Al desnudo (10 page)

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Authors: Chuck Palahniuk

Tags: #Humor, Relato

BOOK: Al desnudo
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—Todos estos «logros de una vida»...

Mete la mano en un bolsillo invisible de su camisón y saca un peine. Pasándose el peine por el pelo teñido de caoba, en cuyas raíces asoma una pequeña fracción de color gris, de solo un día o dos, pasándoselo desde el cuero cabelludo hacia las puntas, la señorita Kathie se dedica a soltarse los largos mechones y dice:

—Todo este rollo de las contribuciones me hace parecer tan... muerta.

Sin esperarme, la señorita Kathie dice:

—Deja que te ayude.

Y tira de la cinta.

Con un simple tirón, el encantador lazo se deshace y mi señorita desprende el papel de aluminio de la caja y hace una bola con el papel plateado. Saca de la caja unos pliegues de tela negra. Un vestido negro con la falda hasta la rodilla. Y asomando por debajo, un delantal de lino blanco almidonado, y un gorrito o cofia de encaje sujeto con alfileres.

El olor de su pelo, de su piel, tiene un matiz de ron de malagueta, la colonia de
Webster Carlton Westward III
.
Paco
llevaba
Roman Brio
. El senador llevaba
Old Lyme
. Antes del senador, el «des-marido» número cinco,
Terrence Terry
, llevaba
English Leather
. El magnate del acero llevaba colonia
Knize
.

Dejando el vestido sobre la mesa, la señorita Kathie cruza el escenario desde la derecha, sin dejar de peinarse, se detiene ante el televisor que hay encima de la nevera y se pone de puntillas con sus pantuflas de color rosa para alcanzarlo con la mano. La pantalla centellea cuando ella le da al interruptor y la cara de
Paco Esposito
cobra forma, tan gradualmente como un pez aparece bajo la superficie de un estanque de aguas revueltas. Del cuello le cuelga el equivalente masculino a un collar de diamantes, un estetoscopio. Lleva una máscara de cirujano arrugada por debajo de la barbilla. Con un escalpelo ensangrentado en la mano, Paco le está metiendo la lengua en la garganta a una ingenua
Jeanne Eagels
, vestida con uniforme a rayas rojo y blanco.

—No quiero que la agencia de empleo piense que eres algo más que una sirvienta —dice la señorita Kathie.

Gira el dial del televisor con un «clic» para cambiar a otro canal donde
Terrence Terry
es el primer bailarín del
Batallón de Lunenburg
en plena guerra contra
Napoleón
en la
Batalla de Mont St. Jean
. Sin dejar de pasarse el peine por el pelo, la señorita Kathie cambia a otro canal donde aparece ella misma,
Katherine Kenton
, en blanco y negro, interpretando a la madre de
Grerz Garson
en el papel de
Louisa May Alcott
, en compañía de
Leslie Howard
, en un biopic de
Clara Barton
.

Ella dice:
ladrido, rezongo, cloquido
...
Christina
y
Christopher Crawford
.

—Nada —dice la señorita Kathie— rejuvenece tanto a una mujer como sostener en brazos a su hermoso bebé recién nacido.

Cloqueo, zumbido, rebuzno
...
Margot Merrill
.

Otro clic del televisor revela a la señorita Kathie caracterizada como una momia de la antigüedad, cubierta de arrugas de látex y saliendo de un sarcófago de cartón piedra cubierto de jeroglíficos para amenazar a una espantada y rústica
Olivia de Havilland
.

¿Su bebé recién
qué
?, le pregunto.

Ululato, gorjeo, mugido
...
Josephine Baker
y toda su
Tribu Multicolor
.

A continuación presenciamos la revelación en plano corto: en el vestido que hay sobre la mesa de la cocina, el supuesto regalo, se ven algunos pelos largos y castaños, de ese color denso como de caoba que el pelo solo tiene cuando está mojado. El papel de envoltorio, la cinta y el peine se quedan ahí para que yo los recoja. El vestido negro es un uniforme de doncella.

Mi cargo en esta casa no es el de mera doncella o cocinera o dama de honor. No estoy empleada en calidad de servicio doméstico de ninguna clase.

Esto no es ningún regalo de cumpleaños.

—Si la agencia me lo pregunta, tal vez les diga que eres una
au pair
—dice la señorita Kathie, de puntillas, con la nariz muy cerca de su propia imagen en la pantalla del televisor—. Me encanta esa palabra...
au pair
—dice—. Suena casi... francesa.

En el guión, Lilly Hellman mira horrorizada cómo el
presidente John F. Kennedy
y el
gobernador John Connally
estallan en forma de sangre y vísceras. Con los brazos extendidos hacia los costados y los puños fuertemente cerrados, Lilly echa la cabeza hacia atrás y vacía la boca, la garganta y los pulmones en un largo aullido: «¡Noooooooooooooo...!». La silueta rígida de su dolor se perfila sobre el fondo del ancho y uniformemente azul cielo de
Dallas
.

