy había echado a los demás y había cerrado la puerta.
Había llegado el momento. Me senté con el teléfono en el regazo. Mi madre estaba a sólo unos kilómetros de distancia; había venido en coche el día anterior para llevarme a casa. Estaría levantada y dando vueltas por su habitación del Holiday Inn. Por aquel entonces viajaba siempre con una cafetera para hacerse café descafeinado en su habitación. Había reducido su consumo diario a diez tazas, y los restaurantes todavía no tenían costumbre de servir café descafeinado.
Antes de que me dejara en casa de Ken Childs la tarde anterior, acordamos que vendría a la residencia hacia las ocho y media de la mañana, tarde para ella pero una concesión al hecho de que yo habría estado levantada hasta las tantas despidiéndome de mis amigos. Miré a mis amigas, esperando que me dijeran «No tienes tan mal aspecto», o me proporcionaran la explicación perfecta para los cortes y cardenales de mi cara, la explicación que yo no había logrado inventar en toda la noche.
Tree marcó el número.
—Señora Sebold —dijo cuando mi madre contestó—, soy Tree Roebeck, una amiga de Alice.
Es posible que mi madre la saludara.
—Voy a pasarle el teléfono a Alice. Necesita hablar con usted.
Tree me pasó el teléfono.
—Mamá —empecé a decir.
Ella no debía de haber notado que me temblaba la voz, aunque a mí me parecía evidente. Estaba irritada.
—¿Qué pasa, Alice? Sabes que dentro de nada estaré allí. ¿No puedes esperar?
—Mamá, necesito decirte algo.
Esta vez lo notó.
—¿Qué... qué pasa?
—Anoche me golpearon y me violaron en el parque.
Lo dije como si estuviera leyendo una frase de un guión.
—Dios mío —dijo mi madre, y tras inhalar rápidamente aire y dar un gritito sofocado, se recuperó—. ¿Estás bien?
—¿Puedes venir a buscarme, mamá? —pregunté.
Dijo que estaría allí en menos de veinte minutos, todavía tenía que hacer la maleta y pagar, pero llegaría.
Colgué el teléfono.
Mary Alice propuso que esperáramos en su habitación hasta que llegara mi madre. Alguien había comprado bollos y donuts.
En el tiempo transcurrido desde que habíamos vuelto a la residencia, los estudiantes se habían ido despertando. Todo eran prisas a mi alrededor. Muchos de ellos, incluidas mis amigas, debían reunirse con sus padres para desayunar o correr a las paradas de autobús o a los aeropuertos. Me prestaban atención un minuto y a continuación desconectaban para acabar de hacer las maletas. Me senté con la espalda apoyada contra la pared de hormigón de la residencia. Según la gente entraba y salía por la puerta, oía fragmentos de conversaciones: «¿Dónde está?», «¿Violada...?», «¿...visto la cara?», «¿... lo conoce?», «... siempre rara...».
Yo no había comido nada desde la noche anterior —desde las pasas en casa de Ken Childs—, y no podía mirar los bollos y los donuts sin recordar lo último que había tenido en la boca: el pene del violador. Traté de mantenerme despierta. Llevaba levantada más de veinticuatro horas —muchas más si contaba todas las noches que me había quedado estudiando la semana de exámenes finales—, pero tenía miedo de dormirme antes de que llegara mi madre. Mis amigas y la consejera residente, que, después de todo, sólo tenía diecinueve años, trataban de cuidar de mí, pero yo había empezado a darme cuenta de que ahora estaba al otro lado de algo que ellas no podían entender. Ni yo misma lo entendía.
Mientras esperaba a mi madre la gente empezó a irse. Me comí una galleta salada que me ofreció Tree o quizá Mary Alice. Los amigos se despedían. Mary Alice no iba a marcharse hasta más tarde aquel día. Había hecho instintivamente lo que casi nadie hace ante una crisis: había decidido no apearse hasta el final del trayecto.
