Cuando el bosque de sus enemigos la rodeaba, ella estaba preparada. En su bolsillo tenía una botella de agua azucarada y en su etiqueta roja estaba escrito «Bébeme». Tomaría un trago de la botella y ella se haría cada vez más pequeña. ¡Que sus enemigos la buscasen! Cathy se escondería bajo una hoja o asomaría la cabeza por un agujero, riendo. Ellos no podrían encontrarla. Ninguna puerta podría encerrarla ni por fuera ni por dentro. Se escabulliría por el resquicio inferior.
Y Alicia siempre estaba allí para jugar con ella, para quererla y para confiar en ella. Alicia era su amiga, y la recibiría con los brazos abiertos cuando se hiciera diminuta.
Todo era tan fantástico, tan bueno, que merecía la pena ser miserable. Pero con todo lo bueno que fuese, siempre se reservaba una baza. Era su amenaza y su seguridad. Tan sólo tenía que beber por entero la botella, y ella se reduciría aún más, desaparecería y dejaría de existir. Y lo mejor de todo era que cuando dejara de existir, no desearía haber existido. Ésta era su querida seguridad. A veces, en su cama, había bebido lo suficiente del «Bébeme», como para convertirse en un punto tan pequeño como el más insignificante de los mosquitos. Pero nunca había llegado a vaciarla del todo. Era su as en la manga, que la preservaba de todo el mundo.
Kate movió la cabeza con tristeza al recordar a la desaparecida chiquilla. Se preguntaba cómo había podido olvidar aquel maravilloso ardid que la había salvado de tantos desastres. La luz filtrándose a través de un trébol era gloriosa. Cathy y Alicia caminaban del brazo entre la alta hierba, como buenas amigas. Y Cathy nunca se había visto obligada a beber todo el «Bébeme» porque tenía a Alicia.
Kate puso la cabeza sobre el secante, entre sus corvas manos. Sentía frío y desolación, se encontraba sola y abatida. Sea lo que fuere lo que hubiese hecho, se había visto forzada a hacerlo. Ella era diferente, tenía algo que los demás no poseían. Alzó la cabeza y no hizo movimiento alguno para secar sus ojos en llanto. Era verdad. Ella era más lista y más fuerte que los demás. Tenía algo que a los demás les faltaba.
Y en medio de sus cavilaciones, se le apareció el moreno rostro de Cal. Sus labios sonreían con crueldad. El peso la oprimía y le dificultaba la respiración.
Ellos poseían algo que a ella le faltaba, y no sabía qué era. Cuando se percató de semejante realidad, cesó su lucha: estaba preparada, lo había estado desde hacía mucho tiempo, quizá toda su vida. Su mente funcionaba como una mente de madera, su cuerpo se movía agarrotado, como una marioneta mal manipulada, pero se dispuso a cumplir con la acostumbrada firmeza su propósito.
Era mediodía, lo sabía por el parloteo de las muchachas en el comedor. Las babosas acababan de levantarse.
Kate tuvo dificultades con el picaporte, pero consiguió girarlo con las palmas de las manos.
Las muchachas cesaron en sus risas y la miraron. El cocinero vino de la cocina.
Kate era un espectro enfermo, agarrotado y en cierto modo horrible. Se apoyaba en la pared del comedor y sonreía a sus pupilas; esa sonrisa las asustaba aún más, pues parecía el preámbulo de un alarido.
—¿Dónde está Joe? —preguntó Kate.
—Ha salido, señora.
—Escuchad —dijo ella—. Hace días que no duermo. Voy a tomar un poco de medicina para poder dormir. No quiero que se me moleste, ni para cenar. Quiero dormir a pierna suelta. Decid a Joe que no quiero que nadie me moleste para nada hasta mañana por la mañana. ¿Habéis comprendido?
—Sí, señora —respondieron.
—Buenas noches, pues, aunque todavía es por la tarde.
—Buenas noches, señora —corearon obedientemente.
