Salimos del ascensor en la planta del departamento de homicidios pero, en lugar de entrar en la oficina principal, Wilson me llevó por un pasillo lateral. Las paredes estaban pintadas de blanco y no había señales ni letreros, nada que indicara adónde conducía. Seguí al detective por el centro del pasillo, pues él no dejaba espacio suficiente para que pudiese caminar a su lado. Finalmente, se detuvo frente a una puerta marrón sin identificación alguna.
—Bien —dijo—, no hagas nada hasta que todo haya terminado. No hagas movimientos bruscos, ni enciendas ningún cigarrillo. Limítate a observar, ¿vale? Escucha y aprende.
Abrió la puerta rápidamente y ambos entramos en una habitación en penumbra. Había sólo una luz, tan tamizada que apenas se distinguían las sombras de los hombres que estaban allí. Vi una mesa sobre la que había una grabadora. Un hombre estaba sentado junto a ella, observando girar las bobinas, pero mi atención se dirigió de inmediato a la ventana. Medía aproximadamente medio metro por uno y, a través de ella, se podía ver una habitación contigua inundada de luz.
—Es un espejo unidireccional —murmuró Wilson.
En ella había un joven sentado a una mesa. Tenía cabello largo, castaño rojizo, una barba rala y los ojos oscuros. Se secaba la nariz constantemente con el dorso de la mano, restregándose el rostro en un movimiento lento y mecánico. Al hablar, sacudía la cabeza, intentando seguir la mirada de los dos detectives que estaban con él. Uno de ellos era Martínez, que tenía la corbata floja y el primer botón de la camisa desabrochado. Su chaleco entreabierto dejaba al descubierto su pistolera vacía. El otro detective, también en mangas de camisa, estaba sentado en una silla, recostado en el respaldo, con los brazos cruzados y una expresión escéptica y furiosa.
—Muy bien —dijo Martínez—, cuéntanoslo todo de nuevo, ¿quieres, Joey?
Comenzó a pasearse por la habitación, a espaldas del joven; se detenía y luego continuaba, variando la velocidad, mirando hacia el techo, hacia el suelo, clavando la vista en el hombre que estaba sentado a la mesa.
—¿Qué es lo que quieres de mí? —soltó el hombre—. Yo lo hice. Yo me cargué a todos y cada uno de ellos. ¿Qué más necesitan?
Su voz sonaba entrecortada, tensa, y adquiría un timbre metálico al salir por el altavoz instalado en el techo.
—Primero a la chica, después a los viejos, ahora a la mujer y la criatura. Ya me he cansado de esto.
—¿Por eso te has entregado? —preguntó Martínez.
—Sí.
—¿Dónde está la pistola?
—La arrojé a un canal.
—¿Qué canal?
—No lo sé. ¿Cómo quiere que lo recuerde?
—¿Cuándo?
—Antes de venir aquí.
—¿Y no lo recuerdas? Vamos, Joey.
—Les digo que no lo recuerdo.
—¿Cómo has llegado aquí?
—Caminando.
—¿Por dónde?
—Desde los suburbios.
—Por allí no hay canales.
—Sí, había uno —insistió, en tono suplicante.
—Está bien, Joey; háblame de la muchacha.
—¿Qué quiere que le diga? La maté.
—Tienes que esforzarte un poquito más.
—Muy bien —dijo el hombre, después de un momento—. También la violé.
Martínez negó con la cabeza.
—¿Por qué llamaste al periódico, Joey?
—Quería contárselo. Quería que todos se enterasen.
—¿Porqué?
—Para que supieran que soy importante.
—¿Matar te hace sentir importante, Joey?
—Así es.
—¿Te sientes importante ahora?
El hombre vaciló y se frotó la nariz con fuerza.
—Claro —respondió.
Sonrió a los detectives. Vi que Martínez hacía una señal a su colega con la cabeza. De pronto, éste estalló; levantó el brazo y descargó un golpe en la mesa, a pocos centímetros de las manos de Joey. La palmada resonó en la pequeña habitación.
—¡Mentiroso! —gritó el detective—. ¡Maldito mentiroso! ¡Nos haces perder el tiempo!
Joey se echó hacia atrás en la silla, levantando las manos para protegerse el rostro.
—¡No! —gritó—. Es verdad. Lo juro.
—¡Mentiroso! —repitió el detective.
Martínez se había retirado al fondo de la habitación y estaba recostado contra la pared, encendiendo un cigarrillo, como si allí no sucediera nada. El otro detective se puso de pie y rodeó la mesa hasta llegar junto a Joey. Se inclinó hacia éste, que se encogió, atemorizado.
—¡Sólo has venido a contarnos una sarta de gilipolleces! ¡Eso es lo que son! ¡Gilipolleces! —El detective alzó la mano—. Debería darte una...
Luego se detuvo. Se impuso el silencio en la habitación, excepto por la respiración agitada de Joey. El detective se situó detrás de él y el joven giró sobre su silla, tratando de no perderlo de vista. De pronto, el detective se agachó hasta que su boca quedó a apenas unos centímetros del oído de Joey.
—¡Maldito mentiroso! —gritó.
