—Adam —dijo—, te odio. Te odio por primera vez. Te odio, ¿me oyes? ¡Te odio!
Adam trató de incorporarse, cayó de nuevo, y volvió a intentarlo. Sentado en el suelo, levantó los ojos hacia Kate.
—No me importa —respondió. No me importa lo más mínimo. Se puso de rodillas y descansó con los nudillos apoyados en el suelo. Entonces dijo:
—¿No sabes que te amaba más que a nada en el mundo? Pues así era. Era algo tan fuerte que casi me mató.
—Ya volverás arrastrándote —dijo ella—. Arrastrarás la barriga por el suelo y vendrás a suplicarme.
—¿Quiere usted que le dé con las botas ahora, señorita Kate? —preguntó Ralph.
Ella no respondió.
Adam caminó lentamente hacia la puerta, midiendo con cuidado los pasos, y su mano palpó desmañadamente el quicio de aquélla. Kate lo llamó:
—¡Adam!
Él se volvió lentamente y le sonrió como le hubiera sonreído a un recuerdo. Luego, salió y cerró con suavidad la puerta tras él.
Kate se sentó y se quedó mirando la puerta con una expresión desolada en los ojos.
En el tren de regreso a King City tras su viaje a Salinas, Adam Trask se sentía envuelto por una nube de formas imprecisas, sones y colores. Ningún pensamiento se presentaba a su mente con suficiente claridad.
Estoy convencido de que en lo más profundo de la mente humana existen determinados mecanismos para analizar los problemas y, una vez analizados, rechazarlos y aceptarlos. En ocasiones, tales mecanismos se relacionan con facetas que el propio individuo ignora poseer. Con cuánta frecuencia nos vamos a dormir preocupados y doloridos, sin saber las causas, y a la mañana siguiente lo vemos todo claro y radiante, como resultado, tal vez, de ese oscuro razonamiento. Cuántas mañanas nos levantamos con la sangre burbujeante de gozo y el pecho rebosando alegría, sin que haya nada en nuestros pensamientos que pueda justificarlo o causarlo.
El entierro de Samuel y la entrevista con Kate deberían haber entristecido y amargado a Adam, pero no lo hicieron. De aquellas horas dolorosas y grises surgió un éxtasis. Se sentía joven, libre y lleno de júbilo. Se apeó del tren en King City y, en vez de ir a las cocheras donde le guardaban la calesa y el caballo, se dirigió al nuevo garaje de Will Hamilton.
Will estaba sentado en su encristalada oficina, desde la que podía vigilar el trabajo de sus mecánicos sin ser molestado por el ruido. Will comenzaba a engordar, signo evidente de su creciente prosperidad.
Se hallaba leyendo con atención un anuncio de cigarros procedentes de Cuba y enviados con asiduidad. Adam pensó que estaría llorando o lamentando la muerte de su padre, pero no fue así. Se sentía algo preocupado por Tom, quien se había ido directamente a San Francisco después del entierro. Le parecía que era más digno tratar de distraerse con los negocios, como él intentaba hacer, que con el alcohol, como Tom probablemente estaba haciendo.
Levantó la mirada cuando Adam entró en la oficina, y le señaló con la mano uno de los grandes sillones de cuero que había instalado para arrullar a sus clientes y hacer que le pagasen, sin darse cuenta, las enormes facturas que les presentaba.
Adam tomó asiento.
—No recuerdo si le he dado el pésame —le dijo.
—Son momentos difíciles —contestó William—. ¿Estaba usted en el entierro?
—Sí —respondió Adam—. No sé si usted sabe lo que sentía por su padre. Hizo por mí cosas que no se olvidan.
—Era muy respetado —afirmó Will—. Había más de doscientas personas en el cementerio, más de doscientas.
—Un hombre como él nunca muere —sentenció Adam, descubriendo aquella verdad por primera vez—. No puedo imaginármelo muerto; me parece incluso más vivo que nunca.