Kate se volvió y se encaminó como un cangrejo a su habitación.
Cerró la puerta y se quedó pensativa, tratando de formarse una línea simple de conducta. Fue de nuevo a su escritorio. Esta vez forzó su mano, a despecho del dolor, para escribir penosamente: «Dejo todo cuanto tengo a mi hijo Aron Trask». Puso la fecha en la cuartilla y la firmó: «Catherine Trask». Sus dedos se posaron un momento sobre la hoja, después se levantó y dejó su testamento boca arriba sobre el escritorio.
De la mesita del centro se sirvió té frío en la taza, la llevó a la habitación gris del colgadizo y la depositó sobre la mesa de lectura. Luego se dirigió al tocador y se peinó, esparció un poco de colorete sobre sus mejillas, que recubrió ligeramente con polvos, y se pintó los labios con el lápiz rojo pálido que siempre usaba. Por último, se limó las uñas y se las limpió.
Cuando cerró la puerta de la habitación gris, la luz del día desapareció; sólo la lámpara de lectura proyectaba su cono sobre la mesa. Ordenó los almohadones, los sacudió para ahuecarlos, y se sentó, apoyando su cabeza en el almohadón inferior para probarlo. Se sentía muy contenta, como si estuviese asistiendo a una fiesta. Tiró cautelosamente de la cadena que pendía de su cuello, desenroscó el pequeño tubo y arrojó la cápsula en la palma de su mano. La miró y sonrió.
—Cómeme —dijo, y puso la cápsula en su boca.
Tomó la taza de té.
—Bébeme —dijo, y sorbió el amargo té frío.
Trató de concentrar su mente en la diminuta Alicia, que la esperaba. Otros rostros desfilaron ante sus ojos: su padre y su madre, Charles, Adam, Samuel Hamilton y, por último, Aron; también pudo observar cómo Cal le sonreía.
No eran necesarias las palabras, pues el brillo de la mirada de Cal era ya bastante elocuente: «Te falta algo. Los demás tienen algo que tú no tienes».
Volvió a pensar en Alicia. En la pared gris, frente a ella, había un agujero de clavo. Alicia debía de estar allí; se rodearían la cintura con el brazo y se irían juntas. Eran las mejores amigas, tan diminutas como la cabeza de un alfiler.
Un cálido entumecimiento se iba apoderando de sus brazos y piernas. El dolor había desaparecido de sus manos. Se sentía los párpados muy pesados. Bostezó.
No supo si lo decía o tan sólo lo pensaba: «Alicia no lo sabe. Vuelvo al pasado».
Cerró los ojos y se estremeció con una náusea que le causó vértigos. Abrió los ojos y contempló con terror cómo la gris estancia se iba ensombreciendo y el cono de luz se agitaba y temblaba como el agua. Después, sus ojos se volvieron a cerrar y sus dedos se ahuecaron como si sostuviesen unos pequeños pechos. Su corazón latía solemnemente y su respiración se fue ralentizando a medida que se iba haciendo más y más pequeña, hasta que desapareció; nunca había existido.
Cuando Kate lo despidió, Joe se dirigió a la barbería, como hacía siempre que estaba trastornado. Allí, le lavaron y cortaron el cabello, le dieron un masaje facial y le hicieron la manicura; por último, le limpiaron los zapatos. Por lo general, aquello y una nueva corbata ponían a Joe de buen humor, pero todavía se sentía deprimido cuando salió de la barbería, después de haber dado cincuenta centavos de propina.
Kate lo había atrapado como una rata, lo había pillado con los pantalones bajados. La vertiginosa inteligencia de la mujer lo había dejado confuso y desorientado. Y la argucia de dejarle decidir qué camino tomar lo desconcertaba aún más.
La noche empezó bastante sosa, pero luego llegó un grupo muy numeroso de una asociación de estudiantes de Stanford, que acababan de hacer una novatada en San Juan. Eran muy guasones y dicharacheros.
