Al calor del verano (2 page)

Read Al calor del verano Online

Authors: John Katzenbach

Tags: #Policíaco, intriga

BOOK: Al calor del verano
7.18Mb size Format: txt, pdf, ePub

—¿La violaron?

—No lo sé. ¿Por qué no consigues un fotógrafo y vas a echar un vistazo? Llámame por radio cuando sepas algo.

—De acuerdo. —Me puse de pie, cogí una libreta de la pila que tenía sobre mi escritorio y me encaminé al departamento de fotografía.

—Oye —me llamó Nolan—. ¿Querías mucho a tu tío?

—Cuando era pequeño —respondí—. Un poco.

A Andrew Porter le gustaba tomar las curvas con aquel automóvil grande, con una mano en el volante y la otra fuera de la ventanilla haciendo gestos a los demás conductores. En su mayoría eran jóvenes que seguramente se dirigían a las playas. Algunos llevaban botes en remolques, y la circulación ya comenzaba a atascarse en la entrada del McArthur Causeway y la carretera a Cayo Vizcaíno. Nosotros avanzábamos a gran velocidad en dirección opuesta, de modo que yo no alcanzaba a distinguir los rostros de la gente que esperaba en sus vehículos. El fotógrafo no cesaba de hablar: una historia acerca del reportaje de otro homicidio, en algún punto del pasado. Su voz grave apenas se oía bajo el estruendo del motor y del acondicionador de aire. En cierto momento se puso a cargar su cámara; con una mano apoyada en su regazo y la otra en el volante, colocó el carrete en la cámara y cerró la tapa.

—Una vez hice esto mientras conducía a más de ciento cincuenta, por la carretera 441. Perseguíamos a un par de chicos que habían robado un automóvil. Un poli y yo, volando por la carretera; no había tiempo de asustarse —añadió, riendo.

Recordé la lentitud con que se había desplazado la hilera de automóviles desde la iglesia hasta el cementerio. Volví a ver el coche fúnebre doblar la esquina y, justo detrás de él, el largo Cadillac negro en el que iban mi padre y la esposa de su hermano. Había llovido durante toda la mañana, y los limpiaparabrisas parecían llevar el compás de una marcha fúnebre. Aún resonaba en mis oídos el
Himno del Cuerpo de Marines
que, desde el órgano, había inundado la iglesia, lento y solemne; resultaba casi imposible reconocer aquella cadencia tan familiar cuando se ejecutaba en honor de los muertos y no de los vivos. Recuerdo que me sorprendí al ver el féretro cubierto por la bandera: los vívidos colores parecían fuera de lugar, incongruentes con ese día gris y aquella iglesia sombría.

Primero había hablado el sacerdote.

—Escucha nuestra plegaria, Padre, por el alma de Lewis Anderson, y concédele en el cielo la paz que buscó aquí en la tierra...

«Paz —pensé—. Lo contrario de guerra.»

Mi tío había sido un hombre muy robusto, de brazos largos y musculosos y con un pecho tan ancho como el escudo de un caballero andante. Hablaba siempre con una voz profunda en la que, aun al reír, se apreciaba un dejo amenazador, una nota tensa que ponía de manifiesto cierta ansia por captar la atención. Luego clavaba en mí su ojo sano con una mirada que me dejaba helado y asustado.

Había perdido el ojo derecho en Iwo Jima, camino de Suribachi, según decía, justo antes del izamiento de la bandera. Se había perdido ese momento, pues estaba demasiado aturdido por la morfina para comprender lo que ocurría alrededor. Una vez me contó que había sido una sensación extraña la de perder el ojo. Al principio creyó que iba a morir; luego, que todo le estaba sucediendo a otra persona. Notaba la sangre y el dolor. Sin embargo, le costaba convencerse de que ese dolor y esa sangre eran suyos. Para él, en ese momento, el herido era alguien totalmente ajeno a él.

