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Authors: Mamen Sánchez

Agua del limonero (15 page)

BOOK: Agua del limonero
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Podía levantarla sin el menor esfuerzo, hacerla rodar entre sus brazos, acunarla entre los pliegues del colchón. A veces temía sofocarla en sueños y dormía mal, despertándose a cada rato para comprobar que Clara seguía allí, enroscada en la almohada de plumas como una pluma más.

—Nos esperan a comer —iba diciendo ella. Se le notaba el miedo en el tono de la voz, un poco más agudo que de costumbre—. Tú no te preocupes, que les vas a encantar. Mi padre disfruta lo mismo que tú de los poetas viejos. Tiene seiscientos libros apilados en lo alto del desván y por las noches se sube a leerlos con una vela encendida. Se le oyen las pisadas, como si fuera un fantasma.

—¿No hay luz?

—¿Cómo?

—Que si no hay luz en tu desván. —A Hinestrosa no le llegaba el aire a los pulmones.

—Creo que sí —respondió ella, confundida—, pero él siempre se lleva una vela.

La catedral estaba cerrada, las campanas quietas, los vencejos dormidos. Clara y Gabriel se asomaron al tajo y vieron revolotear a los cernícalos que habían hecho sus nidos en las paredes.

—Aquí vivió un pintor inglés hace muchos años —le contó ella— que se empeñó en dibujar el vuelo de los cernícalos. Se hizo construir un columpio con una tabla y dos sogas gruesas y todas las mañanas dos hombres lo bajaban y lo dejaban colgando del vacío. Tenía una mujer de mucho carácter. Una señora que siempre vestía de luto. Pues, ¿sabes?, cuando se enfadaba con él, lo dejaba el día entero en el columpio. —Clara estalló en una sonora carcajada—. El tiraba de la cuerda, protestaba, chillaba. Y ella se asomaba a este mismo balcón, qué cruel, con la sombrilla de lunares y le decía que no con el dedo. ¡Ahí te quedas!

—Es que las mujeres sois muy pérfidas —resopló Hinestrosa secándose el sudor con un pañuelo blanco.

Había sido idea de Clara la de llevarse a Gabriel Hinestrosa a conocer a sus padres. Hacía más de seis meses que vivían a salto de mata, siempre sobresaltados por los ruidos de la calle, el timbre del teléfono o la amenaza de ser descubiertos queriéndose en secreto, la niña y el viejo, como dos vulgares ladrones, en aquella azotea helada. A Clara le dolía el miedo de Gabriel y por mucho que él le pidiera tiempo, paciencia, comprensión, ella necesitaba estallar como un cohete de feria, porque tanta alegría contenida le estaba volviendo la sangre de fuego.

—Al menos, ven a conocer mi casa, mi gente, mis recuerdos —le decía—. Déjame que te presente a mis padres. Diremos que eres mi tutor o el director de mi tesis.

—Un cobarde.

—Demuéstrame que te importo, maestro, arriésgate, esfuérzate, pelea.

Una décima de segundo después de aceptar el combate ya se había arrepentido Hinestrosa de su tímido sí. «Pérfidas mujeres que siempre se salen con la suya». Clara estaba dando botes de alegría sobre las sábanas deshechas y él, colgando de un columpio en el vacío sin saber qué era mejor, si tirarse al tajo o morirse de hambre.

Eran las tres de la tarde de un sábado de primavera. La congestión empezaba a apoderarse del rostro colorado del galán.

—¿Para qué te pusiste corbata, Gabriel?

—Para conservar la dignidad.

La casa donde Clara había crecido hacía equilibrios en la cuesta. Estaba chueca. Tenía tres balcones en el segundo piso, un altillo con claraboyas y una puerta de madera abierta de par en par. Al asomarse dentro, se veía el patio verde, con la fuente chiquita y el limonero. Había azulejos en el zaguán. Ella cruzó la penumbra. Llamó a voces, salió a la luz.