—Es cierto —corroboró Will, aunque a él no se lo parecía así; para Will, Samuel estaba bien muerto.
—Recuerdo las cosas que decía —prosiguió Adam—. Entonces, yo no las escuchaba mucho, pero ahora vuelven a mi memoria, y puedo ver su rostro mientras hablaba.
—Es cierto —repitió Will—. Yo estaba pensando justo en lo mismo. ¿Regresará usted a sus propiedades?
—Sí, así es. Pero antes quise pasar a visitarle porque quiero comprarme un automóvil.
Se produjo un cambio imperceptible en Will, quien se mostró de pronto silencioso y alerta.
—Hubiera jurado que usted sería la última persona del valle que quisiera comprar un automóvil —observó, estudiando la reacción de Adam a través de sus ojos entornados.
Adam rió.
—Me parece que tengo bien merecida esa fama —respondió. Puede que su padre sea el responsable del cambio que se ha producido en mí.
—¿Qué quiere usted decir?
—No sabría explicarlo. Es igual, hablemos del coche.
—Le seré sincero —dijo Will—. La verdad es que me cuesta mucho encontrar coches suficientes para atender todos los pedidos. Tengo una lista enorme de personas que desean un automóvil.
—¿Ah, sí? Bueno, pues incluya mi nombre en esa lista.
—Lo haré con mucho gusto, señor Trask, y haré algo más —y se interrumpió unos instantes—. Como es usted un íntimo amigo de la familia, si alguien anulara su pedido, le situaría en su lugar.
—Es usted muy amable —le agradeció Adam.
—¿Cómo quiere usted que lo arreglemos?
—¿Qué quiere decir?
—Pues que puedo hacerlo de manera que sólo tenga que pagar un plazo mensual.
—Pero ¿no resultaría así más caro?
—Tendría que pagar intereses y una comisión, pero algunas personas lo prefieren.
—Yo lo pagaré al contado —dijo Adam—. No me es de ninguna utilidad diferirlo.
Will sonrió.
—No todo el mundo piensa de ese modo —contestó—. Y llegará un momento en que perderé dinero vendiendo al contado.
—Nunca se me había ocurrido —observó Adam—. ¿Me pondrá usted en la lista, no obstante?
Will se inclinó hacia él.
—Señor Trask, lo pondré en la cabeza de la lista. El primer coche que llegue será para usted.
—Muchas gracias.
—Es un placer poder servirle —respondió Will.
—¿Cómo ha tomado su madre el fallecimiento de su padre? —le preguntó Adam.
Will se retrepó en el sillón y una sonrisa cariñosa se dibujó en su rostro.
—Es una mujer extraordinaria —afirmó—. Fuerte como una roca. ¡Cuando pienso en todas las dificultades que hemos tenido que sobrellevar! Mi padre no era un hombre muy práctico. Estaba siempre en las nubes, o con las narices en un libro. Creo que fue mi madre la que sostuvo a la familia y evitó que fuésemos unos pobretones.
—Es una mujer magnífica —corroboró Adam.
—No sólo eso, también es fuerte y tiene los pies en el suelo. ¿Volvió usted a casa de Olive después del entierro?
—No.
—Pues se reunieron allí un centenar de personas, y mi madre preparó pollo para ellos y se preocupó de que todos tuviesen bastante.
—¿Eso hizo?
—Eso mismo. Y cuando uno piensa que se trataba de su marido…
—Es una mujer extraordinaria —dijo Adam, repitiendo la frase de Will.
—Es práctica. Sabía que tenían que comer, y ella les dio de comer.
—Supongo que debe encontrarse bien, aunque de cualquier modo ha sido una gran pérdida para ella.
—Se encuentra muy bien —confirmó Will—. Y vivirá más que todos nosotros, a pesar de lo menudilla e insignificante que parece.
