—¿Qué es eso? —preguntó Cal.
—Champán, pero muy bueno, del mismo color que el ojo de una perdiz, rosado, oscuro y seco. Cuatro cincuenta la botella.
—¿No te parece un poco caro? —preguntó Aron.
—¡Claro que es caro! —afirmó Cal riendo—. Envíe tres botellas, Joe. —y dijo a Aron: Ese será tu regalo.
Para Cal, aquel día era interminable. Deseaba dejar la casa y no podía. A las once, Adam se dirigió a la oficina de alistamiento para echar un vistazo a los datos de una nueva quinta que iba a ser llamada.
Aron parecía estar perfectamente tranquilo. Se sentó en el salón, mirando los grabados y las historietas de números atrasados de la
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. Desde la cocina se empezaban a esparcir por toda la casa los aromas del jugoso pavo asado.
Cal fue a su habitación y tomó su regalo, colocándolo en su escritorio. Trató de escribir una tarjeta para ponerla encima: «A mi padre, de su hijo Caleb». «A Adam Trask de Caleb Trask.» Rompió las tarjetas en menudos pedacitos, que arrojó luego al retrete.
Pensó: «¿Por qué dárselo hoy? Tal vez mañana podría acercarme a él con toda calma y decirle: “Esto es para usted", y después irme. Sería más fácil. Pero no», se dijo en voz alta. «Quiero que los demás lo vean.» Tenía que ser así. Pero sentía una opresión en el pecho y las palmas de las manos cubiertas de sudor frío. Y pensó en la mañana de aquel día en que su padre lo sacó del calabozo. La cálida intimidad y la confianza que le demostró su padre eran cosas dignas de ser recordadas. Incluso llegó a decirle: «Tengo confianza en ti». Ante este pensamiento, se sintió mucho más reconfortado.
Alrededor de las tres, oyó entrar a Adam y el sonido de voces que conversaban en el salón. Cal fue a reunirse entonces con su padre y Aron.
Adam estaba diciendo:
—Los tiempos han cambiado. Un joven debe especializarse, o no irá a ninguna parte. Supongo que por eso me alegro de que vayas a la universidad.
—He estado pensando en eso y tengo mis dudas —respondió Aron.
—Pues no le des más vueltas. Tu primera decisión es la más acertada. Mírame. Yo sé un poquito de todo, pero no lo suficiente sobre una cosa concreta para ganarme la vida en estos tiempos.
Cal se sentó en silencio. Adam no había reparado en su presencia. Su rostro expresaba una gran concentración interior.
—Es una cosa muy natural que un hombre quiera ver triunfar a su hijo —prosiguió diciendo Adam—. Tal vez yo tenga más visión de futuro que tú.
Lee asomó la cabeza.
—Las balanzas de la cocina deben de estar mal —observó. El pavo estará listo antes de lo que señala la receta. Apostaría a que no pesaba nueve kilos.
—Bueno, puedes conservarlo caliente —le aconsejó Adam, y continuó: El viejo Sam Hamilton ya lo preveía. Dijo que los filósofos universales dejarían de existir. El peso de los conocimientos actuales es demasiado grande para una sola mente. Dijo que llegaría el día en que cada hombre sólo sería capaz de conocer una pequeña parte, pero la conocería muy bien.
—Sí —corroboró Lee desde la puerta—. Y lamentaba que así fuese. Es más, lo detestaba.
—¿De veras? —preguntó Adam.
Lee entró en la estancia con un gran cucharón en la mano derecha, mientras con la izquierda formaba un cuenco bajo ella, por miedo a que cayesen gotas en la alfombra. Pero al entrar en la habitación, se olvidó de ello y empezó a blandir su cucharón, esparciendo gotas de grasiento caldo de pavo por el suelo.
—Ahora que usted lo dice, tengo que confesarle que no lo sé —admitió. No sé si lo detestaba, o soy yo quien lo detesto por él.
