Adam estaba sorprendido ante el tren de vida de Cyrus. No sólo disponía de un dormitorio, sino del salón contiguo y además el baño se encontraba dentro de la habitación.
Cyrus se hundió en un sillón y suspiró. Se subió el pantalón, y Adam observó el trabajo de artesanía con hierro, cuero y dura madera que conformaban su pierna. Cyrus desató la funda de cuero que la mantenía unida al muñón y apoyó la pierna ortopédica junto a su silla.
—A veces me incomoda bastante —dijo.
Con una sola pierna, su padre volvía a ser el de siempre, el único que Adam recordaba. Había comenzado a sentir desprecio por él, pero ahora renacieron en su interior el temor, el respeto y la animosidad que sentía de niño; parecía de nuevo un muchachito espiando los cambios de humor de su padre para estar siempre prevenido.
Cyrus se puso cómodo, bebió un vaso de whisky y se aflojó el cuello. Luego, se volvió hacia Adam.
—¿Qué hay?
—Usted me dirá, señor.
—¿Por qué te reenganchaste?
—Pues, no sé, señor. Sentí la necesidad de hacerlo.
—No te gusta el ejército, Adam.
—No, señor.
—¿Por qué regresaste a él?
—No quería volver a casa.
Cyrus suspiró y frotó sus dedos contra los brazos del sillón. —¿Piensas seguir en el ejército? —le preguntó.
—Lo ignoro, señor.
—Podría hacerte entrar en West Point. Tengo la influencia necesaria para ello. Puedo hacer que te licencien, y así podrás ingresar.
—No quiero ir a esa academia.
—¿Tratas de desafiarme? —preguntó Cyrus suavemente.
Adam tardó mucho tiempo en responder, intentando encontrar una escapatoria. Pero, al final, respondió:
—Sí, señor.
—Sírveme whisky, hijo —y con el vaso en la mano, prosiguió; Me pregunto si sabes la influencia que tengo. Puedo echar del ejército norteamericano a quien yo quiera, como si se tratara de un calcetín. Incluso al presidente le gusta conocer mi opinión acerca de los asuntos públicos. Puedo derribar senadores y distribuir nombramientos como si fuesen manzanas. Puedo hacer y destruir hombres. ¿Sabías eso?
Adam sabía más que eso. Sabía que Cyrus se estaba defendiendo con amenazas.
—Si, señor. He oído hablar de ello.
—Puedo hacer que te destinen a Washington, a mi lado, incluso puedo enseñarte este laberinto.
—Preferiría volver a mi regimiento, señor.
Observó cómo el rostro de su padre se ensombrecía.
—Tal vez me he equivocado. Has aprendido la ciega resistencia de un soldado. —y tras un suspiro, prosiguió: Ordenaré que te devuelvan a tu regimiento. Te pudrirás en los cuarteles.
—Gracias, señor.
Tras una pausa, Adam preguntó:
—¿Por qué no se trae a Charles?
—Porque yo… No, es mejor que Charles siga donde está; sí, es lo mejor.
Adam recordó durante mucho tiempo el tono de voz de su padre y su aspecto. Y tuvo mucho tiempo para recordar, porque fue a «pudrirse en los cuarteles». Se acordó de que Cyrus era un solitario y de que estaba solo. Y supo por qué.
Charles había esperado el regreso de Adam durante cinco años. Había repintado la casa y los establos, y como el momento se aproximaba, contrató a una mujer para que hiciese la limpieza de la casa, pues quería que estuviese bien limpia.
La mujer en cuestión era vieja e insignificante. Miró las cortinas grises de polvo, las arrancó e hizo otras nuevas. Quitó el hollín de la estufa, que nadie había tocado desde que murió la madre de Charles. Y lavó concienzudamente las paredes para quitarles la capa de grasa, pardusca y brillante, que se había depositado en ellas como resultado de freír tocino y del humo de los quinqués. Fregó los suelos con lejía y sumergió las mantas en una solución de sosa, sin dejar durante todo el tiempo de quejarse:
—¿Los hombres, qué animales tan puercos! El cerdo es limpio comparado con ellos. Se pudren en su propia mierda. No comprendo cómo hay mujeres que se casan con ellos. Esto apesta como una cloaca. No hay más que ver el horno: hay tal costra de suciedad que se remonta por lo menos a la época de Matusalén.
