Al este del Edén (47 page)

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Authors: John Steinbeck

Tags: #Narrativa

BOOK: Al este del Edén
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Mi hermana Mary no quería ser chica. Fue una lástima que no se conformase. Era una muchacha atlética, una gran jugadora de bolos, una bateadora de primera, y los atavíos femeninos la avergonzaban. Claro que esto ocurrió mucho antes de que las compensaciones por ser una chica le resultaran evidentes.

Al igual que sabíamos que en alguna parte del cuerpo, probablemente en el sobaco, había un botón que, si lo oprimíamos de modo adecuado, nos permitía volar, así Mary se había creado una magia para su propio uso, con la que podía transformarse en el muchachito fuerte y decidido que ella quería ser. Si se iba a dormir en una posición mágica, con las rodillas encogidas a la derecha, la cabeza en un ángulo, mágico también, y los dedos entrecruzados, por la mañana sería un muchacho. Todas las noches trataba de encontrar la combinación exacta, pero jamás lo conseguía. Yo solía ayudarla a cruzar los dedos como si fuesen maderas ensambladas de un barco.

Una mañana en la que la desesperación se había apoderado de Mary porque pensaba que nunca lo lograría, encontramos chicles bajo la almohada. Cada uno desenvolvió su chicle y lo masticó solemnemente; eran de menta, de la marca Beeman, y desde entonces no se ha hecho nada tan delicioso.

Mary se estaba poniendo sus largas medias negras, cuando exclamó, con gran alivio:

—¡Claro!

—¿Claro qué? —le pregunté.

—El tío Tom —respondió y masticó su chicle de forma ruidosa. ¿Qué pasa con el tío Tom? —volví a preguntar.

—Seguro que él sabe qué hay que hacer para convertirse en chico. Tan simple como eso. Me pregunté cómo no se me habría ocurrido a mí antes.

Mamá estaba en la cocina vigilando a una nueva criada danesa que habíamos contratado. Tuvimos muchas chicas. Las familias de agricultores daneses recién llegados ponían a sus hijas a servir en familias norteamericanas, y así no sólo aprendían inglés, sino su cocina, el modo de servir en la mesa, buenos modales y todas las bagatelas en boga entre la alta sociedad de Salinas. Al cabo de un par de años de servicio, cobrando doce dólares al mes, las chicas se convertían en candidatas más que apetecibles para casarse con los jóvenes del país. No sólo habían aprendido las costumbres norteamericanas, sino que además trabajaban como mulas de carga. Algunas de las actuales familias más elegantes de Salinas, descienden de esas muchachas.

La rubia Mathilde estaba en la cocina con nuestra madre cacareando a su alrededor.

Nosotros fuimos a la carga.

—¿Ya está levantado?

—¡Chisss! —dijo madre—. Llegó muy tarde. Dejadlo descansar.

Pero se oía el ruido del agua en el lavabo del dormitorio trasero, por lo que supimos que se había levantado. Nos acurrucamos en su puerta, como gatos a la espera de que saliese.

Al principio, siempre había cierta tirantez entre nosotros. Creo que el tío Tom era tan vergonzoso como mi hermana y yo. Supongo que lo que a él le apetecía era salir corriendo afuera y lanzarnos por los aires, pero en lugar de eso estábamos todos muy serios y formales.

—Gracias por los chicles, tío Tom.

—Me alegra que os hayan gustado.

—¿Crees que tendremos empanadas de ostras esta noche para celebrar tu llegada?

—Lo intentaremos, si vuestra madre os lo permite.

Nos precipitamos al salón y nos sentamos. La voz de mamá llegó desde la cocina.

—Niños, dejad en paz a tío Tom.

—Se portan bien, Ollie —respondió Tom.