Me pareció que tenía que vestirme bien por mi madre y para volver a casa. Mary Alice ya se había sorprendido cuando en Navidades y en las vacaciones de Semana Santa yo había insistido en ponerme un traje de chaqueta para coger el autobús a Pensilvania. En ambas ocasiones ella había esperado en el bordillo de la acera delante de la residencia vestida con un pantalón de chándal y un anorak de plumón, y una hilera de bolsas de basura llenas de ropa, listas para que sus padres las metieran en el coche. Pero a mis padres les gustaba verme arreglada, habían discutido sobre mi forma de vestir muchas mañanas cuando iba al instituto. Yo había empezado a hacer régimen a los once años, y mis kilos de más y cuánto estropeaban mi figura era un tema de conversación de gran importancia. Mi padre era el rey de los cumplidos equívocos. «Pareces una bailarina rusa —me dijo una vez—, sólo que demasiado gorda.» Mi madre no paraba de repetir: «Si no fueras tan guapa, no importaría». Supongo que yo debía deducir de ello que me consideraban guapa. El resultado, por supuesto, era que me encontraba fea.
No hubo probablemente mejor forma de confirmármelo que la violación. En el «testamento de clase» que escribimos el último año en el instituto, dos chicos me habían dejado unos palillos y pigmento. Los palillos eran por mis ojos asiáticos, el pigmento por mi palidez. Yo siempre estaba pálida y era poco musculosa. Tenía los labios gruesos y los ojos pequeños. La madrugada que me violaron tenía los labios cortados, los ojos hinchados.
Me puse una falda escocesa verde y roja, y me aseguré de utilizar el imperdible que mi madre había buscado por los grandes almacenes después de que compráramos la falda. La indecencia de aquella clase de faldas era algo en lo que hacía hincapié a menudo, sobre todo cuando veíamos a una mujer o a una chica que no parecía ser consciente de que se le había abierto por delante, y nosotras, el público en el aparcamiento o en los grandes almacenes, alcanzábamos a verle más pierna de la que, en palabras de mi madre, «querría ver nadie».
Mi madre era partidaria de comprarnos la ropa grande, de modo que crecí oyendo a mi hermana mayor, Mary, quejarse de lo enorme que era toda la ropa que nos compraba mamá. En los probadores de los grandes almacenes, mamá calculaba el tamaño de los pantalones o las faldas metiendo la mano por la cinturilla. Si no podía deslizarla fácilmente entre nuestra ropa interior y cualquier prenda que nos estuviéramos probando, nos iba demasiado ajustada. Si mi hermana se quejaba, mi madre decía: «Mary, no sé por qué insistes en llevar los pantalones tan ceñidos que no dejan nada, pero nada, a la imaginación».
Nos sentábamos con las piernas cruzadas. Llevábamos el pelo limpio y peinado hacia atrás por encima de las orejas. No se nos permitía llevar vaqueros más de una vez a la semana hasta que empezáramos el instituto. Teníamos que ir con vestido al colegio al menos una vez a la semana. Los tacones estaban prohibidos, excepto los zapatos de salón Pappagayo, que eran ante todo para ir a la iglesia y cuyo tacón no excedía los cuatro centímetros. Me decían que únicamente las fulanas y las camareras mascaban chicle, y sólo las mujeres diminutas podían llevar cuellos de cisne y tobilleras.
Yo sabía, ahora que me habían violado, que debía intentar tener buen aspecto para mis padres. Haber engordado los consabidos kilos que todo el mundo se ponía encima el primer año de universidad significaba que aquel día la falda me iba bien. Trataba de demostrarles a ellos y a mí misma que seguía siendo la de antes. Era guapa aunque gorda. Elegante aunque gritona. Buena aunque hecha una ruina.
Mientras me vestía llegó Tricia, una representante del Centro de Crisis de Violaciones. Repartió folletos a mis amigas y dejó montones de ellos en el vestíbulo de la residencia. Si alguien ignoraba el motivo de todo el follón de la noche anterior, ahora lo sabía con seguridad. Tricia era alta y delgada, con el pelo castaño claro, fino y ralo, que le caía ondulado alrededor de la cabeza. Su actitud, una especie de «Estoy aquí para ayudarte», no me inspiró confianza. Tenía a Mary Alice. Mi madre iba a venir. No quería agradecer la amabilidad de aquella desconocida ni quería pertenecer a su club.