Cuando yo era pequeño, él solía hacerme obsequios. Libros sobre el Cuerpo de Marines, una insignia del Corazón Púrpura, una bandera del Sol Naciente que había traído como botín de Tarawa. Una vez, para Navidad, me regaló un cuchillo de caza largo y curvo con una costosa vaina de cuero.

—Esto te vendrá bien —me aseguró.

Durante años, el cuchillo permaneció sobre mi escritorio.

—Cuando necesites algo, cualquier cosa, ya sabes a quién acudir —añadió.

Pero nunca le pedí nada.

Luego, el sacerdote leyó el pasaje más conocido del Eclesiastés, el de «hay un tiempo para toda las cosas». Me acordé de la canción popular basada en esos versículos. Leídos en la iglesia resonaban entre las vigas del techo, lo que les daba una sonoridad distinta, más profunda.

Solía encontrarme con mi tío y su esposa en las reuniones familiares: el Día de Acción de Gracias, en Navidad, a veces en las celebraciones de cumpleaños..., en todas las fechas señaladas. No tenían hijos: nunca supe por qué.

En esas ocasiones, él bebía demasiado. Yo lo contemplaba mientras se servía copas y las apuraba a sorbos, con delectación, en una cadena infinita. Se olvidaba de la mayor parte de las cosas, excepto del himno, que tarareaba para sí, con una expresión apagada en el ojo bueno y con el ojo falso muy abierto, sin ver nada.

A veces, por las noches, lo oía gritar en sueños. Cuando el sacerdote terminó de leer, se impuso el silencio y mi padre se dirigió al altar.

La bandera reflejaba la luz que se colaba del exterior, proyectando sobre el rostro de mi padre un brillo multicolor.

—En 1941 mi hermano fue a la guerra —comenzó. Yo lo escuchaba con atención—. No estoy seguro de que haya regresado...

«Culpamos a la guerra —pensé—. Mejor culpemos a Iwo Jima. Dicen que allí dejó algo más que el ojo.»

Me llevé una mano a la frente y luego me cubrí los ojos, mientras oía la voz de mi padre subir y bajar de tono en la iglesia. Por teléfono, él había ido directamente al grano.

—Tu tío se ha suicidado —me informó—. Siento tener que decírtelo.

—¿Cómo ocurrió? —pregunté, por deformación profesional.

—No hubo nada específico. De hecho acababan de ofrecerle un nuevo puesto en la universidad. Recaudación de fondos, supervisión de los programas académicos... la clase de trabajo que se le daba bien.

—¿Había estado bebiendo?

—Tu tía dice que no. Dice que estaba sobrio, pero que había estado revisando sus viejos álbumes de recortes, de su época con los Marines. No le dijo nada; sólo subió al primer piso, a su estudio, y sacó una veintidós que tenía guardada. Luego entró en el baño, cerró la puerta y se mató.

—¿No dejó ninguna nota? ¿Ningún mensaje?

—Nada.

—Lo siento por ti —dije.

—En cierto modo, es un alivio. Hacía mucho tiempo que él no era feliz.

—¿Por qué?

—¿Quién sabe?

Mi padre terminó de hablar y el organista tocó los primeros acordes del himno. Una guardia de honor llevó el ataúd hasta el coche fúnebre. Semper Fidelis. Los seguí. Colocaron el féretro en la parte trasera y se apartaron. Sus movimientos eran tan ceremoniosos como exagerados. «La precisión y la pompa con que los militares lo disfrazan todo», pensé. Mi tía lloraba, pero los ojos de mi padre estaban secos. Se lo veía tan impasible como si estuviese dirigiendo el tráfico. Después, todos subimos a los automóviles para ir al cementerio.

El responso rezado junto a la sepultura fue más breve de lo que yo esperaba. El sacerdote volvió a leer pasajes tradicionales: polvo al polvo, cenizas a las cenizas. Yo no lo escuchaba. Observaba el rostro de todas las personas que se encontraban allí. Miré a mi hermano. Me pregunté qué sentiría yo si él estuviera muerto. Me sorprendí escuchando el repiqueteo de la lluvia sobre el toldo que cubría la tumba. A un lado, los sepultureros aguardaban tranquilamente junto a una excavadora. Se me ocurrió que quizá no había mejor manera de aprender a ser paciente que trabajar en un cementerio.