De regreso al rancho, Adam descubrió cosas que le habían pasado inadvertidas durante años. Veía las florecillas silvestres entre la espesa hierba y las vacas rojizas en las laderas del monte, ascendiendo por los senderos y pastando a su paso. Al llegar a sus tierras, Adam sintió tal placer, que comenzó a observarlas con atención. Y de pronto se encontró diciendo en voz alta, al son del ritmo de los cascos del caballo:
—Soy libre, soy libre. Ya no tengo por qué preocuparme. Soy libre. Ella ya no está, ha salido de mi vida para siempre. ¡Oh, Dios todopoderoso! ¡Soy libre!
Alargó el brazo y arrancó un puñado de artemisa gris plateada que crecía junto al camino, y cuando tuvo los dedos pegajosos por la savia, se los llevó a la nariz para oler el aroma acre y penetrante, que aspiró profundamente. Se sentía feliz de estar de nuevo en casa. Tenía ganas de ver a los niños después de aquellos dos días de ausencia. Sí, quería ver cómo estaban.
—Soy libre, ella se ha ido —cantaba en voz alta.
Lee salió de la casa al encuentro de Adam, y sostuvo la brida del caballo mientras aquél saltaba de la calesa.
—¿Cómo están los niños? —preguntó Adam.
—Muy bien. Les he hecho unos arcos y flechas, y se han ido a cazar conejos a la orilla del río. Todavía no tengo la comida a punto.
—¿Ha ido todo bien por aquí?
Lee lo miró con agudeza, estuvo a punto de preguntarle algo, pero cambió de idea.
—¿Qué tal el entierro? —preguntó.
—Fue muchísima gente —respondió Adam—. Tenía muchos amigos. No puedo hacerme a la idea de que haya muerto.
—Nosotros enterramos a nuestros muertos al son de los timbales, esparcimos papeles para confundir a los demonios, y sobre la tumba, en lugar de flores, ponemos cerdos asados. Somos un pueblo práctico, y siempre algo hambriento. Pero nuestros diablos no son muy listos, y siempre conseguimos engañarlos, lo cual significa cierto progreso.
—Me parece que a Samuel le hubiera gustado un entierro así —dijo Adam—. Lo hubiera encontrado interesante.
Advirtió que Lee lo miraba con fijeza.
—Llévate el caballo, Lee, y después vuelve y prepárame un poco de té. Quiero hablar contigo.
Adam penetró en la casa y se quitó su traje negro. Sentía el olor dulce y mareante del ron por todo su cuerpo. Se desnudó por completo y se frotó el cuerpo con jabón hasta que el olor hubo desaparecido del todo. Se puso una camisa azul limpia y unos pantalones tan desgastados que el azul era ya muy pálido y casi blanco en las rodillas. Se afeitó lentamente y se peinó, mientras a sus oídos llegaba el trajinar de Lee en la cocina. Luego, se dirigió al salón. Lee ya había puesto una taza y un azucarero sobre la mesa, junto al butacón. Adam paseó su mirada por las cortinillas floreadas, tan lavadas que los dibujos de flores estaban desteñidos. Observó también las esteras deshilachadas que cubrían el suelo y la parda franja marcada por tantos pies en el linóleo del vestíbulo. Y todo le pareció nuevo.
Cuando entró Lee con la tetera, Adam le indicó:
—Tráete una taza para ti, Lee. Y si te queda algo de esa bebida tuya, me gustaría tomar un poco. Anoche me emborraché.
—¿Usted borracho? No puedo creerlo —exclamó Lee.
—Pues sí, lo estaba. Y quiero contárselo. Ya he visto cómo me mirabas cuando he llegado.
—¿Se ha dado usted cuenta? —preguntó Lee, y fue a la cocina en busca de su taza, dos copas y su botella de piedra de ng-ka-py. Al volver, dijo:
—La última vez que lo probé, hace ya algún tiempo, fue en compañía de usted y del señor Hamilton.
—¿Es el mismo que nos sirvió para bautizar a los gemelos? —sí, el mismo.
Lee sirvió el té hirviente y sonrió cuando Adam puso dos cucharadas de azúcar en su taza.
