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Authors: Mamen Sánchez

Agua del limonero (18 page)

BOOK: Agua del limonero
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Con la ayuda de Boris Vladimir, la gala inaugural de la «Maison Bouvier», como él bautizó a partir de entonces a aquella casa, resultó un éxito rotundo. El champagne estuvo a la temperatura perfecta, las viandas deliciosas, las flores frescas, la música en su justa medida, la anfitriona bella como una diosa recién bajada del Olimpo. Y si no lo fue, así permaneció en la memoria colectiva, ya que el propio príncipe se encargó de cincelarla al día siguiente en su columna de sociedad. «La noche mil dos», tituló aquella crónica empalagosa que Greta conservó toda la vida en un marco de plata sobre el piano.

Hasta Rosa Fe parecía otra. Su larga trenza deshilachada se la había recogido con una redecilla bajo la cofia. Vestía uniforme oscuro y delantalillo blanco, de encaje, y su piel había palidecido por andar escondiéndose del sol, con los niños, a la sombra de los árboles. Empezaba a acostumbrarse a aquella ciudad de locos, al tráfico, al humo y hasta a la gente sonámbula de las esquinas. Sólo añoraba el tequila y los chilaquiles y, a veces, pocas, un guiso de fríjoles con chocolate que cuando vivía en México le cocinaba su madre y ella despreciaba porque decía que sabía a sudor de yegua.

La noche de la fiesta, ella, que le había cogido gusto a las películas de la Metro, creyó por un momento que el mundo, por una suerte de casualidad cósmica, se vendía enlatado, convertido en celuloide. Todas aquellas damas de largas boquillas y aquellos caballeros de pajarita negra eran Ginger Rogers y Fred Astaire, sólo que a todo color, y ella, una Ingrid Bergman rechoncha que buscaba con los ojos a Humphrey Bogart nada más que para olerle el cuello de la camisa. Siempre le intrigó eso, el perfume de las estrellas.

Se lo estaba pasando de cine, contemplando la superproducción desde su particular patio de butacas situado junto a la puerta de entrada. Su misión consistía en aguardar de pie con una bandejita de plata entre las manos para que los invitados depositaran allí sus tarjetas de visita. Y en sonreír.

Otras doncellas atendían asuntos menores, como el ropero o la limpieza del baño. Los mayordomos y camareros se ocupaban de servir la cena, rellenar las copas de champagne, descorchar botellas y cumplir deseos. ¡Qué blancos eran sus guantes! ¡Qué lustrosos sus zapatos! ¡Qué diferentes al indio Pedro y a los peones de la hacienda, que vestidos de esmoquin parecían payasos disfrazados!

En ésas estaba, recordando a Pedro en camiseta, cuando notó que un aire frío le cortaba la respiración. Algo le había succionado el alma, se le había escapado por la boca abierta y había regresado a su cuerpo convertido en hielo. Levantó el mentón. Volvió a mirarle los ojos a la muerte.

Bartek Solidej había tamborileado con las uñas sobre la bandeja. Le estaba atravesando igual que un cuchillo de acero las entrañas. Llevaba el pelo rubio pegado a la cabeza, la manicura hecha, el lazo al cuello, la bala que mató a Pedro aún escondida en esa mirada azul, tan sólida, tan transparente que más parecía un pedazo de mar estallando contra el arrecife.

Se llevó un dedo a los labios para indicarle a Rosa Fe que le guardara el secreto de su presencia allí y ella tembló paralizada por el miedo. Abandonó su puesto, dejó la bandejita sobre un buró y corrió a refugiarse, primero en la cocina, después en su dormitorio, donde Rosa Fecita respiraba acompasadamente, ajena a aquella muerte que se les venía encima. Dejó al asesino suelto. Qué cobarde.