Joey se estremeció, como si lo hubiesen golpeado. El detective aferró el respaldo de la silla y le dio una fuerte sacudida; el hombre estuvo a punto de caer al suelo. Vi que Martínez daba una larga calada a su cigarrillo y hacía un gesto con la mano al otro detective, que asintió, volvió a inclinarse, gritó «¡Jodido mentiroso!» al oído de Joey y luego salió de su campo de visión.
—Bien, Joey —dijo Martínez muy despacio—, ¿por qué no volvemos a intentarlo?
Joey rompió a llorar y Martínez esperó con paciencia a que los sollozos cesaran.
—Lo siento —dijo Joey—. Todo era mentira.
Martínez se puso en pie y se desperezó. Tomó otro cigarrillo, lo encendió y se lo alargó al hombre.
—¿Aún puedo pasar la noche en la cárcel? —preguntó Joey, fumando agradecido.
Martínez se echó a reír y, segundos después, se oyeron también las carcajadas del otro detective.
Finalmente, también se rió el joven, pero su risa era vacilante y él no dejaba de volverse con nerviosismo, buscando al detective con la mirada.
Wilson me tocó el brazo.
—Vámonos.
Nos encontramos con Martínez en el corredor.
—Todo un espectáculo —le comenté.
Sonrió.
—Ha sido fácil, no era ningún desafío. Pero esto se está volviendo muy molesto. Éste es el quinto que ha venido esta semana. Se presentan y dicen que son el asesino y que quieren descargar la conciencia. A veces tardamos una hora, dos, tres, en hacerle cambiar de idea, aunque desde el principio sabemos que no es él. No tienen la información ni la personalidad que lo acreditarían como el asesino. Y, lo que es más importante, no cuentan con la prueba principal: el arma.
Los detectives me acompañaron a la puerta. Después de estar en la pequeña habitación, fue un alivio para mí mirar el cielo oscuro. Les pregunté si habían avanzado en la investigación de los registros.
—No disponemos de ordenadores —dijo Martínez—. Tienen que revisar a mano cada dossier. Es un trabajo duro y lento.
Wilson me miró.
—¿No ha vuelto a llamar?
—Aún no —respondí—. ¿Qué otros datos necesitáis?
—¿Qué te parecen las fechas en que se alistó y en que se licenció, el rango que alcanzó? Eso serviría de mucho.
—Lo intentaré —dije.
Últimamente hacía esa promesa muy a menudo. Los dos detectives regresaron al edificio, y yo a la oficina. Mi descripción de la falsa confesión se convirtió en un artículo más. A Nolan le gustó, y también a los de la redacción. La publicaron en un rincón de la primera página.
Christine sólo estaba dispuesta a hacer el amor con el teléfono descolgado. Me explicó que no soportaba la idea de que el asesino llamase mientras estábamos, como decía ella, ocupados. Yo me encogía de hombros y accedía a sus deseos, pero después me levantaba de la cama y volvía a colocar el auricular en su lugar, preguntándome si en ese lapso habría perdido alguna oportunidad de contacto.
—¿Es que no puedes pensar en otra cosa? —preguntó.
—Tú no entiendes —repliqué—. Una historia como ésta lo es todo. No puedo dejarlo de lado ahora, en la fase en que se encuentra. No soy el único. Cualquier periodista haría lo mismo.
Christine sacudió la cabeza.
—No lo creo —repuso.
Me dirigí a una ventana y dirigí la vista al exterior. Se formó una imagen en mi mente: yo, a los once años, mirando por la ventana del primer piso de mi casa. Estaba observando a los demás, mi padre, mi madre y mis hermanos en el patio, sentados cerca de una mesa de picnic. Mi hermano y mi padre se pusieron de pie y empezaron a arrojarse una pelota mientras mi hermana se sentó más cerca de mi madre. Entonces las cosas se sucedieron en etapas. Mi mano se cerró; oí el crujido del cristal al romperse. El dorso de mi mano sangraba, y en el marco quedaban trozos de vidrio. Me volví con un grito de niño y corrí al baño. Sumergí la mano en agua y me fijé en que el borde del lavabo se teñía de rosa y luego de rojo a causa de la sangre. Al cabo de un momento el dolor remitió un poco y me enrollé una toalla en la mano. Poco después, dejó de sangrar y vi que tenía un corte irregular sobre los nudillos y otro más profundo en el dedo índice. Con la mano bien envuelta en la toalla, regresé a mi habitación. No me asomé para ver si habían oído el estrépito. Tampoco levanté la mirada cuando, una hora después, mi padre asomó la cabeza por la puerta, echó un vistazo a la ventana y se sentó al borde de la cama. Recordé la sensación de su mano apoyada en mi frente, fresca, como una compresa fría.
Christine reparó en mi expresión, se levantó de la cama y me abrazó. Apoyó la cabeza en mi hombro y sentí que me acariciaba la nuca, casi como si me hubiese convertido de nuevo en aquel niño.
Anochecía cuando, una semana después del cuarto asesinato, Wilson me llamó. Oí voces al fondo y el tintineo de una caja registradora.
—Wilson al habla —anunció—. Sabemos quién es ella.