Adam revolvió el té, contemplando cómo giraban y desaparecían en el líquido los cristales de azúcar.
—Fui a verla —le confesó.
—Tenía que hacerlo —respondió Lee—. Lo que todavía no comprendo es cómo pudo esperar tanto. Los seres humanos no poseemos tanto aguante.
—Tal vez no fuera un ser humano.
—También lo he pensado. ¿Cómo está ella?
—No puedo comprenderlo —contestó con parsimonia—. No puedo creer que exista semejante criatura en el mundo.
—El problema de ustedes, los occidentales, es que no tienen demonios para explicar las cosas. ¿Se emborrachó usted después?
—No, antes y durante. Necesitaba darme ánimos, supongo.
—Ahora parece usted estar muy bien.
—Lo estoy —confirmó Adam—. Es de eso de lo que quiero hablar contigo. —Se detuvo y añadió con tristeza—: Si esto hubiese ocurrido hace un año, hubiera ido a hablar con Sam Hamilton.
—Tal vez tanto usted como yo tengamos algo de él —observó Lee—. Y acaso en eso consiste la inmortalidad.
—Me pareció despertar de un sueño —manifestó Adam—. Es extraño, pero mis ojos se han aclarado y me he quitado un peso de encima.
—Habla incluso como el señor Hamilton —añadió Lee—. Voy a formular una teoría para mis parientes inmortales.
Adam bebió su taza de negro líquido y se pasó la lengua por los labios.
—Soy libre —expuso al fin—. Tengo que decírselo a alguien. Puedo vivir con mis hijos, incluso puedo ver a una mujer. ¿Comprendes lo que quiero decir?
Y lo veo en sus ojos y en su actitud. No es posible mentir acerca de una cosa como ésta. Creo que ahora sentirá más afecto por los chicos.
—Por lo menos voy a intentarlo. ¿Quieres ponerme más licor y llenarme otra vez la taza de té?
Lee sirvió el té y tomó la copa para llenársela.
—No sé cómo no se abrasa la boca bebiéndolo tan caliente —apuntó.
Lee sonreía para sus adentros, y Adam, observándolo, se dio cuenta de que el chino había envejecido. La piel de sus mejillas aparecía tirante y su superficie era brillante y pulida, pero en torno a sus ojos se podía observar una orla roja.
Lee examinaba la tacita minúscula y sonreía como si recordase algo.
—Si ya es usted libre, tal vez podía liberarme.
—¿Qué quieres decir, Lee?
—¿Permitiría que me fuese?
—Naturalmente que puedes irte. ¿No eres feliz aquí?
—No creo que haya sabido jamás qué es lo que ustedes llaman felicidad. Pensamos que estar a gusto es lo más deseable, pero tal vez sea una situación negativa.
—Llamémoslo así, pues. ¿No te sientes a gusto aquí? —le preguntó Adam.
—No creo que nadie se sienta a gusto cuando tiene cosas importantes por hacer —repuso Lee.
—¿Qué quieres hacer?
—Pues verá, para lo primero es ya demasiado tarde. Siempre he deseado casarme y tener hijos. Vaya usted a saber si lo que quería era asumir el aire estúpido e importante que en los padres pasa por sabiduría, para inculcárselo a mis propios e indefensos vástagos.
—No eres tan viejo.
—Ya supongo que físicamente soy apto para tener hijos. Pero no me refiero a eso. Me siento demasiado unido en matrimonio a una silenciosa lámpara de lectura. Sabe, señor Trask, una vez tuve una esposa. La puse en un pedestal, como usted hizo con la suya, sólo que la mía no tenía vida propia fuera de mi mente. Era una dulce compañía en mi pequeña habitación. Yo hablaba y ella escuchaba, o bien era ella la que hablaba, contándome sus avatares vespertinos. Era muy bonita, risueña y algo coqueta. Pero ahora ya no sé si la escucharía. Y no quisiera entristecerla o hacer que se sintiera sola. Así que mi primer plan es irrealizable.