Charles buscó un refugio donde su olfato no pudiese ser molestado por los inmaculados pero desagradables olores de la lejía, la sosa, el amoniaco y el desinfectante. Sin embargo, tuvo la impresión de que la mujer no aprobaba su modo de mantener la casa. Cuando finalmente ella se marchó de la casa gruñendo, Charles continuó en su refugio. Quería tener su mansión limpia para recibir a Adam. En el refugio donde dormía se guardaban los aperos de labranza y otras herramientas para su cuidado y reparación. Charles descubrió que podía cocinar sus comidas, a base de fritos y hervidos, mucho mejor y más deprisa en la forja que en la estufa de la cocina. El fuelle arrancaba grandes llamaradas y un considerable calor al carbón de coque. No había que esperar, como en el caso de la estufa, a que ésta se calentase. Se asombró de que no se le hubiese ocurrido antes.
Charles esperaba el regreso de Adam, pero éste no venía. Quizá le daba vergüenza escribir. Fue Cyrus quien le comunicó, en una carta airada, que Adam se había renganchado contra su deseo. Cyrus también le indicaba que, más adelante, podría ir a Washington a visitarlo, pero nunca se lo volvió a pedir.
Charles se trasladó de nuevo a la casa y vivió otra vez en una especie de salvaje inmundicia, sintiendo gran satisfacción en destruir la labor de la gruñona mujer de la limpieza.
Tuvo que pasar un año antes de que Adam enviase a Charles una carta llena de preámbulos en su intento por obtener el coraje para escribir: «No sé por qué me volví a alistar. Fue como si lo hubiera hecho otra persona. Escríbeme pronto y dime cómo estás».
Charles no contestó hasta después de haber recibido cuatro angustiosas cartas más, y entonces se limitó a replicar fríamente: «Nunca esperé que vinieses», para proseguir con una detallada relación del estado de la granja y de los animales.
El tiempo se encargaría de separarlos por completo. Después de la carta de Charles, escrita poco después de Año Nuevo, llegó otra de Adam, escrita también poco después del Año Nuevo siguiente. Se habían distanciado tanto que no experimentaban el menor interés el uno por el otro y no se hacían la menor pregunta.
Charles comenzó a contratar mujeres zarrapastrosas para trabajar en la granja. Cuando le sacaban de quicio, las despedía sin ninguna consideración. No le gustaban, y nada le importaba si él les gustaba o no. Se aisló del pueblo. Sus únicos contactos se reducían a la taberna y al cartero. Sus vecinos podían criticar su forma de vida, pero había algo que contrarrestaba sus incívicas costumbres incluso ante sus ojos: la granja nunca había estado tan bien gobernada. Charles desbrozó los campos, levantó los muros, mejoró el sistema de regadío y añadió casi medio centenar de hectáreas a sus tierras. Y lo que era más importante aún, se dedicó a plantar tabaco, y pronto construyó un magnífico cobertizo detrás de la casa para almacenarlo. Por todo ello, se ganó el respeto de sus vecinos. Un granjero no puede pensar mal de un hombre que trabaja tan bien la tierra. Charles invirtió casi todo su dinero y todas sus energías en la granja.
Adam pasó los siguientes cinco años de su vida realizando toda una serie de rutinas para evitar volverse loco: sacar brillo incansablemente al metal y al cuero, desfilar, hacer la instrucción y mucho ejercicio, saludar a la bandera, es decir, toda esa danza atareada de hombres que no hacen absolutamente nada. En 1886, estalló la gran huelga de los conserveros en Chicago y se requirió la ayuda del regimiento de Adam; pero la huelga terminó antes de que éste pudiese entrar en acción. En 1888 los seminolas, que nunca habían firmado un tratado de paz, se agitaban inquietos, y fue requerida nuevamente la ayuda de la caballería; pero los seminolas se retiraron a sus marismas y permanecieron tranquilos, y la soñolienta rutina se apoderó nuevamente de la tropa.