De pronto, la casa despertó de su letargo y volvió a la vida para que Gabriel Hinestrosa pudiera morirse de susto.

—Papá, mamá, éste es el profesor Hinestrosa, del que os hablé.

La versión madura de su tierna Clara lo observaba con cierta prevención y la sonrisa forzada, con la mano extendida, el abanico plegado. Era una mujer de una belleza espléndida, a lo Romero de Torres, morena, delgada, elegante y recia. Tenía a su vera a un hombre de gesto afable y brazos abiertos que, en otras circunstancias, habría podido ser su amigo del alma, ambos de la misma quinta, con gustos parecidos y un pasado semejante.

—Por fin nos conocemos —le dijo haciendo un esfuerzo—. Clara nos ha hablado muchísimo de ti.

Y Gabriel pensó: «Gracias, gracias por tutearme».

Había una jarra rebosante de agua de limón con hielo y azúcar empañada de vaho sobre una mesita de hierro forjado, una tinaja de barro en cada rincón, geranios tapizando las paredes, tiestos verdes, la sombra del limonero. Desde ese día, Gabriel Hinestrosa no pudo volver a pensar en Clara sin saborear la dulzura acida y fresca de la limonada. Tuvo una revelación. Aquella niña era para él como agua del limonero en una tarde de agosto. Alivio para su sed.

Al caer la tarde, Clara lo cogió de la mano y lo llevó a rastras hasta el cobertizo, donde guardaba una motocicleta polvorienta. Le dijo que en aquella ciudad de montaña rusa todos sus amigos se movían en dos ruedas. Lo sentó a horcajadas detrás de su espalda y se lanzó temeraria cuesta abajo.

No hubo nadie que no los siguiera con la vista, que no los saludara con las manos, que no los llamara a gritos desde los balcones. Y Clara, como si anduviera subida en una carroza repartiendo flores y dulces a puñados, iba respondiendo a todas esas voces presumiendo del nombre de Gabriel Hinestrosa, el catedrático, el cronista, el Premio Nacional, que tímidamente soltaba una mano de la cintura de ella para estrechársela a aquellas personas alborotadas.

—¿Dónde me llevas?

—A que conozcas mi río, mis árboles, mis escondrijos. Te voy a enseñar dónde jugaba de niña.

—Pero si tú sigues siendo una niña, chiquilla.

Regresaron con el pelo revuelto persiguiendo el sol por las calles de los alfareros. Hacía el mismo calor, aunque algo matizado por una brisa como de ventana abierta.

—¿Sabes lo que escribió Pemán? —le preguntó Clara al llegar a la plaza—. Que a Arcos, cualquier mañana, se lo pueden llevar las águilas, las nubes, los ángeles o Dios.

Encontraron a Miguel Cobián sentado en el patio, aparentemente disfrutando de la fresca, con los dos botones superiores de la camisa desabrochados y una copa de vino detrás del libro que pretendía estar leyendo.

—Mamá ha preguntado por ti —dijo cerrando el libro y arrastrando levemente una silla junto a la suya. Hinestrosa comprendió el gesto, tomó asiento, se encomendó a San Judas Tadeo, por aquello de los imposibles, «que sea para bien», rogó.

En cuanto Clara entró en la penumbra, Miguel Cobián se enfrentó por fin al hombre que le estaba robando la juventud a su niña.

—Mi padre, que era partidario del vino de Jerez y de mojar pan en la salsa de las almejas —empezó a contar sin pronunciar apenas las eses—, cuando volvió a Ronda después de la guerra, fue casa por casa preguntando por sus amigos. Habían muerto todos. Los habían matado a todos. Al llegar al final del pueblo, simplemente siguió calle abajo, caminando como un vagabundo, hasta que más allá de la sierra se topó con Arcos, en lo alto de este barranco, donde no tenía ningún conocido, ningún recuerdo ni nadie a quien llorar. Aquí echó raíces, lo mismo que el limón. Lo plantó él con sus propias manos. No regresó jamás a su vieja Ronda porque le dolía el alma de sólo pensar en lo que le habían quitado.

