Al calor del verano (27 page)

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Authors: John Katzenbach

Tags: #Policíaco, intriga

BOOK: Al calor del verano
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El terreno era un lodazal, y resbalábamos al correr. Los arbustos parecían extender sus ramas para hacernos tropezar. A cada lado del sendero por el que nos alejábamos del camino había pantanos cenagosos; nosotros avanzábamos por la única franja de tierra relativamente seca. Más adelante, vislumbré una pequeña isla, un trozo de tierra firme cubierto de juncias y matojos. Allí estaban reunidos los policías. Y desde allí nos llegó el primer grito.

Era un chillido agudo, inarticulado, que reflejaba soledad y desesperación. No reconocí lo que era; creo que Porter sí, pues se volvió por un instante hacia mí. Subimos un pequeño terraplén. Cuando nos vieron varios de los oficiales uniformados, nos prohibieron seguir avanzando. Porter ya había comenzado a tomar fotografías con un teleobjetivo.

—Allá —dijo, enfocando con la cámara.

Seguí la dirección de la lente y vi un cuerpo inclinado hacia delante, oculto a medias por el follaje. Había un solo agente junto a él, en actitud de protegerlo. Pero los ojos del policía estaban fijos en la multitud de personal de rescate y otros agentes que estaban a poca distancia. Divisé una especie de cobertizo tosco e improvisado que se alzaba en medio de la multitud. Entonces volví a oír el llanto desgarrador que traspasó el calor de la mañana.

—Dios mío —exclamó Porter, bajando por un instante la cámara—, es una criatura.

Los policías retrocedieron y los vi darse palmadas en la espalda y estrecharse las manos. Los tres hombres del equipo de rescate dieron media vuelta y regresaron a la carrera hacia el sendero atestado de periodistas y camarógrafos. El que venía al frente llevaba al bebé en brazos, envuelto en una tosca manta azul, estrechándolo contra su traje amarillo. El hombre sonreía y le hablaba con suavidad, escudándolo de las cámaras y las luces.

—¿Qué edad tiene? —le pregunté al pasar.

—Un año, tal vez —respondió—. Dieciocho meses.

—¿Está herido?

—Es una niña, y creo que sólo sufre los efectos de la exposición a la intemperie.

Continuó abriéndose paso entre el gentío hacia la ambulancia, susurrándole a la criatura.

—Dios mío —repitió Porter—. ¿Puedes creer eso?

Durante casi dos horas, la policía no nos permitió llegar hasta el escenario del cuarto crimen. A esa hora, el sol ya estaba bien alto y la mañana se había disuelto bajo el calor sofocante. Como siempre, los demás periodistas me interrogaron. Les confirmé que el asesino me había llamado y proporcionado instrucciones para llegar hasta allí. Aproximadamente una hora después, informaron por medio del equipo de onda corta de una furgoneta de televisión de que la niña parecía estar bien y se hallaba en el pabellón de pediatría de un importante hospital céntrico. Les expliqué a los otros periodistas que el asesino había prometido una «sorpresa» y que suponía que se refería al bebé. Las preguntas terminaron y nos pusimos a esperar. Me senté junto al sendero, sobre el suelo húmedo, observando a los técnicos del laboratorio criminológico que registraban el área y al asistente del forense que se ocupaba del cuerpo. Porter se quejó de que no le dejaran acercarse para tomar fotografías y se puso en pie de un salto cuando trasladaron el cadáver a la ambulancia. Recuerdo que pensé que era la cuarta bolsa negra que veía ese verano y me pregunté si se trataría de una de las mismas bolsas que habían utilizado para las otras víctimas.

Finalmente, vinieron Wilson y Martínez para informar a la prensa, incluido yo mismo. Aparentemente, el bebé y la víctima (una mujer blanca de entre veinticinco y treinta años) habían permanecido junto al asesino en ese claro durante uno o dos días. Había residuos, dijeron, que indicaban que habían comido varias veces. No quisieron revelarnos el nombre de la víctima. Martínez asintió cuando le pregunté por la causa de la muerte y el estilo del asesinato: el cadáver tenía las manos atadas y una herida en la nuca. Wilson señaló que se había usado el mismo tipo de nudo para atar las manos de la mujer que para construir el pequeño refugio. Era evidente que se trataba de algo improvisado para proteger a la niña del sol. Wilson anunció que no haría más comentarios. Me miró por un momento, pero sus ojos no me dijeron nada.

En fila india, nos guiaron a todos los periodistas y camarógrafos hasta el escenario del crimen. Nos advirtieron que no tocásemos nada, y todos guardamos silencio durante la mayor parte del tiempo. Vi las manchas de sangre en la hierba sobre la que había estado tendida la mujer. Un técnico estaba registrando y etiquetando una pila de artículos. Vi cajas de hamburguesas vacías, varias botellas de plástico, algunos pañales y varios paquetes de cigarrillos estrujados. Me detuve junto al refugio. Las paredes estaban hechas de tablas y trozos de madera, y la techumbre era de paja y hojas de palma, todo ello sujeto con cuerda. Me dio la impresión de que un poco de viento bastaría para echarlo abajo.