Los intervalos de tiempo son cosas extrañas y contradictorias para la mente. Sería razonable suponer que un tiempo ocupado solamente por la rutina, o en el que no sucede nada, se haría interminable. Y así debería ser, pero no lo es. Constituye el tiempo opaco y monótono que no posee una duración determinada. Un tiempo repleto de interés, envuelto en la tragedia, entretejido con la alegría es el que parece largo en la memoria. Y si se piensa, tiene sentido. La monotonía no posee mojones que puedan servir como punto de referencia. Entre nada no existe tiempo alguno.
El segundo quinquenio de Adam se desvaneció antes de que él pudiera darse cuenta. 1890 estaba muy avanzado cuando lo licenciaron con el grado de sargento en El Presidio, San Francisco. Charles y Adam cada vez se escribían menos, pero éste escribió a su hermano poco antes de ser licenciado. En su carta decía: «Ya es hora de que vuelva a casa», y eso fue lo último que Charles supo de él durante tres años.
Adam pasó el invierno remontando el río hasta Sacramento, y recorriendo el valle de San Joaquín, y cuando llegó la primavera, no tenía un céntimo. Enrolló su manta y emprendió lentamente el camino hacia el este, a veces a pie y otras uniéndose a grupos de hombres que iban encaramados en sus pesados y lentos carromatos. Por las noches acampaba con otros vagabundos, en las afueras de las ciudades. Aprendió a pedir limosna, pero no pedía dinero, sino alimento. Y antes de que pudiese darse cuenta, se había convertido en un pedigüeño trashumante.
Tales hombres escasean ahora, pero en el siglo XIX había muchos. Vagaban solitarios de un lado a otro, y amaban este tipo de vida. Algunos trataban de escapar a la acción de la justicia, mientras que otros habían sido arrojados de la sociedad por la injusticia. Trabajaban un poco, pero no por mucho tiempo. Robaban de vez en cuando, pero sólo comida y alguna que otra prenda de las ropas tendidas a secar. Entre ellos había toda clase de hombres: cultos, ignorantes, limpios, sucios, pero todos tenían en común el vagabundeo. Buscaban siempre las temperaturas templadas, evitando el frío y el calor excesivos. A medida que avanzaba la primavera, se dirigían al este, y con las primeras heladas se trasladaban al oeste y al sur. Se sentían hermanos del coyote, el cual, aunque de naturaleza salvaje, vive cerca de los hombres y de los gallineros; se aproximaban a las poblaciones, pero no penetraban en ellas. En ocasiones se juntaban unos con otros, aunque no más de una semana, o de un día a veces, y luego volvían a separarse.
En torno a las pequeñas hogueras donde borboteaban los guisotes comunes se oían toda clase de conversaciones, excepto sobre temas personales. Adam se enteró así del desarrollo de la Primera Internacional de Trabajadores, con sus ángeles coléricos. Escuchó discusiones filosóficas, otras que versaban sobre la metafísica o sobre la estética, siempre sobre temas impersonales. Sus compañeros de una noche tanto podían ser asesinos, como clérigos que habían colgado los hábitos, profesores obligados a abandonar su cómodo destino por una facultad cerril, algún hombre solitario que huía de sus recuerdos, un arcángel caído, o un aprendiz de diablo, y cada uno de ellos tenía algo que aportar a la asamblea, del mismo modo que todos contribuían con zanahorias, patatas, cebollas y carne a la marmita común. Aprendió a afeitarse con un pedazo de cristal, y a juzgar una casa antes de llamar a su puerta para pedir una limosna. También aprendió a evitar y a huir de la policía, y a valorar a una mujer según el calor de su corazón.
A Adam le agradaba su nueva vida. Cuando el otoño tocó los árboles, él se hallaba en Omaha, y sin preguntarse por qué ni tampoco pensarlo, se dirigió apresuradamente hacia el suroeste, atravesó las montañas y llegó con sensación de alivio a Carolina del Sur. Siguió la orilla del mar hasta San Luis Obispo, y aprendió a escarbar en los charcos dejados por la marea baja, en busca de abalones, anguilas, mejillones y percas, a abrir hoyos en la arena para descubrir las almejas, y a atrapar conejos en las dunas con un lazo corredizo hecho con sedal. Y luego se tumbaba a descansar en la soleada arena, entreteniéndose en contar las olas.