Nos sentamos en triángulo en el salón. El rostro de Tom era muy oscuro, y sus ojos muy azules. Llevaba buenos trajes, pero nunca parecía bien vestido, en lo cual se diferenciaba de su padre. Sus bigotes rojos estaban siempre enmarañados, lo mismo que su cabello, y tenía las manos muy curtidas por el trabajo.

—Tío Tom, ¿qué hay que hacer para ser un chico? —le preguntó Mary.

—Cómo? Pues verás, Mary, uno ya nace siendo chico o chica.

—No, no es eso lo que quiero decir. ¿Cómo podría convertirme en un chico?

—¿Tú? —le preguntó, mientras la observaba muy serio.

—Yo no quiero ser chica, tío Tom —respondió Mary—. Quiero ser un chico. Una chica no recibe más que mimos y muñecas. Yo no quiero ser una chica. No quiero. —lágrimas de rabia asomaron por sus ojos.

Tom se miró las manos y se rascó un pedazo suelto de piel callosa con una uña rota. Creo que deseaba decir algo hermoso. Quería pronunciar palabras coma las de su padre, dulces y aladas, halagadoras y amables.

—No me gustaría que fueses un chico —respondió.

—¿Por qué no?

—Me gustas como chica.

Un ídolo se desmoronaba en el templo de Mary.

—Quieres decir que las chicas te gustan?

—Si, Mary, me gustan mucho.

Una expresión de desencanto cruzó el rostro de Mary. Si aquello era cierto, Tom era un loco. Asumió su tono de nomevengasconhistorias.

—Muy bien —continuó. Pero ¿qué tengo que hacer para convertirme en un chico?

Tom tenía un oído muy fino. Se dio cuenta de que descendía en la estima de Mary, y deseaba que ella lo quisiese y lo admirase. Pero no se le daba bien mentir. Contempló los cabellos de Mary, tan claros que parecían casi blancos, y trenzados muy apretadamente para que no la estorbasen, con los extremos de las trenzas sucios, porque Mary se secaba las manos en ellas antes de hacer una tirada difícil en el juego de bolos. Tom estudió sus ojos fríos y hostiles.

—No creo que realmente quieras cambiar de sexo.

—Sí quiero.

Tom se había equivocado, ella persistía en su empeño.

—Pues es imposible —dijo—. Y algún día te alegrarás de que sea así. —No lo haré —respondió Mary, volviéndose hacia mí, para decirme con frío desprecio: ¡No lo sabe!

Tom pestañeó y yo me estremecí ante la inmensidad de los cargos que le imputaban. Mary era más valiente y más decidida que la mayoría, y por eso ganaba siempre a los bolos.

—Si vuestra madre está de acuerdo, encargaré yo mismo esta mañana las empanadas de ostras, y pasaremos a recogerlas por la noche —dijo Tom nervioso.

—No me gustan las empanadas de ostras —respondió Mary, levantándose; corrió hacia nuestro dormitorio y se encerró dando un portazo.

Tom la miró con expresión astuta mientras ella se iba.

—Es una chica con todas las de la ley —sentenció.

Nos quedamos los dos solos, y comprendí que yo tenía que suavizar la herida causada por Mary.

—A mí sí me gustan las empanadas de ostras —dije.

—Naturalmente, y a Mary también.

—Tío Tom, ¿crees que hay algún medio para que ella pueda convertirse en chico?

—No, no lo creo —contestó él con tristeza—. Si lo hubiese sabido, se lo habría dicho.

—Es la mejor bateadora de los alrededores.

Tom suspiró y volvió a mirarse las manos; yo me daba cuenta de su sensación de fracaso, y eso me puso muy triste. Saqué mi corcho hueco con alfileres clavados a modo de barrotes.

—Quieres mi jaula para moscas, tío Tom?

Mi tío era todo un caballero.

—¿Quieres que me la quede?

—Si. No tienes más que levantar este alfiler para que entre la mosca, y luego queda encerrada y no para de zumbar.

—Me gusta mucho. Gracias, John.