La prensa en conjunto entrevistó a los dos policías (agentes que realizaban su ronda habitual por el campo) que habían encontrado el refugio y el bebé. Les habían ordenado proteger la zona para cuando llegaran los detectives, pero uno de ellos había oído lo que le pareció un grito, y los dos habían atravesado la maleza hasta dar con el cobertizo y la criatura. En sus rostros había una combinación de orgullo y furia: los complacía haber salvado a la niña, pero estaban confundidos y furiosos por las circunstancias.

—¿Qué clase de persona —preguntó uno de ellos, un joven rubio de bigote poblado— abandonaría así a un bebé después de asesinar a su madre?

Ésa, claro está, era la pregunta que todos nos hacíamos.

Mi padre llamó poco después de que aparecieran los artículos en los semanarios. Contesté el teléfono con vacilación, con una incertidumbre provocada por mi falta de contacto con el asesino. Me había adaptado, sólo en parte, a mi dependencia del teléfono. Cada vez que sonaba, me invadía una oleada de excitación, pensando que tal vez sería él. Cuando comprobaba que no lo era, sentía una mezcla de decepción y alivio. Hasta entonces no me había percatado de la frecuencia con que sonaba el teléfono ni de hasta qué punto había llegado a afectar mi vida.

—He visto tu fotografía —dijo mi padre—. Estás convirtiéndote en toda una celebridad.

No respondí.

—Me parece una manera terrible de darte a conocer —agregó—. ¿Crees que la policía está más cerca de atrapar a ese tipo?

Le dije que no lo sabía. El asesino parecía estar jugando con la policía, con sus descripciones parciales de sí mismo, que ni siquiera eran totalmente fidedignas.

Continuamos conversando acerca del trabajo de mi hermano como abogado, de los estudios de mi hermana, de mi madre. Ella había conseguido un empleo como asistente social en un hospital local, según me informó mi padre; en un pabellón de psiquiatría, un lugar muy interesante. Dijo que ella estaba preocupada por mí, especialmente por la relación que parecía haberse establecido entre el asesino y yo.

—¿Qué relación? —pregunté—. Yo estoy en este extremo de la cuerda. Él tira, yo respondo. Él llama, yo escribo. La distancia sigue siendo infinita.

—No —repuso mi padre y, de pronto, advertí que él estaba tan preocupado como mi madre—. Te equivocas. Con cada llamada, en cada conversación, él estrecha el vínculo contigo. Creo que la distancia disminuye.

—No tengo miedo.

—Deberías tenerlo.

«La distancia —pensé— siempre ha sido importante para mi familia.»

Mi padre debió de pensar lo mismo, porque se quedó callado. Al cabo de un momento, prosiguió:

—De pequeño, y también durante la adolescencia, eras el silencioso de la familia. Tu hermano, tu hermana, ambos se enfrentaban a los hechos con mayor facilidad. Tú siempre vacilabas. Supongo que ya entonces sabía que serías periodista. Pasabas mucho tiempo observando a los demás.

—Estaré bien —le aseguré, pero mi voz sonó como un eco en un cañón.

Todos mis pensamientos se centraron en la historia.

No se identificó a la mujer ni a la niña sino hasta varios días después. A todos los periodistas de Miami que trabajaban en ello les irritaba aquel misterio; no podían dar a la mujer asesinada un pasado, un perfil que la hiciese más real a ojos de los lectores. A medida que transcurrían los días, aumentaban las especulaciones. Nos preguntábamos de dónde había salido ella, si habría tenido alguna conexión especial con el asesino, cuál había sido su papel en la recreación simbólica. Una amante, pensaban algunos; una mujer que conocía su identidad; una hermana, tal vez. Barajábamos todas las posibilidades, haciendo su muerte más importante que su vida.

Escribí y reescribí una y otra vez cada nueva partícula de la historia que descubría. La reunión con Nolan y el jefe de redacción quedó en el olvido; el caso volvía a ser de plena actualidad. Los titulares adquirieron un tono muy sensacionalista; las expresiones «búsqueda masiva» e «investigación imparable» aparecían con frecuencia en el cuerpo de la noticia. Todos los tópicos de los crímenes de las grandes ciudades estaban allí. Nosotros alternábamos los sobrenombres; a veces lo llamábamos «el Asesino de los Números», y otras veces «el Asesino del Teléfono». No obstante, todo el mundo sabía a quién nos referíamos.

Un cine local puso en cartel un programa doble:
Crimen perfecto
y
Sola en la oscuridad
. La sala siempre estaba llena. Pasé una noche hablando con la gente que hacía cola para la siguiente sesión.

—Es increíble —me dijo una muchacha. Era rubia y se aferraba al brazo de su novio fingiéndose asustada—. Parece cosa de Hollywood y, sin embargo, realmente está ocurriendo.