Bartek Solidej se deslizó por aquel salón con tal sigilo que, para muchos ojos, resultó invisible. Sólo ciertas mujeres, las más temerarias, se volvieron a mirarle el color de las pupilas cuando pasó por su lado. Encontró a Greta apoyada en el piano, con una copa de champagne en una mano y la otra acariciando en el aire el sonido de la música. Había un hombre a su vera, todo barriga y bigote, que la contemplaba absorto, como si el mundo entero terminara en ella.

—Greta —dijo Bartek. Y la vida se detuvo.

Durante una décima de segundo Greta perdió el compás. Palideció. Lo reconoció escondido dentro del esmoquin blanco, la pajarita negra, el perfume caro y los gemelos de oro.

—¡Bartek! —gritó casi.

Se abalanzó sobre el hombre, lo abrazó, lo besó. Lo contempló una y otra vez, de arriba abajo. Se separó de él, de su tensión y su gélida temperatura corporal. Se volvió hacia Emilio y dijo:

—Emilio, éste es mi hermano Bartek. —Volvió a mirarlo. Esta vez al fondo del arrecife—. Dios mío —añadió—, creí que no volvería a verte jamás.

Emilio Rivera sintió un alivio tal al averiguar cuál era la relación de Greta con aquel galán de cine que de la alegría palmeó la espalda del otro con una energía desmedida.

—Bienvenido a América —le saludó, como si América fuera suya.

Qué poco imaginaba Emilio lo efímera que es la suerte. Cómo América entera puede cambiar de manos en una sola noche. No pudo, o no quiso, leer en la mente de Bartek Solidej que de ahí en adelante ya no le pertenecería ni el aire que respiraba.

Capítulo 8

I

Se estableció algo parecido a una rutina en la que Clara participaba de manera voluntaria, si bien Greta jamás le pidió opinión. Simplemente, como hacía en todas las esferas de su vida, tomó la decisión unilateral de poner hora a sus encuentros. Escogió ese espacio de tiempo que se detiene entre la tarde y la noche, en el que la mayor parte de los seres humanos regresa a casa después de un duro día de trabajo con la idea fija del baño caliente y los pies sobre el sofá. «Buenas tardes», decía Rosa Fe cuando entraba en el salón con la bandejita del agua. «Buenas noches», decía un par de horas después, cuando la recogía.

A Clara le encajó el plan en sus planes. Dedicaba las mañanas a escribir. Las tardes a escuchar. Las noches a imaginar. Así se iba tejiendo el enredo de la vida de Greta por capítulos.

A veces Greta la invitaba a acompañarla a alguna de las mil actividades que realizaba. El día que no tenía que asistir a la inauguración de una galería de arte se había comprometido a acudir a un cóctel benéfico, a la presentación de un libro, a un concierto, a un estreno, a una entrega de premios o a un aburrido recital. Clara aceptaba siempre, ávida de nuevas oportunidades de ver a la dama en acción, y le divertía escuchar una y otra vez el mismo comentario al salir de casa: «¡Qué pesadez!», porque sabía lo que vendría a continuación, el nostálgico «Ya nada es como antes» que Greta pronunciaba invariablemente como reflexión final de todas sus vivencias presentes.

—Aquéllas sí eran fiestas de verdad, Clara —le comentaba con una media sonrisa—. Allí no había un diamante falso, todos eran auténticos. El dinero era auténtico, la belleza era auténtica. Te hablo de antes de Pitanguy, de los tiempos de Helena Rubinstein y sus salones de belleza. Aquellos cardados, aquellas pestañas larguísimas, aquellas uñas de porcelana… Todas querían ser Jackie.

—¿Kennedy?

—Exacto. Cuando cambió de apellido ya dejaron de admirarla. O eso dijeron, pero le siguieron copiando las gafas de sol. Jacqueline Kennedy era muy culta, muy seria, muy callada. Tenía una vocecita muy suave y le gustaba más discutir con los hombres de política que hablar con las mujeres de tonterías. En eso estábamos de acuerdo. No hay nada más aburrido que las reuniones de señoras. No sé quién las inventó: que si un té, que si una partida de bridge…

—Ya. —Clara le daba la razón en todo.