—No te excites tanto —dijo Adam—. Parece como si no pudiéramos discutir sobre nada, ya que te lo tomas como un insulto personal.
—Tal vez lo que sucede es que los conocimientos son demasiado vastos y los hombres se han vuelto demasiado pequeños —repuso Lee—. Acaso al arrodillarse para examinar los átomos, sus almas se han vuelto también minúsculas como ellos. Quizás un especialista no sea más que un cobarde, temeroso de mirar fuera de su pequeña jaula. Y piense en lo que pierde cualquier especialista: el mundo entero que se extiende más allá de su valla.
—Hablábamos sólo de un medio para ganarse la vida.
—La vida, o sea, dinero —dijo Lee con excitación—. El dinero es muy fácil de hacer si no se quiere otra cosa. Pero con unas pocas excepciones, lo que los hombres quieren no es dinero, sino lujo, amor y ser admirados.
—De acuerdo. Pero ¿tienes alguna objeción que hacer a los estudios universitarios? De eso es de lo que estamos hablando.
—Lo siento —se excusó Lee—. Tiene usted razón, me excito demasiado. No, si la universidad le sirve a un hombre para hallar su relación con su mundo circundante. En ese caso, no tengo ninguna objeción que hacer. ¿No es así, Aron? ¿No es así?
—No lo sé —respondió Aron.
Un siseo llegó de la cocina.
—Los malditos menudillos están hirviendo y van a salirse de la olla —dijo Lee.
Y salió a todo correr de la estancia.
Adam lo siguió con una mirada afectuosa.
—¡Qué hombre tan bueno! ¡Qué amigo tan excelente!
—Desearía que llegase a centenario —dijo Aron.
Su padre soltó una risita.
—¿Y cómo sabes que no tiene ya cien años?
—¿Cómo va la fábrica de hielo, padre? —preguntó Cal.
—Pues bastante bien. Cubre los gastos y deja un pequeño margen de beneficio. ¿Por qué me lo preguntas?
—Tengo un par de ideas para sacarle realmente provecho.
—Hoy no —dijo Adam tajante—. El lunes, si te acuerdas, pero hoy no. Sabes —prosiguió Adam, hace tiempo que no recuerdo sentirme tan contento como hoy. Me siento…, bueno, digamos satisfecho. Tal vez se deba únicamente a que he dormido muy bien esta noche y he tomado un buen baño. O tal vez sea porque estamos todos juntos y en paz. —Sonrió a Aarón. No sabíamos lo que representabas para nosotros hasta que nos dejaste.
—Yo sentía mucha nostalgia —confesó Aarón. Los primeros cinco días creí que no podría soportarlo de ninguna manera.
Abra entró de pronto en la habitación. Sus mejillas estaban sonrosadas y tenía un aspecto radiante.
—¿Ya habéis visto que hay nieve en el Monte Toro? —preguntó.
—Sí, ya lo he visto —contestó Aarón. Dicen que eso significa que el año próximo será bueno. Y nosotros tendremos que sacarle mucho provecho.
—Sólo he picado unas cositas —dijo Abra—. Preferiría cenar aquí.
Lee se excusó por la comida, como un viejo atontado. Culpó a la cocina de gas, que no calentaba como una buena estufa de leña. Culpó también a la nueva raza de pavos, a los cuales les faltaba algo que los de antaño poseían. Pero rió con todos ellos cuando aseguraron que parecía una vieja deseosa de oír cumplidos.
A la hora del budín de ciruelas, Adam descorchó el champán, y lo bebieron con toda parsimonia. Sobre la mesa se formó una atmósfera ceremoniosa, y apuraron sus copas. Se hicieron brindis. Cada uno bebió a la salud de los demás, y Adam hizo un pequeño discurso dirigiéndose a Abra cuando bebió la suya.
Los ojos de la joven brillaban y, por debajo de la mesa, Aron le oprimía la mano. El vino embotó el nerviosismo de Cal, y ya no sentía temor ante la idea de ofrecerle el regalo a su padre.