Hinestrosa asintió.

—Yo me parezco mucho a mi padre —continuó Cobián—. También me duele el pecho cuando pienso en lo que estás haciendo con Clara. —Levantó la copa, trató de pasar por la garganta el oloroso viejo y le supo amargo—. A ver si te crees que nos hemos caído de un guindo. Quiero que sepas que no descansaré hasta ver cómo te ahogas en el charco de mierda en el que te has metido. —Sacó dos sobres del bolsillo del pantalón—. Esta carta es para el rector de tu miserable universidad — añadió, agitando el papel—. Esta otra es para el director de ese periódico que cada vez que puede te recuerda que no eres más que un hijoputa. Gabriel Hinestrosa perdió la batalla sin pelear siquiera. Se quedó tieso como un niño al que han sorprendido en medio de una travesura atroz. Le temblaban las manos y el pecho, le temblaban las piernas y la voz. Se levantó de la silla. Echó a andar, atravesó el patio, el zaguán, la puerta de madera, la calle sombría, y siguió bajando por la cuesta, hasta más allá de la sierra, camino de un Madrid sin Clara en el horizonte. Porque a Clara se la habían llevado las águilas, las nubes, los ángeles o Dios, junto con la ciudad del risco, el agua del limonero y el resto de su vida.

—Por el miedo te perdono, maestro. Por el peso de tu conciencia rancia te perdono también, pero jamás podré perdonarte por haberme abandonado aquella tarde en la casa de mis padres. Me devolviste como uno de esos maridos de antaño que, cuando descubrían la vergüenza de haberse casado con una mujer que no era virgen, la repudiaban sin mediar palabra. La llevaban de vuelta a la casa del padre, maldita para siempre, y la dejaban allí, pudriéndose de asco, vulnerable a las miradas acusadoras del pueblo, a sus cuchicheos. El teléfono había sonado demasiado temprano: a las cinco de la mañana de una noche aún dormida. Gabriel Hinestrosa había calculado la hora para Clara y había tenido la plena seguridad de que esta vez era ella, la chiquilla, quien lo despertaba con un grito lejano, procedente de la orilla opuesta del mar. Y había sabido, con antelación de meses, que aquella llamada llegaría tarde o temprano, cuando la rabia de Clara sedimentara como el barro en un charco turbio y por fin, a través del agua limpia, pudiera asomarse al fondo de la cuestión.

—No podía quedarme, chiquilla, ni un minuto más.

—Pero yo me hubiera ido contigo.

Habían pasado cinco años y, en la memoria de Clara, Miguel Cobián todavía seguía sentado en el patio. «¿Y Gabriel?», le había preguntado la chiquilla con los ojos clavados en el vacío del cuerpo del galán sobre la silla. «Se ha marchado». Y había echado a correr, dejando caer la jarra al suelo. Patio, zaguán, puerta, calle, cuesta, detrás de la sombra sin huellas del maestro.

Cómo la consoló su padre aquella noche contándole historias viejas de la familia, rescatando retratos en sepia del fondo de los arcones. «Éste era tu abuelo, ésta mi tía Paca», y ella, ausente, descolorida, tratando de entender los motivos de la huida de Hinestrosa a través de la sierra.

Cuando volvió a ver al maestro, éste no era más que un catedrático casi anciano sentado en una mesa coja.

—Guarden los apuntes —pidió, lacónico, mirando al infinito como si pudiera verlo.

No merecía una matrícula de honor aquel examen. En realidad, no era más que un desahogo. Con la letra apretujada por la rabia, Clara le echaba en cara su debilidad de carácter, su falta de hombría. Pero estaba muy bien escrito, ciertamente, con una claridad de ideas, una argumentación, una concisión, una semántica que Hinestrosa, por deformación profesional, le colocó un diez en todo lo alto. Al leer aquel papel había sentido que se le sacudían las entrañas y una mezcla rara de culpa, tristeza, nostalgia y desesperación se había apoderado de su ánimo. Irónicamente, decidió romper con ella en el instante mismo en el que comenzó a amarla. Pudo más el miedo, qué cobarde, y la estúpida creencia de que sólo la fama concede la vida eterna a los mortales.