Trabajó todo el día con un pequeño y afilado cortaplumas en un pedacito de madera, y cuando volvimos a casa de la escuela, había esculpido ya un pequeño rostro, cuyos ojos, orejas y labios eran movibles, y se hallaban conectados por medio de palitos al interior de la hueca cabeza. En un extremo del cuello había un agujero tapado por un pedacito de corcho. Era algo maravilloso. Se atrapaba una mosca, se la introducía por el agujero, y éste se volvía a tapar. Y, de pronto, la cabeza parecía adquirir vida. Los ojos se movían, los labios parecían hablar y las orejas se agitaban cuando la mosca, frenética, corría por encima de los palitos. Incluso Mary le perdonó un poco, pero no volvió a confiar en él hasta que se sintió orgullosa de ser mujer, y para entonces era ya demasiado tarde. Él no me dio la cabeza a mí, sino a los dos. Aún la conservarnos y sigue funcionando.

A veces, Tom me llevaba con él a pescar. Salíamos al amanecer, dirigiéndonos en la calesa derechos al pico Fremont, y a medida que nos acercábamos a las montañas, las estrellas palidecían y la luz se alzaba, ennegreciendo las montañas. Me acuerdo muy bien de cómo corríamos, y de cómo oprimía mi oreja y mi mejilla contra la chaqueta de Tom. Y recuerdo que me pasaba el brazo por los hombros, dándome de vez en cuando ligeras palmaditas en el brazo. Finalmente, nos deteníamos bajo un roble y desenganchábamos el caballo, lo llevábamos al borde del río para que abrevase y lo sujetábamos por el ronzal a la parte trasera de la calesa.

No recuerdo de qué hablaba Tom. Ni siquiera puedo recordar el sonido de su voz, o las palabras que solía emplear. De mi abuelo recuerdo ambas cosas perfectamente, pero de Tom sólo recuerdo una especie de cálido silencio. Es posible que no hablase. Los avíos de pescar de Tom eran muy buenos, y se fabricaba sus propias moscas artificiales. Pero no parecía importarle que pescásemos truchas o no. No necesitaba triunfar sobre los animales.

Recuerdo los helechos de cinco dedos que crecían bajo pequeñas cascadas, meneando sus verdes ramitas al recibir los impactos de las gotas de agua. Y recuerdo el perfume de los montes, de la azalea silvestre mezclada con el olor distante de una mofeta, el aroma embriagador del altramuz y el hedor de los sudados arneses. Recuerdo la encantadora danza de los zopilotes en el alto cielo, mientras Tom los seguía con la mirada, pero soy incapaz de recordar la menor alusión a ellos. Recuerdo que yo sostenía el cebo mientras Tom preparaba el sedal y montaba la caña. Recuerdo el olor de los helechos apretujados en la nasa, y el aroma dulce y delicado de las truchas frescas, húmedas y tornasoladas, yaciendo unas al lado de otras sobre la hierba verde. Y finalmente, recuerdo cómo volvíamos a la calesa y llenábamos de pienso el saco de cuero, y lo atábamos suspendido del cuello del caballo. Pero no recuerdo ni la voz ni las palabras de Tom; se alza oscuro, silencioso y enormemente cálido en mi memoria.

Tom se daba cuenta de su gris presencia. Su padre era apuesto y mañoso. Su madre era menuda y de una seguridad matemática. Todos sus hermanos y hermanas eran o guapos o virtuosos o afortunados. Tom los quería a todos con pasión, pero se sentía pesado y ligado a la tierra. Ascendía a cumbres extáticas y tropezaba en las simas oscuras y rocosas que se abrían entre los picachos. Tenía arrebatos de bravura, pero sujetos por las cadenas de la timidez.