Luego terminaron las honras fúnebres. Nos dimos la mano y expresamos en voz baja nuestros buenos deseos. Me acerqué a mi padre.

—Tengo que marcharme —anuncié.

—Habrá comida y bebida en casa de tu tía. Me gustaría que vinieses.

—Tengo que marcharme —repetí—. El vuelo sale esta tarde. Cogeré un taxi.

—Está bien —dijo, y se alejó.

Pensé en la borrasca próxima a Venezuela. Intenté imaginar el centro de la tormenta, los vientos girando a toda velocidad en círculos concéntricos, cada vez más cerrados. Tenía que regresar.

—¡Ahí está! —exclamó Porter, entusiasmado. Dirigí la mirada al frente y divisé las luces de media docena de vehículos policiales estacionados en el arcén. Había un corrillo de curiosos a pocos metros de allí, en el patio de una enorme e imponente mansión. Vi el vehículo amarillo del forense y un furgón sin ventanas, verde y blanco, de los que usan los técnicos en la escena del crimen. Aparcamos detrás del primer coche patrulla.

—¿Qué te parece? Les hemos ganado a todos por la mano. No hay una cámara de televisión a la vista. —Porter ya se había colgado del cuello una cámara de fotos y estaba preparando otra—. Vamos —añadió—, antes de que lo tapen todo.

Bajó del coche de un salto y se adentró en el campo de golf a grandes zancadas. Lo seguí unos metros más atrás, medio corriendo, medio caminando. En área del decimotercer hoyo, un oficial de uniforme nos detuvo con un grito:

—¡Alto ahí! —Se aproximó a nosotros y agregó—: Está prohibido el paso.

—Pero no puedo sacar fotos desde aquí —protestó Porter—. Déjenos acercamos sólo un poco más. No se preocupe; no fotografiaré nada que ustedes no quieran.

El policía negó con la cabeza. Entonces intervine.

—¿Quién está al cargo?

—El detective Martínez —respondió—. Y también el detective Wilson. Hable con ellos cuando terminen. Por ahora, espere aquí —añadió, volviéndonos la espalda.

—Voy para allá —dijo Porter, señalando los matorrales—. Tengo que encontrar un buen ángulo.

Se alejó, intentando mantenerse fuera del campo visual del policía. Advertí que uno de los detectives miraba en dirección a mí y lo saludé con un ademán del brazo. Él se acercó.

—¿Cómo estás, Martínez? —dije—. ¿Qué habéis encontrado?

—Hacía mucho que no te veía —observó—. Desde aquel juicio en marzo.

Recordé que él había sido el testigo principal en el juicio de un adolescente acusado de asesinar a un turista que le había pedido indicaciones. El caso había tenido mucha repercusión, especialmente cuando el defensor alegó que el muchacho estaba desequilibrado debido a la vida diaria en el gueto. Era una defensa novedosa; el jurado estuvo reunido durante dos horas antes de rechazarla. A todos en la redacción les había hecho mucha gracia.

—Es que ya no se cometen crímenes de calidad, ¿no crees?

Martínez se rió.

—Sí, sólo homicidios, violaciones y robos comunes y corrientes. Ya no hay valores.

—Es verdad —respondí—. Pero dime, ¿hemos dado con algo interesante aquí?

El detective me miró.

—Hemos dado con un asesinato sangriento —contestó—. Una muchacha, de unos dieciséis o diecisiete años, a juzgar por el aspecto que tiene por detrás. El doctor Smith está aquí, pero aún no le ha dado la vuelta. Al parecer le dispararon a la nuca con una pistola de gran calibre, tal vez una Magnum 357. Posiblemente una 45 o una 44 especial. Pero fue algo potente; la chica tiene toda la parte posterior de la cabeza destrozada.

