—¿ Has pensado en los dos niños, Liza? —preguntó él.
—He pensado en nuestra propia familia —saltó ella—. Cada vez que vas allí, luego no hay quien te aguante durante unos cuantos días.
—Muy bien, mamá —accedió, pero aquello le entristeció, porque Samuel era incapaz de pensar en sus propios asuntos cuando había otra persona que sufría; le costaba mucho abandonar a Adam en su desolación.
Adam le pagó por su trabajo, e incluso le pagó las piezas de los molinos, a pesar de no querer ya instalarlos. Samuel vendió el equipo y le envió el dinero a Adam, sin recibir respuesta alguna.
Empezó a enfadarse con Adam Trask. Samuel estaba convencido de que Adam se complacía en su propia tristeza. Pero no tenía mucho tiempo para esas cavilaciones. Joe estaba en la universidad, en esa facultad que Leland Stanford había edificado en su granja, cerca de Palo Alto. Tom preocupaba a su padre, porque cada día le veía más enfrascado en la lectura. Trabajaba bien, pero a Samuel le parecía que Tom no estaba muy contento.
A Will y a George les iban muy bien los negocios, y Joe escribía cartas en verso a sus padres, en las que atacaba muy hábilmente, pero sin sobrepasar los límites, todas las verdades comúnmente aceptadas.
Samuel escribió a Joe en estos términos:
«Me hubieras decepcionado si no te hubieras convertido en un ateo, y me complace leer que, a tu edad y con tu sabiduría, has aceptado el agnosticismo como si hubieras comido una galleta con el estómago lleno. Quería pedirte, con todo mi corazón, que no trates de convertir a tu madre. Tu última carta sólo le hizo pensar que no estás bien. Tu madre cree que no hay enfermedad que no se cure con un buen caldo. Atribuye tu valiente ataque a la estructura de nuestra civilización a un simple dolor de estómago, y ello le preocupa. Su fe es una montaña, y tú, hijo mío, ni siquiera tienes una pala para empezar a socavarla».
Liza estaba envejeciendo. Samuel lo veía en su rostro. Pero él no se sentía viejo en absoluto, a pesar de tener la barba blanca. Sin embargo, Liza se alimentaba del pasado y eso era una prueba irrefutable.
Hubo un tiempo en que ella consideró los planes y las profecías de su marido como las locas divagaciones de un niño. Ahora le parecía que eran completamente inadecuadas para un hombre hecho y derecho. Liza, Tom y Samuel eran los únicos que vivían en el rancho.
Una se había casado con un forastero y se había ido con él. Dessie se había establecido como modista en Salinas. Olive se había casado con su joven prometido. Y Mollie también había contraído matrimonio y vivía, aunque pareciese increíble, en un piso de San Francisco, muy perfumado, con una alfombra de piel de oso blanco en el dormitorio, frente a la chimenea; Mollie fumaba cigarrillos de boquilla dorada —violet Milo— mientras tomaba café después de comer.
Un día, Samuel se lesionó la espalda al intentar levantar una bala de heno, lo cual hirió sus sentimientos más aún que su espalda, porque no podía imaginar una vida en la que Sam Hamilton no pudiese gozar del privilegio de levantar una bala de heno. Se sintió insultado por su espalda, casi tanto como si uno de sus hijos le hubiera deshonrado.
El doctor Tilson, de King City, lo examinó. El doctor era un cascarrabias, debido principalmente a sus muchos años de trabajo.
—Tiene una luxación en la espalda.
—Así parece —contestó Samuel.
—¿Y se ha tomado la molestia de venir tan sólo para decirme que se ha hecho una luxación en la espalda y para que le cobre dos dólares por ello?
—Aquí los tiene.
—Y querrá saber qué tratamiento tiene que seguir, ¿verdad?
—Desde luego.
—No realice ningún esfuerzo violento. Tome su dinero, Samuel. Usted ya no es un niño, a menos que empiece ahora a hacer tonterías.
—Pero me duele.
—Claro que le duele. ¿Cómo sabría que tiene una luxación si no le doliese?
Samuel soltó una carcajada.
—Usted me gusta —dijo—. Vale más de dos dólares. Quédese con el dinero.
El médico le miró con atención y respondió:
—Me parece que habla usted en serio, Samuel. Me los quedaré.
Luego, Samuel fue a visitar a Will a su nueva tienda. Apenas reconoció a su hijo; Will había engordado y rezumaba prosperidad: vestía una levita con pechera y llevaba un anillo de oro en el dedo meñique.
—Tengo un paquete para madre —dijo Will—. Son unas cuantas latas que me han llegado de Francia. Setas,
foiegras
y sardinas tan pequeñas que apenas se ven.
—Se las enviará a Joe —vaticinó Samuel.
—¿No puede usted hacer que se las coma ella?
—No —respondió su padre—. Disfrutará más enviándoselas a Joe.
Lee apareció en la tienda y sus ojos se iluminaron.
—¿Cómo está,
señol
? —saludó—.
—Hola, Lee. ¿Cómo se encuentran los niños?
—Niños bien.
—Voy a tomar una cerveza ahí al lado —dijo Samuel—. Me gustaría que me acompañase.