—La verdad es que era difícil entablar amistad con ella; era una mujer poco amiga de las mujeres. Pero tenía un estilo sensacional. Se vestía en aquellos días con unos largos caftanes de seda en tonos pastel, andaba casi siempre descalza. Para salir se ponía una camiseta negra, pantalones y bailarinas blancas, se recogía el pelo detrás y estaba divina.

—Sin arreglarse.

—¡Qué palabra!

—¿Acicalarse?

—Déjalo, Clara. Apunta. Mi hermano Bartek y yo solíamos pasar largas temporadas en el castillo de Ratisbona de Johannes von Thurn und Taxis, o en la isla de Skorpios, con Onassis, o en Spetsopoula con Niarchos. Durante el verano íbamos a navegar por la Costa Azul en el barco del rey Faruq y también visitábamos a los Rothschild, que vivían en París frente al Palace Atenea. No conocí a Maria Callas, pero sí a Tina Onassis, en Saint-Moritz. Era alegre, encantadora, muy divertida. Después se casó con el duque de Marlborough y luego con Niarchos, el marido de su hermana. La pobre murió en circunstancias muy extrañas. De esa época tengo infinidad de anécdotas que te iré relatando poco a poco.

—¿Y Tom?

—Tom estudiaba en Suiza, en Lausana. En el mes de julio viajábamos hasta allí y nos lo llevábamos a pasar unos días al Villa D'Este. Si le preguntas cuál es su lugar preferido del mundo, te dirá que Bellagio, esa deliciosa ciudad a orillas del lago Como. Coincidíamos en el viejo palacio con muchos amigos de Nueva York y de Europa. Era nuestro punto de encuentro; nuestro escondite entre montañas.

Era fácil imaginar aquella dolce vita por la que pasaba Greta, sin otra obligación que la de disfrutar de la fortuna de Thomas Bouvier, porque sus recuerdos formaban parte de las hemerotecas y su leyenda estaba escrita en letras de molde. Algunos de los recortes que Clara coleccionaba en aquel portafolios suyo, estaban también archivados en la biblioteca de la Maison Bouvier, encuadernados en cuero. Se respiraba en la casa una cierta fragancia a narcisos, Greta al óleo, Greta en papel cuché, Greta sobre el piano o colgada de la pared.

Pero también, como consecuencia de lo anterior, era sencillo figurarse la soledad de Tom en aquel internado en tierra de nadie, permanentemente asomado a la ventana y sin saber a quién añorar. Su padre no era más que un retrato en sepia; su madre, una foto en colores; su casa, una imagen remota en medio de un millón de luces. Sólo las memorias de la niñez bajo el tilo, los primeros pasos por aquel jardín y el principio de la única amistad que perduraría para siempre, la que le unía a los dos niños que compartían las mismas sombras de los árboles del parque, Ernesto y Rosa Fe, le anclaban a esa vida que por decisión materna era la suya.

Una vez al año, Tom regresaba a casa, diez centímetros más alto, diez metros más distante, para celebrar la Navidad al estilo Bouvier.

—La fiesta de Pascua y la gala de Nochevieja se han celebrado en la Maison ininterrumpidamente durante los últimos cincuenta años —relataba Greta con orgullo—. En este salón, al que se accedía a través de una puerta de doble hoja, han bailado los diez últimos presidentes de la nación. La política nunca ha sido un problema en esta casa. Simplemente se luce, lo mismo que un atrezo de joyas; ni se ostenta ni se exhibe, sólo se lleva encima, como un perfume.

—¿Es cierto lo que dicen sobre Grace Kelly?

—¿Que perdió aquí su zapato?

—Eso.

—Aquí se han perdido muchos zapatos de cristal, Clara, puede que el suyo fuera uno de ellos.