Samuel decía que Tom hacía filigranas sobre la grandeza, esforzándose por decidir si podría asumir aquella Fría responsabilidad. Samuel conocía las cualidades de su hijo, y presentía el potencial de violencia que en él había, lo cual le asustaba, porque Samuel era pacífico, a pesar de haber golpeado en una ocasión a Adam Trask. Y por lo que se refiere a los libros que entraban en la casa, algunos de ellos en secreto, Samuel cabalgaba con ligereza sobre su lomo y contrapesaba y se balanceaba felizmente entre las ideas, como un hombre que se desliza en una canoa por entre los espumeantes rápidos. Pero Tom agarraba un libro, y se arrastraba fatigosamente por sus páginas, abriendo túneles entre las ideas, como un topo, para salir empapado de la obra.

Violencia y timidez, los ijares de Tom necesitaban mujeres, pero al mismo tiempo no se creía digno de ellas. Durante largos periodos, se encenagaba en una frenética continencia, hasta que tomaba un tren hacia San Francisco y se revolcaba entre las mujeres, para volver silenciosamente al rancho, sintiéndose débil, insatisfecho e indigno, castigándose a sí mismo con el trabajo, arando y plantando tierras baldías y partiendo duros troncos de roble, hasta quebrarse la espalda y destrozarse los brazos.

Es probable que entre el sol y Tom se alzase su padre, y la sombra de Samuel cayera sobre él. Tom escribía versos en secreto, es decir, de la única manera que podían escribirse en aquellos días. Los poetas eran seres pálidos y afeminados, y los hombres del oeste los despreciaban. La poesía era un síntoma de debilidad, de degeneración y de impotencia. Leerla era exponerse a la rechifla general, y escribirla suponía correr el riesgo de convertirse en un ser sospechoso y acabar condenado al ostracismo. La poesía era considerada como un vicio secreto, y en realidad lo era. Nunca sabremos si los versos que escribió Tom eran buenos o malos, porque sólo se los enseñó a una persona, y antes de morir los quemó todos. A juzgar por las cenizas que quedaron en el hogar, debió de haber escrito muchos.

De toda su familia, a quien Tom más quería era a Dessie. Era una muchacha muy alegre y siempre risueña.

Su taller de modistas constituía una verdadera institución en Salinas. Se trataba de un mundo exclusivamente femenino, donde todas las reglas y los temores que suscitan, sobre todo las más férreas, habían sido abolidas. La puerta de aquella casa estaba cerrada para los hombres. Era un santuario donde las mujeres podían aparecer tal cual eran: procaces, disolutas, rústicas, afectadas, presumidas, veraces e interesadas. En casa de Dessie los corsés dejaban de existir, aquellos sagrados corsés de ballenas que moldeaban y convertían las carnes femeninas en siluetas de diosas. En casa de Dessie las mujeres eran seres que iban al excusado, comían hasta hartarse, se rascaban y se tiraban pedos. Y esa libertad originaba risas, cataratas de carcajadas.

Los hombres oían estas risas a través de la puerta cerrada, y se sentían verdaderamente asustados ante la idea de lo que allí dentro debía de suceder, pues pensaban que ellos eran el blanco de las risas, lo que en gran parte era verdad.

Todavía veo a Dessie, con sus quevedos de oro bailando sobre una nariz cuya forma no era adecuada para sostenerlos, con los ojos llenos de lágrimas a causa de sus excesos de hilaridad, y todo el rostro contraído por la risa. El cabello le caía sobre la frente y se metía entre los lentes y los ojos, hasta que las gafas se le resbalaban por la nariz humedecida y terminaban colgando y balanceándose del extremo de la cinta negra que las sujetaba.

Había que encargar los vestidos a Dessie con varios meses de antelación, y se solían hacer veinte visitas a su taller antes de escoger la tela y el modelo. Nunca había habido nada tan saludable y beneficioso para Salinas como Dessie. Los hombres tenían sus logias, sus clubes, sus prostíbulos; las mujeres sólo disponían de la Cofradía del Altar y de la afectada coquetería del pastor de almas, hasta que llegó Dessie.

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