Lee y Samuel tomaron asiento ante una mesita redonda del bar, y Samuel comenzó a hacer dibujos sobre la madera, recién fregada, con el dedo mojado en cerveza.
—Me hubiera gustado ir a verlos, a usted y a Adam, pero pensé que no serviría de nada.
—Tampoco le hubiera perjudicado. Creí que se sobrepondría, pero sigue deambulando como un fantasma.
—Ya hace más de un año, ¿no? —preguntó Samuel.
—Un año y tres meses.
—Bien, ¿qué cree usted que puedo hacer?
—No lo sé —repuso Lee—. Tal vez podría usted arrancarlo de su ensimismamiento. Yo lo he intentado y no lo he conseguido.
—Yo no sirvo para eso. Probablemente, terminaría como él. A propósito, ¿qué nombre ha puesto a los mellizos?
—Ninguno.
—Usted bromea, Lee.
—No bromeo.
—Y entonces, ¿cómo les llama?
—Ellos».
—Quiero decir cuando les dirige la palabra.
—Cuando les habla, les llama «tú» o «vosotros».
—Eso es absurdo —profirió Samuel enfadado—. ¿Es que se ha vuelto loco ese hombre?
—Tendría que habérselo contado. Es hombre muerto, a menos que usted pueda resucitarlo.
—Iré, y llevaré un buen látigo conmigo —resolvió Samuel—. ¿Mira que no ponerles nombre! Sí, puede estar seguro de que iré, Lee.
—¿Cuándo?
—Mañana.
—Mataré un pollo —dijo Lee—. Los mellizos le gustarán, señor Hamilton. Son unos niños preciosos. No le diré al señor Trask que va usted a venir.
Tímidamente, Samuel expresó a su esposa el deseo que sentía de visitar la residencia de Trask. Estaba convencido de que Liza le argumentaría una serie de objeciones, y casi por primera y única vez en su vida, él la hubiera desobedecido, sin importarle las consecuencias. Experimentaba casi náuseas ante la idea de desobedecer a su esposa. Le explicó su intención, casi como si se tratase de una confesión. Liza le escuchó con los brazos en jarras, y el corazón de Samuel se desbocó. Cuando terminó, ella continuó mirándole con una expresión que a él le pareció fría.
Finalmente, Liza le preguntó:
—Samuel, ¿crees que podrás mover a ese hombre convertido en una roca?
—Pues no sé, madre —respondió Samuel, que no esperaba semejante pregunta, no lo sé.
—¿Crees que es tan importante que esos niños tengan nombre? —sí, así lo creo —replicó él dócil.
—Samuel, ¿has pensado bien por qué quieres ir? ¿No será porque eres un entrometido incurable o quizá porque eres incapaz de ocuparte de tus propios asuntos?
—Mira, Liza. Sé muy bien cuáles son mis defectos. Creo que ahora se trata de algo más importante.
—Por supuesto que es algo mucho más importante —respondió Liza—. Ese hombre todavía no ha admitido la existencia de sus hijos. Para él, siguen aún en el limbo.
—Eso es lo que a mí me parece, Liza.
—¿Y si él te dice que no te metas en lo que no te importa? ¿Qué harás entonces?
—Pues no lo sé.
Ella cerró de pronto la boca, con las mandíbulas muy apretadas.
—Si no consigues que ponga nombres a esos dos niños, no habrá paz para ti en esta casa. No te atrevas a volver quejándote y diciendo que él se ha negado a hacerlo, o que no ha querido escucharte. Si lo haces, me veré obligada a ir yo misma.
—Le daré una paliza —aseguró Samuel.
—No, no lo harás. Tú no haces barbaridades, Samuel. Te conozco. Le dirás cuatro frases amables y luego volverás arrastrándote y tratarás de hacerme olvidar tus anteriores propósitos.
—Le aplastaré el cráneo —reiteró Samuel.
Se metió en el dormitorio dando un portazo, y Liza sonrió mirando las paredes.
Al cabo de un instante, Samuel volvió a salir, vistiendo su traje negro, con camisa almidonada y cuello duro. Se inclinó hacia ella para que le hiciese el lazo de la corbata. Su barba blanca aparecía cuidadosamente cepillada.
—Será mejor que te limpies los zapatos —le espetó Liza.
Samuel siguió su consejo, y mientras estaba dando betún a sus gastados zapatos, miró de soslayo a su mujer.
—¿Puedo llevarme la Biblia? —preguntó. No hay nada como la Biblia para encontrar un buen nombre.
—No me gusta mucho que la saques de casa —repuso Liza con cierta preocupación—. Y si tardas en volver, ¿qué voy a leer mientras tanto? Y en la Biblia están los nombres de nuestros hijos…
Liza vio la expresión de desencanto de su marido. Entró en el dormitorio y regresó con una pequeña Biblia, muy vieja y manoseada, con las tapas sujetas con papel de embalar pegado con cola.
—Llévate ésta —le dijo.
—Pero es la de tu madre.
—A ella no le hubiera importado. Y todos los nombres que hay en ella, excepto uno, llevan dos fechas.