Utilicé su frase para la entradilla de un artículo. Hablé con muchos otros. Pasé otra noche recorriendo la zona sur de la ciudad: hilera tras hilera de casas bajas y blancas, de clase media. Esta vez no fui con la policía sino con un grupo de vecinos. Habían formado una «asociación» entre cuyas actividades estaba el patrullaje de la zona. La primera noche habían frustrado un atraco, según dijo el conductor. El otro hombre que iba en el automóvil, corpulento, de brazos fuertes y patillas que se curvaban a los lados de su rostro, se volvió hacia mí.

—La policía dice que no debemos portar armas —susurró—, pero...

Levantó su camisa y me mostró la culata nacarada de un Colt 32 que sobresalía de la cintura del pantalón. Se rió, y su voz llenó el interior del vehículo para luego salir por las ventanillas hacia la oscuridad.

Él también se convirtió en parte del artículo. Asistí a una reunión de un grupo cívico: todos los oradores, uno tras otro, pusieron en duda los esfuerzos de la policía por encontrar al asesino. La reunión se celebró en el gimnasio de un instituto. Levanté la vista hacia el techo y, a través de las luces, vi colgada una enorme pancarta de la temporada de campeonatos. Todas las palabras parecían iguales esa noche; iguales que las que había oído de boca de la gente en la calle, de los hombres del automóvil, de todo el mundo. Una mujer se puso en pie y miró a la multitud. Vi que su rostro se contraía mientras luchaba con sus pensamientos. Finalmente, habló.

—¿Qué podemos hacer? —preguntó.

Yo pensé: nada. No se puede hacer nada. Anoté sus palabras en mi libreta y mantuve mi pesimismo fuera del artículo.

Los políticos locales también tuvieron su oportunidad de hablar. Hubo una serie casi interminable de conferencias de prensa y un gran despliegue publicitario; acompañaban a la policía, portaban armas en las reuniones en el ayuntamiento. Ellos también llegaron a formar parte de la historia.

Además, estaba el papel que yo desempeñaba.

En una reunión similar había una mujer menuda (debía medir un metro cincuenta) pero con una voz aguda y potente que contrastaba con su estatura. Tenía el rostro crispado, y las arrugas de su frente parecían trazadas con un bolígrafo. Cuando le formulé una pregunta, me miró fijamente, con la boca abierta, como si estuviese haciendo memoria.

—¡Usted habló con él! —exclamó finalmente. Asentí, y ella prosiguió:

—¡Es a usted a quien llama!

Volví a asentir.

Su voz se elevó por encima del bullicio del auditorio; se congregó una multitud y sentí una repentina oleada de calor cuando los cuerpos comenzaron a apiñarse en torno a mí. Porter estaba cerca; podía oír el sonido de su cámara.

—¿Por qué no le dice que deje de matar? —inquirió la mujer—. ¿Por qué no lo hace parar?

Su voz se había convertido en un chillido al que se sumaron las expresiones de aprobación de quienes la rodeaban.

—Lo he intentado —respondí.

—¡Pues vuelva a intentado! —gritó—. ¡Siga intentando!

—¿Cómo? —pregunté.

Pero la mujer había apartado la mirada; temblaba de furia y lloraba. Un hombre corpulento blandió el puño.

—¡Dígale que lo esperamos! ¡Dígale que no tenemos miedo!

Pensé en lo simple que era todo. El miedo engendra esas reacciones básicas: el hombre amenazado responde con agresividad, se pavonea; la mujer, realista a su manera, responde con angustia.

Porter hizo un comentario muy acorde con mis pensamientos.

—Por una vez —dijo, sonriendo—, quisiera ver a un tipo retorciéndose las manos, con lágrimas en los ojos, gimiendo: «¿Qué puedo hacer?», mientras su esposa da un paso al frente, agita el puño ante nosotros y dice: «Estoy lista para plantarle cara a ese desgraciado, maldito sea. ¡Que venga!» —Soltó una carcajada y continuó tomando fotografías de la reunión.

Esa noche, frente a mi máquina de escribir, me vinieron a la cabeza las palabras de la mujer. «Vuelva a intentarlo, insista.» Pero ¿cómo podía hacer eso? Lo borré de mi mente y comencé a escribir el artículo del día siguiente.

Wilson llamó una noche, mientras me disponía a marcharme de la oficina.

—Tengo algo que tal vez te interese ver —dijo.

Salí a la oscuridad de las calles de Miami. La negrura parecía brillar, viva en medio de las leves ráfagas de viento. Tuve la impresión de que podía extender la mano y tocar la noche, tomar grandes puñados de aire. Atravesé el centro de la ciudad; las luces delanteras del automóvil se mezclaban con las de la calle, abriendo claros de luz entre las sombras. Wilson me esperaba a la entrada de la jefatura.

—Vamos —dijo—. Es hora de que amplíes tus horizontes.

Rió de la frase hecha y me guió a través de la entrada. La intensidad de las luces fluorescentes me deslumbró por un instante, y parpadeé mientras nos dirigíamos a un ascensor. Las miradas de los policías me siguieron por el vestíbulo.

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