Florence, la que fumaba el cigarrillo en el circo, fue víctima de un acceso de tos muy seca. Cada vez que lo probaba,
se ponía
a toser y lo perdía. Aquello les hacia troncharse de risa.
Los jóvenes chillaban y aporreaban para divertirse. Y luego se pusieron a robar todo cuanto no estuviera sujeto con clavos.
Después de que los estudiantes se hubieran marchado, dos de las mujeres se enzarzaron en una disputa cansada y monótona. ¡Oh, Dios, qué noche!
Y allá en el vestíbulo, aquel bicho agazapado y peligroso permanecía en silencio tras la puerta cerrada. Joe pasó junto a su puerta antes de irse a la cama, pero no oyó nada. Cerró la casa a las dos y media, y a las tres ya estaba acostado; sin embargo, no podía conciliar el sueño. Se sentó en la cama y leyó siete capítulos de
El triunfo de Bárbara Worth
, y cuando amaneció, se dirigió a la silenciosa cocina para preparar café.
Apoyó los codos sobre la mesa, sosteniendo la taza de café con las dos manos. Algo no iba bien, pero Joe no podía descubrir qué era. Tal vez Kate se había enterado de que Ethel estaba muerta. Tendría que ser muy cauteloso. Y luego, tomó una firme decisión: entraría a verla a las nueve y la escucharía con mucha atención; quizá no la había comprendido bien. Lo mejor sería dejarlo correr y no ser un cerdo. Limitarse a decirle que se conformaba con mil dólares y ahuecar el ala, y si ella se negaba, se marcharía igualmente. Estaba harto de trabajar con señoras. Podía ganarse la vida jugando al faro en Reno, horas fijas y nada de señoras. Tal vez podría comprar una casa para él y vivir decentemente, con sillones y un escritorio de lujo. No servía de nada quemarse los sesos en aquella piojosa ciudad. Incluso sería mejor salir del estado. Hasta consideró la idea de marcharse en ese preciso momento: sólo tenía que levantarse de la mesa, subir las escaleras, hacer la maleta en dos minutos y tomar las de Villadiego. Como mucho, tardaría tres o cuatro minutos. No se lo diría a nadie. La idea le atraía. Puede que el asunto de Ethel no hubiera sido tan bueno como pensó en un principio, pero mil dólares no era moco de pavo. Tendría que esperar.
Entró el cocinero, al parecer de mal talante. Se le estaba formando un forúnculo en el cogote, y había puesto sobre él, como remedio, la película interna de una cáscara de huevo. No quería a nadie en la cocina, pues no tenía ganas de conversación.
Joe volvió a su habitación, leyó un poco más, y luego hizo la maleta. Estaba dispuesto a irse, pasara lo que pasara.
A las nueve llamó quedamente a la puerta de Kate y la empujó. La cama estaba intacta. Dejó la bandeja, se dirigió a la puerta del colgadizo, y golpeó con los nudillos varias veces sin obtener respuesta, ni siquiera cuando la llamó. Al final abrió la puerta.
El cono de luz iluminaba la mesita de lectura. La cabeza de Kate estaba profundamente hundida entre los almohadones.
—¿Ha dormido usted aquí esta noche? —preguntó Joe.
Se situó frente a ella, vio sus labios exangües y los ojos apagados entre sus párpados entornados, y comprendió que estaba muerta.
Sacudió la cabeza y se dirigió rápidamente a la habitación vecina para asegurarse de que estaba cerrada la puerta que daba al vestíbulo.
Examinó a toda prisa los cajones del armario ropero, uno tras otro, abrió los bolsos de la muerta, la cajita que había junto a la cama, y se quedó inmóvil. No tenía nada que valiese un comino, ni siquiera un cepillo para el cabello con el lomo de plata.
Volvió al colgadizo y permaneció contemplándola: ni un anillo, ni un alfiler. Luego vio la cadenita que pendía de su cuello, tiró de ella y abrió el cierre: un pequeño reloj de oro, un tubito de metal y dos llaves de caja fuerte, con los números 27 y 29.