Los niños se asomaban a ese mundo de gasas y tules a través de los barrotes de la escalera. Formaban parte del escenario, igual que el fuego de las chimeneas, sólo para hacer bonito, porque allí ni hacía frío ni se prestaba la menor atención a la presencia de esos tres elementos discordantes. Tom y Ernesto luchaban contra la presión de la pajarita y el jersey de punto, el picor de las medias de lana y el incómodo chasquido de las botas de charol. Aguantaban estoicamente las bromas de los mayores, las caricias de los desconocidos y esa manía de todos de alborotarles el pelo. Rosa Fe, en cambio, no tenía la obligación de salir a saludar. Podía pasarse la noche descalza, con las piernas colgando de la mesa de la cocina, embadurnada de azúcar y con las trenzas deshechas, que a nadie le importaba un comino. Pero eso sí, con una curiosidad malsana, salía de su escondite cuando se acercaba la medianoche y subía al primer piso para no perderse el vals con el que se abría el baile. «¿Me concede el honor?», le decían a veces Tom, a veces Ernesto, sus príncipes azules.

Todo esto se lo contó Tom a Clara una noche después del café, cuando Rosa Fe salió del salón y la española lo interrogó sobre su atípica amistad, más que evidente.

—Crecimos juntos —respondió él—. Rosa Fe, Ernesto y yo: tres hijos únicos y bastante solitarios. Estábamos muy unidos. Nos queríamos mucho.

—Dime, Tom —preguntó luego para comprobar hasta qué punto lo desconocía su madre—, ¿cuál es tu lugar preferido del mundo?

—Era.

—¿Ya no lo es?

—Hace quince años que no voy por allí. No he tenido valor para volver. —Miró a Clara—. Tal vez quieras verlo. Puede que contigo sea más fácil.

—No estamos hablando del lago Como, ¿verdad?

—No.

—De acuerdo, llévame contigo, Tom.

II

En un reportaje a todo color en una revista europea se hablaba de la maldición Bouvier como de una enfermedad hereditaria. «La desgracia se ceba con los ricos y poderosos», aseguraba el periodista citando a los Onassis, los Kennedy y los Agnelli en el mismo párrafo en el que relataba con auténtica crudeza el triste final de Luisa

Bouvier. «La joven y bella española —siempre estos tres calificativos para referirse a ella— fue hallada sin vida en la residencia familiar de los Hamptons, donde, al parecer, se había retirado voluntariamente al conocer su diagnóstico. De esta manera, la muerte temprana vuelve a sacudir las entrañas de una dinastía de viudos de vocación». Recordaba a Linda, a Juliet y a Gloria, las tres esposas de Thomas H. Bouvier, todas ellas fallecidas antes de cumplir los cuarenta; a la propia Greta, que enviudó en la mismísima noche de bodas, y, finalmente, a Tom, deshecho, deshilachado, anegado, con su pequeña hija, Carol, abrazada al cuello, viendo cómo se llevaban el cadáver de Luisa de aquella casa a la que no volverían jamás.

El tiempo había transformado el jardín en un sembrado de malas hierbas, la hiedra se había apoderado de los balcones, la buganvilla había cubierto la fachada entera de flores salvajes y el lentisco había conquistado el camino. El castillo de la Bella Durmiente era una casa de madera blanca con un tejado a dos aguas y un porche grande que daba al mar. El viento y la sal de quince años recorrían las paredes igual que las arrugas la piel de Tom. Rondaba los cincuenta Tom, y Clara, hasta ese momento, no había caído en la cuenta de que las extensiones de sus gestos hacia los ojos y hacia la comisura de los labios eran señales inequívocas de su edad y también la consecuencia de esa expresión perdida en algún punto del espacio invisible donde residían sus recuerdos. Ahora, debido a la claridad con la que contempló uno a uno todos los años con los que convivía Tom, confirmó de repente de que la suya era una sonrisa rotundamente triste.

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