—La envolveré para que no se deteriore —dijo Samuel.
—Lo que le hubiera molestado a mi madre es lo mismo que me molesta a mí y es que nunca dejas la Biblia en paz. Te pasas la vida metiéndote con ella y cuestionándola. Das vueltas a su alrededor como si fueses un mapache merodeando en torno a una roca húmeda, y eso me saca de mis casillas —le respondió Liza con aspereza.
—Sólo intento comprenderla, madre.
—¿Qué quiere decir eso de comprenderla? Limítate a leerla. Aquí la tienes, en blanco y negro. ¿Quién te obliga a tratar de entenderla? Si Dios quisiera que la entendieses, te hubiera dotado de la inteligencia necesaria para ello o la hubiera hecho de otra forma.
—Pero, madre…
—Samuel —zanjó Lisa—. Jamás he visto nadie que discuta más que tú.
—Sí, madre.
—Y no me des la razón como a los tontos, denota falta de sinceridad. Di lo que piensas.
Ella siguió con la mirada la negra silueta de su esposo, mientras éste se alejaba en la calesa.
—Es un buen marido —se dijo en voz alta, pero discute demasiado.
Y Samuel, por su parte, pensaba con asombro que, a pesar de que creía conocerla bien, su esposa siempre le guardaba alguna sorpresa.
En los últimos metros que le separaban de la casa de Trask, al salir del valle Salinas y ascender la llana carretera que pasaba bajo los corpulentos robles, Samuel intentó dominar su turbación, animándose con palabras de aliento.
Adam estaba todavía más flaco de lo que Samuel recordaba. Sus ojos tenían una expresión abotargada, como si no los emplease mucho para ver. Adam tardó algún tiempo en darse cuenta de que Samuel estaba ante él. Una mueca de enojo contrajo sus labios.
—Me siento algo incómodo —se excusó Samuel— al venir sin que usted me haya invitado.
—¿Qué quiere? —preguntó Adam—. ¿No le pagué ya?
—¿Pagarme? —respondió Samuel—. Si, claro que me pagó. ¡Sí, desde luego! Pero mucho menos de lo que valgo.
—¿Qué? ¿Qué quiere usted decir?
La ira de Samuel aumentó y estalló:
—Un hombre, la vida de un hombre, no tiene precio. Y si yo he pasado toda mi vida intentando descubrir cuánto valgo, ¿cómo puede un despojo de hombre como usted saberlo en un instante?
—Le pagaré —exclamó Adam—. Le prometo que le pagaré. ¿Cuánto quiere?
—Pagará, pero no a mi.
—Entonces, ¿para qué ha venido? Márchese.
—Usted me invitó una vez.
—Pero no ahora.
Samuel puso los brazos en jarras y se echó hacia delante.
—Tranquilo, que ya se lo digo. Durante una noche glacial y oscura, que fue precisamente anoche, un buen pensamiento cruzó mi mente, y la oscuridad comenzó a disiparse al venir el día. Y ese pensamiento perduró desde la aparición de la estrella vespertina hasta despuntar el día. Por eso me he invitado.
—Usted no es bienvenido.
—Me han dicho —contestó Samuel— que sus hijos poseen una singular belleza.
—¿Y eso a usted qué le importa?
Una expresión de alegría iluminó los ojos de Samuel ante la rudeza de su interlocutor. Vio a Lee atisbando dentro de la casa y mirándolos a hurtadillas.
—Por el amor de Dios, le ruego que no me ponga violento. Soy un hombre que espera que en su escudo de armas haya una figura que represente la paz.
—No le entiendo.
—¿Cómo podría usted entenderme? Adam Trask, un perro lobo con un par de cachorros, un gallo desplumado con dulces sentimientos paternales por un huevo fecundado! ¡Un zoquete inmundo!
El semblante de Adam se oscureció, y por primera vez sus ojos parecieron ver. Samuel sintió con gozo que la ira bullía en su interior, y entonces exclamó:
—¡Oh, amigo mío, apártese de mí! Por favor, se lo ruego —gritó, con la saliva cayéndosele por la comisura de los labios—. ¡Por favor! Por lo más sagrado, apártese de mí. Siento que se apoderan de mí deseos de matar.
—Váyase de mi casa —respondió Adam—. Váyase. Actúa usted como un loco. Váyase. Éstas son mis tierras, yo las compré.
—Usted compró sus ojos y su nariz —contestó Samuel en son de mofa—. Usted compró su honradez, usted compró su pulgar para apuntar de soslayo. Escúcheme, porque es probable que después le mate. —¡Usted no ha comprado nada! Sólo se gastó su herencia. Y ahora piense en lo que voy a decirle: ¿cree usted que se merece a sus hijos?
—¿Si los merezco? Están aquí, supongo. No le comprendo.
Samuel bostezó.
—¡Que Dios me ampare, Liza! ¡No es como usted piensa, Adam! Escúcheme antes de que le hunda el gaznate con mis pulgares. Hablo de sus preciosos mellizos, olvidados, ignorados y abandonados, y se lo digo todavía con las manos quietas, a los que usted no ha prestado la menor atención.