—¿Quién? —pregunté, mientras buscaba papel y lápiz.
—Si quieres saberlo, reúnete conmigo aquí. Si no, espera a que se emita el comunicado de prensa esta noche.
Se encontraba en un bar llamado The Alibi, en un hotel que se alzaba frente a los tribunales del condado. Yo ya había estado antes en ese lugar, oscuro como la mayor parte de los bares, y con una decoración muy austera, excepto por las botellas de licor alineadas detrás de una barra de imitación caoba. Había reservados donde se podía conversar en voz baja, atendidos por mujeres de falda corta y medias negras de red. Era un sitio frecuentado por detectives, abogados defensores y fiscales, un lugar donde se prescindía de las formalidades, donde se cerraban tratos y se intercambiaban insultos. Siempre estaba lleno y siempre reinaba d bullicio. Avisté a Wilson en un reservado, en un rincón. Martínez estaba con él, con la cabeza echada hacia atrás y las piernas estiradas.
—¿Qué quieres beber? —preguntó.
Pedí una cerveza. Miré a los dos detectives, esperando.
—Mierda —exclamó Martínez, enderezándose en la silla—. Aquí lo tienes.
Vi que Wilson seguía con la vista la mano del joven detective, que extrajo del bolsillo de su chaqueta un papel blanco. Me lo entregó y luego ambos hombres clavaron los ojos en mí mientras lo leía.
El encabezamiento de la página, sobre el sello del condado, rezaba:
COMUNICADO DE PRENSA.
Más abajo, se leían las palabras:
La cuarta víctima en el caso del Asesino de los Números ha sido identificada como Susan Kemp, de 29 años, residente en el edificio 6, puerta 110, en el complejo de apartamentos Fontainebleau Park. La niña ha sido identificada como su hija Jennifer, de 21 meses. La criatura se mantiene en condición estable en el hospital Jackson Memorial. La investigación continúa.
—Esto no me dice gran cosa —señalé—. ¿Cómo habéis realizado la identificación? ¿Cómo la eligió el asesino?
—Esperábamos —dijo Martínez lentamente— que a estas alturas tú pudieras damos esa información.
—¿Por qué no llama ese condenado? —espetó Wilson, y bebió un largo sorbo de su vaso.
Me encogí de hombros. Martínez miró de reojo a Wilson y prosiguió.
—No sé por qué la eligió, ni cómo. Es obvio que usaron un vehículo para llegar a los Glades. Además, a juzgar por los desperdicios que dejaron, resulta evidente que pasaron allí algún tiempo, tal vez toda la noche. Pero Dios sabe por qué.
—¿Cómo la habéis identificado?
Martínez se volvió hacia Wilson. Éste asintió y tomó otro trago.
—No llevaba ninguna identificación, ninguna tarjeta con su nombre, ni permiso de conducir, nada. Tampoco el bebé. Pero esta mañana una mujer ha llamado a la oficina. Ha dicho que vive en ese complejo urbano, y que su vecina de al lado se ajusta a la descripción que publicaron los periódicos; no la había visto desde hacía días y estaba preocupada. Hemos ido a verificarlo; es un procedimiento de rutina, hay que hacerlo. El administrador nos ha dejado entrar en el apartamento; por lo visto él también estaba preocupado. Cruzamos la puerta y allí, en la pared, había una foto de la mujer y la niña. Tal vez haya sido tomada hace un mes. No hay duda de que se trata de ella.
—¿Quién es?
Martínez se recostó y se llevó el vaso a la frente.
—Nadie especial —respondió—. Acababa de divorciarse. Era profesora de cuarto grado y estaba de vacaciones.
—¿Estaba casada?
—Su marido es un hombre de negocios de Tampa. Ha llegado esta tarde y ha identificado el cadáver. Se llevará a la niña, cuando se recupere de la impresión.
—¿Dónde está?
Wilson levantó la mano y Martínez lo cortó antes de que empezara a hablar.
—Oh, por favor —dijo el detective, sacudiendo la cabeza—. ¿No te parece que el hombre ya ha tenido suficiente por un día?
—Tal vez quiera declarar algo —repliqué—. En general, es así.
Wilson apoyó la cabeza contra el respaldo y cerró los ojos.
—Te propongo algo —dijo—. Se lo preguntaré. Le daré tu número de teléfono. Dejemos que él lo decida.
Asentí. De todos modos, era probable que el hombre estuviera en un cuarto de ese hotel. No resultaría difícil verificarlo.
—¿Aún no tenéis idea de cómo la raptó el asesino?
—No —respondió Martínez—. Nadie en el complejo de apartamentos advirtió nada raro. Nadie vio a ningún extraño rondar por ahí. Nada.
—¿Y los registros del ejército?
—Solicitamos los del período comprendido entre 1963 y 1973. Como mínimo, estamos hablando de varios miles de nombres..., además de aquellos que hay que examinar con más atención por el color de ojos. Después tenemos que buscar sus direcciones. Nos llevará muchísimo tiempo. —Hablaba con voz monótona, deprimida—. Tenemos más probabilidades de que alguien descubra algo aquí. A menos que él mismo revele algo más.