Cuando Adam hubo terminado el budín, dijo:
—Creo que nunca hemos celebrado un día de Acción de Gracias tan bueno como éste.
Cal metió la mano en el bolsillo de su chaqueta, sacó el paquete atado con la cinta roja y lo empujó por encima de la mesa hasta situarlo frente a su padre.
—¿Qué es esto? —preguntó Adam.
—Es un regalo.
Adam parecía muy contento.
—No es Navidad, pero hay regalos. ¡Vamos a ver qué es!
—Un pañuelo —aventuró Abra.
Adam desató la burda lazada, desplegó el papel de tela y se quedó mirando los billetes.
—¿Qué es eso? —preguntó Abra.
Y se levantó para mirar. Aron se inclinó hacia delante. Lee, en la puerta, trató de hacer desaparecer de su rostro la expresión de preocupación. Miró de soslayo a Cal y vio la luz de triunfo y de alegría que brillaba en sus ojos.
Muy lentamente, Adam movió sus dedos y desplegó los billetes como si fuesen naipes. Su voz parecía venir de muy lejos.
—¿Qué es eso? ¿Qué…?
Y se interrumpió.
Cal tragó saliva.
—Es…, yo lo gané, para darle…, para indemnizarle por lo que perdió con las lechugas.
Adam levantó la cabeza.
—¿Tú lo has ganado? ¿Cómo?
—El señor Hamilton…, lo ganamos juntos…, con las habas —prosiguió apresuradamente—. Compramos cosechas futuras a dos centavos y medio, y cuando el precio subió… Es para usted, quince mil dólares. Para usted.
Adam reunió los nuevos billetes hasta juntar sus bordes, dobló el envoltorio cuidadosamente y volvió las puntas del papel de tela. Miró a Lee con expresión abatida. Cal sintió como si la atmósfera estuviese cargada de algo terrible y calamitoso, y una profunda tristeza se apoderó de él. Oyó que su padre decía:
—Tendrás que devolverlo.
—¿Devolverlo? ¿Devolverlo a quién? —preguntó.
—A los que te lo dieron.
—¿A la Agencia de Compras Británica? No lo aceptarían. Pagan seis centavos y medio por kilo de habas en todo el país.
—Entonces, entrégaselo a los granjeros a quienes habéis robado.
—¿Robado? —gritó Cal—. Les pagamos dos centavos más por kilo de lo que ellos reciben en el mercado. Nosotros no les hemos robado. Cal se sentía como suspendido en el espacio, y le daba la sensación de que el tiempo pasaba muy lentamente.
Su padre tardó mucho tiempo en responder. Entre sus palabras parecía haber largos espacios.
—Yo envío soldados a Europa —le explicó. Pongo mi firma y ellos van. Y algunos morirán, y otros quedarán sin brazos o sin piernas para toda su vida. Ninguno de ellos regresará incólume. Hijo mío, ¿piensas que yo puedo aprovecharme de ello?
—Lo he hecho por usted —replicó Cal—. Quería que recuperase el dinero que perdió.
—Yo no quiero este dinero, Cal. Y lo de las lechugas, no creo que lo hiciese por el provecho que pudiera reportarme. Fue una especie de juego para mí el ver si podía llevar la lechuga al este, pero perdí. No quiero este dinero.
Cal miraba fijamente ante sí. Sentía los ojos de Lee, de Aron y de Abra clavados en sus mejillas. Fijó los suyos en los labios de su padre.
—Me agrada que hayas tenido la idea de hacerme un regalo —prosiguió Adam—. Te lo agradezco, pero…
—Se lo guardaré —atajó Cal.
—No. Nunca lo querré. Hubiera estado tan contento de que hubieses podido ofrecerme…, bueno, lo que me ha ofrecido tu hermano, orgullo por la carrera que está estudiando, alegría por sus progresos. El dinero, aunque sea ganado honradamente, no puede compararse con eso. —Abrió más los ojos, y dijo—: ¿Te he disgustado, hijo? No te enfades. Si quieres hacerme un buen regalo, ofréceme una vida recta y honrada. Eso sí que lo valoraré.