Yo me quedo sentada mirando el uniforme arrugado y el papel de envoltorio rasgado. Los pelos pegados a la tela. El guión que tengo abierto sobre el regazo.

—Puedes subirme el café dentro de un momento —dice la señorita Kathie mientras apaga el televisor de una palmada. Agarrándose la falda del vestido y levantándose los bajos, cruza el escenario en dirección a la mesa de la cocina. Allí, la señorita Kathie saca la cofia de encaje de la caja abierta y dice—: En el futuro, el señor Westward prefiere el café con crema, no con leche.

Me coloca la cofia blanca sobre la coronilla y dice:

—¡
Voilà
! Te queda perfecta. —Encajando bien la cofia de encaje, la señorita Kathie dice—: Eso quiere decir
prego
en italiano.

Noto un pinchazo en el cuero cabelludo, el débil pinchazo de los alfileres, tan doloroso y mordiente como una corona de espinas. Luego hay un lento fundido a negro mientras oímos fuera de plano el timbre de la puerta principal.

ACTO 1, ESCENA 11

Si me dejan que me salga de mi personaje y me permita otro inciso, me gustaría hacer un comentario sobre la naturaleza del equilibrio. O de la armonía, si lo prefieren. La ciencia médica moderna reconoce que los seres humanos parecen estar sujetos a unas proporciones equilibradas y predeterminadas de altura y peso, de masculinidad y de feminidad, y que alterar esas fórmulas ocasiona el desastre. Por ejemplo, cuando la
RKO Radio
y la
Monogram
y la
Republic Pictures
empezaron a prescribir inyecciones de hormonas masculinas para robustecer a algunos de sus actores a sueldo más afeminados, el resultado inesperado fue que a aquellos hombretones les salieron unos pechos más grandes que los de
Claudette Colbert
y
Nancy Kelly
. Parece ser que el cuerpo humano, cuando le das testosterona extra, responde aumentando sus niveles de estrógenos, siempre buscando regresar a su equilibrio original de hormonas masculinas y femeninas.

De la misma manera, a las actrices que pasan hambre hasta quedarse muy, muy por debajo de su peso corporal natural no les cuesta nada inflarse hasta ponerse muy por encima del mismo.

Basándome en décadas de observación, yo postulo que los niveles repentinamente altos de elogios externos siempre desencadenan una cantidad equivalente de desprecio interno hacia uno mismo. La mayoría de los aficionados al cine han oído hablar de los teatrales desequilibrios mentales de
Frances Farmer
o de los excesos libidinosos de
Charles Chaplin
o de
Errol Flynn
y los hábitos químicos de
Judy Garland
. Se trata de unos comportamientos ridículamente toscos, llevados a extremos casi insostenibles. Mi suposición es que, en todos los casos, el famoso en cuestión se estaba limitando a hacer ajustes —a buscar de forma instintiva un equilibrio natural— para contrarrestar una atención pública tremendamente positiva.

Yo no tengo ninguna vocación de enfermera ni de carcelera, de canguro ni de
au pair
, pero durante los periodos en que ha recibido más aplausos del público, mis responsabilidades siempre han incluido proteger a la señorita Kathie de ella misma. Oh, la de sobredosis que le he evitado... la de estafas de inversiones inmobiliarias que le he impedido que financiara... la de hombres inapropiados que he alejado de nuestra puerta... Y todo porque en cuanto el mundo declara que una persona es inmortal, en ese mismo momento esa persona ya no para hasta demostrar que el mundo se equivoca. Rodeadas de rutilantes reseñas y comunicados de prensa, las mujeres más laureadas se matan de hambre o se cortan las venas o se envenenan. O bien encuentran a un hombre que está encantado de hacerlo por ellas.

La escena siguiente se abre con un instante de oscuridad completa. Una pantalla en negro. A modo de transición sonora, volvemos a oír el timbre de la puerta. Al encenderse, las luces muestran el interior de la principal, y desde el interior del vestíbulo vemos cómo una sombra se acerca a la ventana que hay junto a la puerta, la sombra de alguien que está de pie en la escalera de entrada. En la franja resplandeciente de luz del sol que se cuela por debajo de la puerta vemos las sombras gemelas de dos pies que se mueven nerviosos. El timbre vuelve a sonar y yo entro en el plano, ataviada con el vestido negro, el delantal de sirvienta y la cofia de encaje. El timbre suena por tercera vez y yo abro la puerta.

El vestíbulo apesta a pintura. La casa entera apesta a pintura.