—De modo que ahí es donde lo guardas, vieja zorra —dijo.
Desprendió el reloj de la cadena y se lo metió en el bolsillo. Sentía deseos de pellizcarla en la nariz. Entonces pensó en el escritorio.
El testamento ológrafo de dos líneas atrajo su atención. Seguramente habría alguien que ofrecería dinero por él, así es que se lo metió también en el bolsillo. Sacó un montón de papeles de un compartimiento: facturas y recetas; en el de al lado, seguros; en el siguiente, un librito con la ficha de cada pupila. Se lo metió también en el bolsillo.
Quitó la cinta de goma que sujetaba un paquete de sobres marrones, abrió uno de ellos y extrajo una fotografía. En el dorso de ella, con la letra clara y picuda de Kate, había escrito un nombre, una dirección y un título.
Joe soltó una carcajada. Aquello sí que era suerte. Examinó el contenido de otro sobre, y luego de otro más. Una mina de oro. Podía resolverle la vida durante años y años. ¡Había que ver, por ejemplo, aquel concejal gordo con pinta de burro! Volvió a poner la cinta de goma. En el cajón superior encontró ocho billetes de diez dólares y un manojo de llaves. Se embolsó el dinero también. Cuando abrió el segundo cajón, y mientras se percataba de que contenía papel de escribir, barras de lacre y tinta, llamaron a la puerta. Fue hasta ella y abrió sólo una rendija.
—Ahí fuera hay un tipo que quiere verte —le dijo el cocinero.
—¿Quién es?
—¿Cómo diablos quieres que lo sepa?
Joe paseó su mirada por la habitación, y antes de abandonarla, sacó la llave de la parte interior de la puerta, la cerró y se metió la llave en el bolsillo. Se le podía haber escapado algo.
Oscar Noble lo esperaba de pie en la gran sala delantera, tocado con su sombrero gris y con su impermeable marrón abrochado hasta el cuello. Sus ojos eran de un gris pálido, del mismo color que sus patillas, semejantes al rastrojo. En la estancia reinaba la semioscuridad, ya que nadie había levantado todavía las persianas.
Joe cruzó a paso vivo el vestíbulo.
—¿Es usted Joe? —preguntó Oscar.
—¿Quién es usted?
—El
sheriff
quiere verle.
Joe sintió que su sangre se helaba.
—¿Viene usted a arrestarme? —preguntó. ¿Tiene usted una orden judicial?
—Claro que no —respondió Oscar—. No tenemos nada contra usted. Se trata de una simple comprobación. ¿Quiere usted acompañarme?
—Desde luego —convino Joe—. ¿Por qué no?
Salieron juntos. Joe temblaba.
—Tendría que haber cogido el abrigo.
—¿Quiere usted volver a buscarlo?
—No es necesario —repuso Joe. Se dirigieron hacia la calle Castroville. Oscar le preguntó:
—¿Alguna vez le han fichado?
Joe tardó un rato en responder.
—Sí —dijo finalmente.
—¿Por qué?
—Borrachera —respondió Joe—. Pegué a un poli.
—Bien, pronto lo sabremos —dijo Oscar, y dieron la vuelta a la esquina.
Joe echó a correr como un conejo, atravesó la calle y huyó en dirección a los tenduchos y callejuelas del Barrio Chino.
Oscar tuvo que despojarse de un guante y desabrochar su impermeable para sacar la pistola. Disparó al azar y erró el tiro.
Joe empezó a correr en zigzag. Estaba a cincuenta metros de distancia, y se aproximaba a un callejón entre dos edificios.
Oscar se acercó a un poste telefónico que había en el bordillo, apoyó su codo izquierdo contra él, se aferró la muñeca derecha con la mano izquierda y apuntó hacia la entrada del callejón. Disparó en el mismo momento en que Joe se disponía a doblar la esquina.