Cal se ahogaba. Su frente estaba cubierta de sudor y en su lengua sentía un gusto salado. Se levantó súbitamente, haciendo caer la silla, y salió corriendo de la habitación, conteniendo su aliento.
—¡No te enfades, hijo! —le gritó Adam.
Pero le dejaron solo. En su habitación, se sentó ante el escritorio con los codos apoyados sobre él. Creyó que iba a llorar, pero no fue así. Se esforzaba por provocar las lágrimas, pero éstas no podían atravesar el hierro candente que parecía atenazarle la cabeza.
Al cabo de cierto tiempo, su respiración fue haciéndose más regular y su cerebro comenzó a pensar con calma. Trató de dominar el odio incipiente que nacía en él, pero éste reaparecía una y otra vez. Al final, sus esfuerzos se fueron debilitando porque el odio se esparcía por todo su cuerpo, envenenándole hasta el último nervio. Notaba cómo iba perdiendo los estribos.
Por fin, llegó el momento en que había desaparecido todo temor y todo dominio de sí mismo, y su cerebro estallaba de doloroso triunfo. Tomó un lápiz y trazó con él pequeñas espirales sobre su papel secante. Cuando entró Lee, una hora después, había trazado cientos de espirales, cada vez más pequeñas. El joven no levantó la cabeza.
Lee cerró suavemente la puerta.
—Te traigo café —dijo.
—No lo quiero… Es decir, sí. Gracias, Lee. Es muy amable de tu parte.
—¡Basta! ¡Basta, te digo! —exclamó Lee.
—¿Basta qué? ¿A qué te refieres?
Lee dijo con desasosiego:
—Ya te dije una vez, cuando me lo preguntaste, que en ti estaba todo. Te dije que podías dominarlo, si querías.
—¿Dominar qué? No sé de qué me estás hablando.
—¿Es que no puedes oírme? ¿Es que no me escuchas? Cal, ¿no sabes de qué estoy hablando? —le respondió Lee.
—Te oigo, Lee. ¿Qué dices?
—No pudo evitarlo, Cal. Él es así. No pudo hacerlo de otra manera. No le quedaba ninguna otra opción. Pero tú sí la tienes. ¿Es que no me oyes? Tú tienes otra opción.
Las espirales se habían vuelto tan pequeñas, que las líneas de lápiz se habían unido y el resultado era una manchita negra brillante.
—¿No te parece que le das demasiada importancia a pequeñeces? —replicó Cal—. Me parece que te has colado. A juzgar por el tono de tu voz, se diría que he matado a alguien. Déjalo correr, Lee, déjalo.
En la habitación se hizo el silencio. A los pocos momentos, Cal dio media vuelta y vio que la estancia estaba vacía. Sobre la cómoda una taza de café lanzaba una voluta de vapor. Cal bebió el café a pesar de que casi hervía, y se dirigió al salón.
Su padre le miró como disculpándose.
—Lo siento, padre —se excusó Cal. Ignoraba cuáles eran sus sentimientos. —Tomó el envoltorio con el dinero que estaba sobre el mantel y lo guardó en el bolsillo interior de su chaqueta, en el mismo sitio donde antes lo había tenido—. Ya veré qué hago con él. —Y cambió de tema—. ¿Dónde están los demás?
—Oh, Abra tenía que irse y Aron la ha acompañado. Lee ha salido.
—Me parece que voy a dar un paseo —dijo Cal.
La noche de noviembre estaba muy avanzada. Cal abrió despacio la puerta principal, y vio los hombros y la cabeza de Lee recortándose sobre la pared blanca de la lavandería francesa que había en la acera de enfrente. Lee estaba sentado en la escalera y tenía un aspecto apelmazado con su pesado abrigo.
Cal cerró la puerta con cuidado y cruzó de nuevo el salón.
—El champán da sed —comentó, pero su padre no levantó la mirada.