Yo había extraído mi libreta y estaba tomando apuntes. El detective me miró por un momento y luego prosiguió.

—Dios, uno se siente fatal al ver una muchachita como ésta asesinada.

Transcribí sus palabras al pie de la letra.

—Sin embargo, hay una cosa muy extraña, aunque no debes publicarla todavía.

—¿Qué es?

—¿Me prometes que no la publicarás? —insistió.

—Está bien, te lo prometo. ¿De qué se trata?

—Tenía las manos atadas a la espalda. No había visto algo así desde... —pensó por un momento— aquel gángster, el jugador que encontramos en Glades. ¿Lo recuerdas?

—Eso es lo que llaman «asesinato estilo ejecución», ¿verdad?

Martínez se rió.

—Así es. Ahora bien, ¿por qué querría alguien ejecutar a una adolescente?

—¿La violaron?

—No estoy seguro —respondió—, toda su ropa parece estar intacta y en su sitio. No lo entiendo.

—¿Qué lleva puesto?

—Tejanos, camiseta, sandalias. La indumentaria habitual de los adolescentes. —Hizo una pausa y levantó la vista—. ¡Vaya! —exclamó—. Aquí llegan tus hermanos y hermanas.

Miré hacia atrás y vi que había llegado la gente de la televisión. Venían en equipos, integrados por un sonidista, un reportero y un operador de cámara.

—Bueno —dijo Martínez—, luego te veo. Habla con el médico, y con aquel tipo, el de los pantalones cortos. Es el que encontró el cadáver. Habla con él. Y otra cosa...

—¿Qué?

—Pídeme la información a mí; Wilson tiene una hija adolescente. Esto ya lo ha afectado bastante.

—Está bien —asentí—. ¿Llevaba la chica alguna identificación?

—Más tarde hablamos —dijo el detective, y se alejó por el césped.

Al ver las cámaras, varios de los oficiales uniformados que habían estado registrando los arbustos se acercaron para mantenerlas a raya. Los tipos de televisión parecieron contentarse con grabar imágenes desde lejos mientras los policías procedían a examinar la escena del crimen. Yo regresé al coche y llamé a la redacción por la radio. Respondió una secretaria y un instante después oí la voz de Nolan.

—Y bien —dijo—, ¿qué has averiguado?

—Creo que aquí hay buen material —respondí—. Tal vez haya sido un secuestro. No lo sé. Pero es un caso muy extraño: la muchacha tenía las manos atadas a la espalda. La han matado al estilo ejecución. Aún no hay que publicar ese dato, pero podremos hacerla pronto.

—¿Buenas fotos?

—Creo que sí. Andy Porter está entre los arbustos con un teleobjetivo. Hay muchos policías registrando el lugar.

—Suena bien. Mejor que las fotografías del desfile del glorioso Día de la Independencia que teníamos pensado publicar —comentó con una carcajada.

—Escucha, necesito que alguien haga unas indagaciones por mí.

—¿Qué cosa? Pide lo que quieras.

—Quiero que alguien llame a la oficina de personas desaparecidas y a las comisarías locales y pregunte si alguien denunció anoche o ayer la desaparición de una chica en Gables. Es una posibilidad.

—Buena idea. Se lo encargaré a alguien antes de que a la policía se le ocurra hacer lo mismo. Hasta luego.

Colgué el receptor y bajé del coche. Notaba la sensación pegajosa y desagradable del sudor bajo el brazo. El azul del cielo parecía extenderse hasta el infinito. No había nubes: sólo el sol, el cielo azul y el calor. Eché a andar en busca del hombre que había hallado el cadáver.

Other books

Wasted Words by Staci Hart
Murder on Mulberry Bend by Victoria Thompson
Candy and Me by Hilary Liftin
Come In and Cover Me by Gin Phillips
Mystery at the Crooked House by Gertrude Chandler Warner
Murder Fir Christmas by Joyce Lavene, Jim Lavene