La llamó a su despacho y ella entendió el envite. Apareció en la azotea a eso de las once de la noche del último día del curso con el pañuelo de enjugar lágrimas escondido en el bolsillo. Al final, fue ella quien lo tuvo que abrazar, porque a Hinestrosa le colgaban los dos brazos a ambos lados del cuerpo.

—Ya estoy aprendiendo a tener paciencia —aseguró ella, que llevaba quince días esperando a que el maestro diera señales de vida.

—Y yo a quererte de veras.

Eso dijo. «A quererte de veras». Pero en medio de aquel río revuelto, de aquellas aguas tan turbias, la chiquilla no supo descifrar las palabras de Hinestrosa. Quererla no era recibirla con un bolero encendido, ni esconderla detrás de la puerta cuando llamaban al timbre. No era desear el calor de su piel, ni contarle secretos al oído. No era encerrarla en la jaula, apresarla en la tela de araña. No era robarle la juventud.

Quererla era dejarla ir.

—Me parece que ya entiendo tus razones —les dijo a los geranios después de colgarle el teléfono a Hinestrosa—. Viejo desalmado.

Abrió una rendija de aire helado para alimentar a su planta de un poco de cielo. Empezaba a cogerle el gusto a eso de dejar al maestro con la palabra en la boca. Sucia venganza. La noche era fría, como corresponde a Manhattan en diciembre, pero también clara y limpia, silenciosa incluso. Un coche atravesaba la rotonda y se detenía en ese momento al pie de la escalera donde Tom aguardaba aún con Bárbara Rivera colgada del brazo.

—¡Ernesto, hijo de mi vida! —gritó la buena señora—. Déjame quedarme un poquito más en esta santa casa, no me seas malo.

Pero el hombre aquel, corpulento y dueño de un contundente bigote poblado de canas, introdujo a su madre en el coche con la ayuda de Tom y cerró la puerta con un golpe seco.

Cuando los dos hombres quedaron frente a frente, se contemplaron en silencio un instante y entonces se abrazaron con fuerza, propinándose sonoras palmadas en la espalda.

—Hermano —murmuró Ernesto Rivera, el vivo reflejo de su padre, Emilio, al oído de Tom, ambos envejecidos como los buenos vinos, en barrica de roble, conservados a la justa temperatura para resultar deliciosos.

Clara sonrió para sus adentros. Aquella imagen parecía una escena procedente del pasado; un deja vu, un juego de espejos imposible, ya que, en realidad, Thomas Bouvier le sacaba treinta años al bueno de Emilio Rivera. Uno era ya un respetable carcamal cuando el otro apenas arañaba los cincuenta. No. No eran Thomas y Emilio, dos fantasmas de otro tiempo, sino Ernesto y Tom quienes se abrazaban en la rotonda y, a pesar de todo, parecía que aquella amistad hubiera desafiado a los años, a la vida y a la muerte para unirlos de nuevo bajo su ventana.

Algo había de cierto en las palabras de Bárbara. Un hilo invisible que de alguna manera vinculaba a esas dos familias en la riqueza y en la pobreza, en la salud y en la enfermedad, por los siglos de los siglos.

Clara apuntó mentalmente esa idea: tirar del hilo.

Pero entonces la escena se amplió de pronto, como si el objetivo de una cámara cinematográfica hubiera abierto el plano sobre el resto de la casa y del jardín.

Por detrás de los árboles apareció la figura sorprendente de Rosa Fe envuelta en un chaquetón de plumas. Se acercó lentamente hacia los dos hombres hasta quedar situada tras ellos, a una distancia de un par de metros, con los brazos cruzados sobre el pecho, el cabello suelto, la cabeza ladeada, los labios apretados, las mejillas coloradas.

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