La primavera lo empujó de nuevo hacia el este, pero con mayor lentitud que antes. Las montañas eran frescas en verano, y los montañeses eran hospitalarios, como suele ser la gente que vive aislada. Adam aceptó un trabajo en casa de una viuda, cerca de Denver, compartiendo su mesa y su lecho con la mayor humildad, hasta que las primeras heladas lo empujaron de nuevo hacia el sur. Siguió el curso del río Grande, pasó Alburquerque y El Paso, atravesando el Big Bend, y llegó a Brownville después de pasar por Laredo. Aprendió palabras españolas para pedir comida y placer, y descubrió que, cuando la gente es muy pobre, siempre tiene algo para dar, y ganas de hacerlo. Nació en él un amor por los pobres que jamás hubiera sentido de no haberlo sido él también. Y llegó a ser un experto vagabundo que usaba la humildad como su principal arma. Era delgado y estaba quemado por el sol, y podía dominarse hasta el punto de no demostrar ni ira ni celos. Su voz se volvió suave, y en sus palabras mezclaba muchos acentos y dialectos, de manera que nunca parecía extranjero en ninguna parte. La gran medida de seguridad del vagabundo era su velo protector. Usaba el tren con muy poca frecuencia, porque en todo el país comenzaba a formarse un sentimiento de hostilidad contra los vagabundos, motivado por la feroz violencia de la Internacional de Trabajadores, y agravado por las crueles represiones que se hacían contra éstos. Adam fue detenido por vago. La brutalidad de la policía y de sus prisioneros lo aterrorizó e hizo que se alejase de las reuniones de vagabundos. Después de aquello, andaba siempre solo y ponía especial cuidado en ir siempre afeitado y limpio.
Cuando llegó de nuevo la primavera, emprendió el camino del norte. Comprendía que se terminaba la época de descanso y de tranquilidad. Se dirigía hacia Charles, hacia los borrosos recuerdos de su infancia.
Adam se movía rápidamente a través de las interminables extensiones del este de Texas, atravesando Luisiana y los confines de Misisipí y Alabama, y bordeando Florida. Comprendió que tenía que avanzar deprisa. Los negros eran lo suficientemente pobres para ser bondadosos, pero no podían confiar en ningún hombre blanco por pobre que fuese, y los blancos pobres tenían miedo de los extraños. Cerca de Talhahassee fue detenido por los hombres del
sheriff,
juzgado por vago y destinado a una brigada de obras públicas que trabajaba en la carretera. Así se hacía en aquella época. Lo condenaron a seis meses. Tan pronto como lo pusieron en libertad, lo volvieron a detener por otro periodo de seis meses. Y entonces aprendió que hay hombres que tratan a los demás como bestias, y que la mejor manera de sobrevivir entre ellos es comportarse como tal. Un rostro limpio y abierto, una mirada franca y alerta, son cosas que llaman la atención, y ésta acarrea al instante el castigo. Adam comprendió que un hombre que hiciese una acción fea o brutal se había herido a sí mismo, y debía hacer pagar a alguien por ello. El hecho de que mientras trabajaba lo vigilasen hombres armados con fusiles, de que por la noche le pusieran una argolla sujeta a una cadena en el tobillo, no eran más que simples medidas de precaución, pero los salvajes latigazos propinados por el más fútil motivo, por el menor resto de dignidad o de resistencia, parecían indicar que los guardianes temían a los prisioneros, y Adam sabía, por los años pasados en el ejército, que un hombre dominado por el miedo es un animal muy peligroso. Y Adam, como todo el mundo, temía lo que aquellos latigazos podían causar a su cuerpo y a su espíritu. Corrió un tupido velo en torno a sí mismo, y su rostro se volvió inexpresivo, sus ojos perdieron el brillo y se encerró en un continuado mutismo. Más tarde no le sorprendió que hubiese sido capaz de hacerlo, pero sí le llamó la atención que apenas le causase sufrimiento. Le pareció mucho más horrible luego que cuando estaba sucediendo. Constituye un verdadero triunfo del dominio de sí mismo ver a un hombre al que le dan latigazos hasta que aparecen los músculos de su espalda, blancos y brillantes, a través de las heridas, y que, sin embargo, no muestra el menor signo de dolor, ira o interés. Y Adam aprendió a comportarse así.