Hay una figura de pie en el umbral, iluminada por detrás y sobreexpuesta al resplandor de la luz del día. Filmada desde un ángulo bajo, la silueta de esta visitante imponente y luminosa recuerda a un ángel con las alas plegadas a los costados y un halo centelleándole alrededor de la coronilla. Al cabo de un instante, la figura da un paso y se coloca bajo la luz principal. Enmarcada por la ventana abierta hay una mujer con un vestido blanco, una capa blanca y corta sobre los hombros y zapatos ortopédicos blancos. Sobre la cabeza lleva una cofia blanca almidonada en la cual hay impresa una cruz roja de gran tamaño. La mujer lleva en brazos a un bebé envuelto en una manta blanca.

Esa mujer resplandeciente y vestida de blanco, con su bebé rosado en las manos, podría ser el negativo de mí: una mujer vestida de negro con un trofeo de bronce en las manos envuelto en un trapo sucio para el polvo. Un momento de paralelismo irónico.

Unos cuantos escalones del porche más abajo hay una segunda mujer, una monja enfundada en un hábito negro con toca que lleva en brazos a un bebé tan rubio como una
Ingrid Bergman
en miniatura. Con la piel tan pálida como una diminuta
Dorothy McGuire
. Lo que
Walter Winchell
llama «una muñequita aria».

En la acera hay una tercera mujer con traje de tweed que tiene cogida con los dedos enguantados el asa de un cochecito de bebé. Dentro del cochecito duermen dos criaturas más.

La enfermera pregunta:

—¿Está en casa
Katherine Kenton
?

Detrás de ella, la monja dice:

—Vengo del Saint Elizabeth.

Y en la acera, la mujer del traje de tweed dice:

—Yo soy de la agencia de colocación.

Un taxi se detiene junto al bordillo de la acera y de él sale una segunda enfermera uniformada que lleva un bebé. Otra enfermera se acerca doblando la esquina con un bebé en brazos. Filmada en enfoque profundo, vemos a una segunda monja que se acerca a la casa cargando con otro fardo rosado.

Oímos la voz de la señorita Kathie fuera de campo:

—Ya estáis aquí...

Y vemos en contraplano cómo baja las escaleras del segundo piso, llevando en la mano una brocha de pintor cuyas cerdas van chorreando lentos y largos goterones de pintura rosa. La señorita Kathie se ha remangado la camisa, una camisa de vestir blanca de hombre, con las iniciales O. D. bordadas en el bolsillo de la pechera, el monograma de su cuarto «desmarido», el
señor don Oliver «Red» Drake
, y la camisa entera manchada de pintura rosa. Con el pelo cubierto por un pañuelo y una mancha de pintura en la cúspide de uno de sus pómulos de estrella de cine.

La casa entera apesta a barniz, un olor tan asfixiante y acre como una manicura gigante en comparación con el olor a polvos de talco y luz del sol que viene del umbral.

Los pies de la señorita Kathie descienden los últimos peldaños, dejando tras de sí un rastro de gotas de color rosa. Tiene las perneras de su mono de tela vaquera enrolladas hasta las rodillas, dejando al descubierto unos calcetines cortos blancos caídos y unos mocasines llenos de raspaduras. Ahora mira a la enfermera, con la mirada de ojos violeta yendo del huérfano rosado y gorjeante a la brocha que tiene en la mano.

—Tenga —dice—. ¿Le importa?

Y mi señorita Kathie le pone la brocha, chorreando pintura de color rosa, en las narices a la enfermera.

Las dos mujeres se acercan mucho, como si se fueran a besar en la mejilla, para intercambiar el cuerpecillo envuelto en mantas por la brocha. A la enfermera se le queda el uniforme blanco todo lleno de manchas rosadas allí donde ha tocado a la señorita Kathie. La enfermera se queda con la pegajosa brocha rosada.

Con los brazos cruzados para sostener al huérfano, la señorita Kathie da un paso atrás y se gira para mirarse en el espejo de cuerpo entero del vestíbulo. Su reflejo es el de
Susan Hayward
o
Jennifer Jones
en
Santa Juana
o
La canción de Bernadette
: una resplandeciente Madonna con niño salida de los pinceles de
Caravaggio
o de
Rubens
. A continuación se lleva una mano al pescuezo, se pasa un dedo por el nudo del pañuelo y se lo suelta de la cabeza. Mientras el pañuelo cae en el suelo del vestíbulo, la señorita Kathie sacude el pelo e inclina la cabeza a un lado y al otro hasta que la melena caoba se le despliega, suave y amplia como un velo, rodeándole los hombros, con la camisa blanca cubriéndole los pechos y enmarcando al diminuto recién nacido.

—Menuda
pièce de résistance
—dice la señorita Kathie, frotando su nariz contra la del huerfanito. Y añade—. Que quiere decir...
gemütlichkeit
, en italiano.

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